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Claroscuros de la reforma político-electoral

JESÚS CANTÚ

La reforma político-electoral contiene algunos avances importantes en la construcción de la democracia, entre las que destaca la creación de la Fiscalía General de la Nación, la ratificación de los secretarios de Hacienda y de Relaciones Exteriores y la aprobación de la Estrategia de Seguridad Nacional y el Plan Nacional de Desarrollo por parte del Congreso.

Lamentablemente las mismas se ven opacadas por la creación del Instituto Nacional de Elecciones, que es el que acaparó el debate. La fórmula que finalmente lograron consensar las fuerzas políticas para resolver los estiras y aflojas entre los diversos partidos políticos y los gobernadores fue la peor de todas, pues se traduce en un engendro que elevará los costos de la organización electoral, deja a los órganos estatales básicamente para contar votos y genera confusión. Y, aunque parece ser que los gobernadores (al menos los priistas que bastarían para sacar adelante la reforma) ya están de acuerdo, todavía no puede descartarse una rebelión de los congresos estatales y, que por primera vez en la historia de México, rechazaran una reforma constitucional.

En general las reformas políticas, más allá de lo electoral, van en la ruta de parlamentarizar el presidencialismo, es decir, de introducir reglas que permiten equilibrar más a los Poderes de la Unión, particularmente al Legislativo y Ejecutivo, en función de requerir la aprobación, ratificación o no veto de las decisiones que toma el otro poder. Lo cual ha sido una demanda reiterada de académicos y algunos actores políticos, en lo que no se podía avanzar por las resistencias de los ejecutivos en turno que se negaban a ceder parte de su poder; en este caso no fue la excepción, la diferencia es que ahora encontraron la fórmula de diferir la entrada en vigor de todas estas nuevas reglas hasta el próximo gobierno, es decir, los priistas se preocuparon nada más por proteger al actual presidente Enrique Peña Nieto, pues salvo la Fiscalía General (a la que todavía le falta una nueva ratificación en el mismo Congreso), todas las demás figuras entran en vigor hasta el primero de diciembre de 2018.

Incluso bajo esta misma fórmula también aprobaron la posibilidad de integrar el llamado gobierno de coalición, que siendo una opción plausible desde mi punto de vista la resolvieron mal, porque al tomar dicha opción el Ejecutivo también se ata más al Congreso, es decir, aunque se asegura las mayorías parlamentarias necesarias para sacar adelante reformas legislativas o constitucionales, también se obliga a que el Senado le apruebe un convenio y programa de la coalición que establezca, entre otras cosas, las causas de su disolución, y que le ratifique a todos los miembros del gabinete.

Particularmente parece incongruente que se obligue a la ratificación de todo el gabinete únicamente en el caso de que haya gobierno de coalición, pues la razón de que el Senado o el Congreso (ambas cámaras) ratifiquen el gabinete es asegurar que no se designa a impresentables (personas totalmente ajenas a la temática que le corresponde atender, con pasado cuestionable o antecedentes que los convierten en inelegibles para esa posición en particular, entre otras) en los puestos de máxima responsabilidad de un gobierno, pero eso es válido con gobierno de coalición o sin él, por lo cual dicha disposición no debería atarse al ejercicio de dicha opción.

Incluso en el ámbito de la reforma estrictamente electoral hay algunos aspectos positivos, como son el regreso de las facultades de fiscalización de los recursos que manejan los partidos políticos y candidatos al Consejo General del órgano electoral, la paridad de género en las candidaturas de legisladores, la homologación de un sistema de coaliciones a nivel nacional y establecer entre las causales de nulidad el exceder los topes de gastos de campaña en un 5%, adquirir cobertura informativa o tiempos en radio y televisión y recibir recursos públicos o de procedencia ilícita y definir que se considera que dichas causales serán aplicables cuando la diferencia en la votación del primero y segundo lugar sea menor al 5%, pues así establecen con claridad cuando consideran que las irregularidades son determinantes en el resultado de la votación.

La aprobación de la reelección inmediata, con límite de 12 años, para legisladores (federales y estatales) y alcaldes es positiva, pero la echan a perder con la disposición que los obliga a postularse por el mismo partido, salvo que la separación se produzca durante la primera mitad del ejercicio de su mandato, pues con ello nuevamente buscan fortalecer a las cúpulas partidistas y limitar el vínculo de los representantes con los electores. Para impactar a plenitud a la democracia la reelección inmediata debe darle total libertad para seleccionar a la fuerza política que lo postula o incluso si lo hace como candidato independiente, pues eso es lo que estrecha su compromiso con sus electores sin ninguna interferencia.

Lamentablemente el resultado es nuevamente una reforma político-electoral parcial y con avances y retrocesos; en este caso opacada por el engendro del INE (del que me ocupé en las colaboraciones de la semana pasada -en la que lo único que cambió en la reforma final fue que los senadores finalmente optaron por no legislar en su beneficio- y de la última semana de septiembre). El país requiere ya de una reforma del Estado integral, lo cual desde luego implica la promulgación de una nueva Constitución (que obliga primero a la elección de un Congreso Constituyente) y no de más parches y remiendos que en ocasiones son contradictorios.

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