Aquel hombre no tenía fe.
Como no tenía fe había perdido la esperanza.
Y como le faltaba la esperanza a nadie trataba con amor.
Un día -triste día- murió su hija. El hombre no creía en milagros, pero amaba a su hija. Llamó entonces a San Virila y de rodillas le pidió que la resucitara. Virila puso la mano sobre la frente de la niña y ella volvió a respirar, abrió los ojos y abrazó a su padre.
-¿Crees ahora -le preguntó Virila- en los milagros que obra el amor?
-Sí, creo -respondió entre sus lágrimas el hombre.
Le dijo el santo:
-Entonces tú también has resucitado ya.
¡Hasta mañana!