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El papa y los pobres

Jaque Mate

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Sergio Sarmiento

No es la primera sino la segunda Semana Santa del papa Francisco, pero quizá puede ser la más importante para su pontificado. De alguna manera ya ha pasado el noviciado. Francisco ha dejado atrás el asombro de las primeras semanas. Ya conoce los caminos y los pasillos del Vaticano; ahora tiene el vigor personal y la fuerza para tomar medidas que le permitan cambiar de fondo esa vasta y compleja burocracia que es parte fundamental de la Iglesia Católica. Después, la edad y las circunstancias irán haciendo más difíciles los cambios.

En la Semana Santa de 2013, Francisco acababa de asumir el solio pontificio; la sombra de su predecesor era todavía muy grande; los fieles se estaban acostumbrando al nuevo obispo de Roma; los gestos de humildad del nuevo papa, como lavar los pies de doce reos en un centro penitenciario el jueves santo de 2013, podían ser considerados como simples desplantes aislados. Sin embargo, un año después, existen razones para pensar que el papa, más que ofrecer detalles de humildad, quiere transformar a Roma.

No será fácil: la Iglesia Católica es la institución más antigua del mundo que existe en la actualidad; tiene casi dos milenios de edad. Esto la hace por naturaleza compleja y difícil de manejar. Cientos de organizaciones viven en su interior con conflictos que a veces pueden ser muy importantes; las finanzas de la Iglesia son enormes y complicadas; nadie conoce todos sus recovecos. Cuando se modifica algo en un lugar de la estructura, las repercusiones pueden ser enormes en muchos otros puntos.

No obstante, el papa Francisco quiere hacer que la Iglesia regrese cuando menos a uno de sus principios fundamentales: la humildad. Desea una Iglesia “pobre y para los pobres”. ¿Se puede lograr? Es difícil saberlo.

En sus orígenes, la Iglesia era pobre: Jesús predicó para los ricos y para los pobres, pero advirtió: “En verdad os digo que es difícil que un rico entre en el reino de los cielos... Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el reino de Dios” (Mateo 19: 23-24). Igualmente difícil es que una institución arroje por la borda los recursos que ha acumulado a lo largo de siglos, y que los hombres que tienen puestos de poder en la institución abandonen los privilegios en los que han vivido.

Si el papa puede ofrecer un mensaje de hacia dónde piensa llevar a la Iglesia, éste es el momento adecuado. Francisco ha logrado obtener el cariño de los fieles y la obediencia de los prelados; ha sabido predicar con el ejemplo; no exige humildad y vive en el lujo. Tiene, sin embargo, 77 años de edad. Hasta el momento se le advierte joven y entusiasta, pero nadie, ni siquiera un papa, puede quedar exento de los estragos de la edad.

Francisco tiene que actuar ya. El mejor momento para anunciar sus intenciones es la semana mayor; ésta representa lo más importante de la Iglesia Católica. Es el momento en que los fieles y los sacerdotes pueden estar más atentos a un mensaje, que al final no tiene que ser muy complicado. La Iglesia tiene que regresar a la humildad de sus orígenes, porque de otra manera puede perder el sentido mismo de su misión entre la riqueza y el oropel.

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