A pesar de que los más jóvenes estudiantes universitarios de hoy no habían nacido, 1994 es en nuestra historia política y económica un año reciente, sobrecargado de eventos que convendría no enterrar en el baúl de la desmemoria colectiva y, al contrario, revisitar y volver a valorar.
Aquel 1 de enero en que México estrenaba el acuerdo de libre comercio con Estados Unidos y Canadá y, con ello, desde el discurso oficial, el arribo sin vuelta a la modernidad, fue también el de la irrupción de la violencia política.
El alzamiento zapatista en Chiapas evidenció lo lejos que el país se encontraba de la "normalidad" democrática o no. El EZLN, al rescatar y poner en acto el sueño revolucionario como una noción legítima para el cambio político y social no sólo desafió al gobierno, sino a la propia izquierda mexicana. Esta corriente fundamental para la democratización de México desde el 68, que luego se sumó a la arena electoral, que alimentó proyectos de periodismo crítico e independiente, que impulsó un sindicalismo digno de tal nombre, que incluso condenó la apuesta justiciera de las armas a propósito del secuestro del líder del PSUM Arnoldo Martínez Verdugo en 1985, el llamado del EZLN a la lucha armada significó una disyuntiva clave: o se estaba por la vía pacífica, gradualista e institucional o se coqueteaba con el recurso de la violencia. Asistimos a una suerte de regresión histórica en términos éticos e intelectuales de buena parte de la izquierda, que volvió a reducir a la democracia a un mero instrumento de la burguesía, se plegó incondicional y acríticamente al verbo e imagen de un nuevo caudillo, el subcomandante Marcos, al tiempo que renunciaba al laicismo ilustrado del que debe ser heredera al ver en ministros de la iglesia católica -progresistas, eso sí- a dignos protagonistas de la vida política.
Con todo, la declaración unilateral de alto al fuego por parte del gobierno de México, acatada con ejemplar institucionalidad por el Ejército, y el diálogo con los rebeldes propuesto por el Ejecutivo; así como el oportuno consenso de los tres principales partidos sobre la Reforma Electoral tras el asesinato del candidato presidencial del PRI, Luis Donaldo Colosio, abrieron la vía a la reconducción institucional y pacífica del país en ese año convulso en que habría elecciones presidenciales. Urgía asegurar que los comicios fueran limpios, confiables y que los votos se respetaran: de esa coyuntura nació la idea de los consejeros ciudadanos para el IFE, que dos años más tarde se consolidaría con la plena autosnomía constitucional del árbitro electoral. A diferencia de lo que hemos visto en estos últimos meses en materia electoral, en 1994 los partidos pactaron una reforma para responder a problemas nacionales con medidas precisas; se aprestaron a resolver problemas, no a sembrarlos.
En el terreno económico a lo largo de 1994 se exacerbaron los desequilibrios que estallarían en la crisis de diciembre de ese año. Se sabía bien que había problemas graves, mas fueron desatendidos. Paul Krugman, que aún no ganaba el Nobel, pero que ya era un muy prestigiado economista por sus contribuciones a la teoría del comercio internacional, señaló en una conferencia en México en marzo de 1993 (recogida en el libro "El internacionalismo moderno") que era falso que con apertura económica y moneda fuerte bastara para que el resultado necesariamente fuese la prosperidad; al contrario, urgía a una devaluación pues era insostenible la sobrevaloración del peso. A Krugman y a quienes pensaban como él, el gobierno mexicano no quiso escucharlos, y sabemos las consecuencias: una caída del PIB del 6% en 1995 y un serio repunte de la pobreza. Eso sí, entonces, como ahora, la prensa internacional no dejaba de aplaudir los aciertos económicos del gobierno, que pronto quedarían enterrados por el vendaval. La ortodoxia económica nos llevó a esa crisis, pero sigue siendo la doctrina que guía la conducción del país.
Profesor de la Facultad de Economía de la UNAM
Twitter: @ciromurayama
