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El síndrome de Maigret

Jugar a policías y asesinos

El síndrome de Maigret

El síndrome de Maigret

Iván Hernández

El personaje creado por Simenon reúne dos cualidades que lo convierten en un ser terrible: el odio frío y la conciencia del crítico que percibe el asesinato como una de las bellas artes. Lo demás es dejarse avasallar por los eventos surgidos de una nadería.

Apuntes para resolver un crimen sin salir de casa: repasar a conciencia, detenidamente, las hazañas de Holmes y Poirot, y confesarse ante la cruz de plata del padre Brown. Esos tres apellidos bastan para recopilar un montón de consejos que podrían dar forma a un manual del detective habituado a dar rienda suelta a prácticas un tanto sobrehumanas como la deducción, la interpretación, la reconstrucción y el sentido común.

En el catálogo de personajes detectivescos, Sherlock hace caer a cualquier competidor por una catarata de olvido; cualquier intento se antoja insuficiente, cuando no ridículo; la aversión es inversamente proporcional al placer que procura la lectura de las aventuras del célebre inquilino del 221B Baker Street.

El comisario creado por Georges Simenon, es harina de otro pastel. Una más cercana, que se encuentra en la mesa de siempre, como el pan dulce. Los casos que resuelve, en obras como Las vacaciones de Maigret o Maigret y el hombre del banco, parten de un principio siempre discutible aunque muchas veces confirmado: la inteligencia es una imperfecta arma letal y el frío también comete errores. Al final, los criminales -incluso los más brillantes- padecen una espantosa calidad humana, el verdugo profesional comete pifias tales como realizar su trabajo con un celo excesivo, lo cual termina por acercarlo a sus captores.

EL CRÍTICO

Si la sangre se derrama, ¿no causa curiosidad conocer su fuente?, ¿no despierta un interés único la postura del cuerpo, los ojos abiertos y el rictus de la calma forzada y ya definitiva? ¿Cuántas preguntas quedan flotando en la quinta dimensión que es la escena de un crimen? El espeso aire, la espesa luz, el trámite de la atmósfera pasada por el tamiz de la fatalidad, y en medio de aquello, de aquel ataúd hecho de paredes, muebles, objetos, utensilios cotidianos, la figura pétrea del comisario Maigret, erguida, natural, observa, da órdenes, experimenta la sensación de pertenencia. Aquel ambiente es el suyo, la crítica del crimen es su oficio, la muerte es apenas un ingrediente, uno de los primeros y ni siquiera el principal, de la obra.

Las preguntas del crítico buscan descifrar al artista que a pesar de su estudiado anonimato deja una firma. Maigret conjetura, divide a los justos de los sospechosos, y tiene un método para ello, la teoría de la grieta, porque “En todo malhechor, en todo bandido, hay un hombre. Pero hay también, sobre todo, un jugador, un adversario, al que la policía está tentada de ver, es a éste, generalmente, a quien sigue”.

NOSTALGIA POR LA VIEJA ESCUELA

En estos tiempos de forenses, pruebas de ADN, elaboración de perfiles criminales, ubicación por GPS, clonación de celulares, videovigilancia y demás, una figura como la del famoso comisario quizá se antoje anticuada, desprovista del hechizo de la ciencia, de la frialdad de las inteligencias tecnológicas, del armazón institucional de los agentes; puede parecer un monstruo opaco, viejo, incluso estéril. Los errores de percepción abundan en estos tiempos.

El comisario tiene prisa, la curiosidad es mucha y no siempre es fácil distinguir a los inocentes de los perpetradores. La pericia que demuestra a la hora de descifrar el mensaje en clave que suelen ser los crímenes es la de un crítico familiarizado con la idea de Thomas de Quincey: el asesinato considerado como una de las bellas artes. Maigret “…buscaba, esperaba, acechaba, sobre todo, la grieta. El momento, dicho de otro modo, en que, a través del jugador, aparece el hombre”, así ganó esa terrible fama gracias a la cual la simple mención de su nombre hacía temblar a quienes no tenían la conciencia tranquila.

En las novelas de Simenon, belga de nacimiento y escritor que lleva al extremo la definición de prolífico, el criminal nunca es el mayordomo, ya que éste no es sino una pieza del rompecabezas. Para dar una forma definitiva a su crítica, Maigret habla con más personas que un encuestador del INEGI. Las aventuras del comisario suelen comenzar de una manera trivial: una mujer en un café da pequeños sorbos a su bebida y luce una joya que, por valiosa, revela a través de los gestos impropios la baja extracción de su portadora, el detalle que no cuadra.

Un hombre en el tren trata de extraviarse en la vista del paisaje sin conseguirlo, sus manos están aferradas a un maletín que contiene algo tan importante como su corazón, la inmovilidad del hombre denota que perder aquel maletín sería igual a perder la vida, la ansiedad de la culpa.

Un personaje explica del modo siguiente otro aspecto de Maigret, su adicción al trabajo: “Resumiendo: si he comprendido bien, y a pesar de sus sacrosantas vacaciones, el accidente que costó la vida a la desgraciada cuñada no le ha parecido muy católico y se ha puesto a dar vueltas a su alrededor”.

MAIGRET Y LA ADVERSIDAD

El comisario nunca se toma los intentos de asesinato en su contra como algo personal. La muerte de sus compañeros es otro cantar, uno belicoso, imparable. El comisario no tiembla ni se derrumba, se solidifica ante la desgracia y, sin embargo, es como un bloque de mármol convertido en el Ares vengativo que late en sus entrañas. El «odio frío» descubierto por Fonseca en El gran arte, tiene en Maigret a un ilustre predecesor.

Quien descubre sus hazañas no encuentra en él sabiduría -no académica al menos- pero los detalles científicos de la ciencia asesina, de la ciencia social, le ponen sabor al caldo literario: “La aguja que se introduce en el corazón de un hombre inerte mata científicamente, sin error posible”. La precisión duele, pero también es digna de elogio: “¡Era repugnante y, al mismo tiempo, el colmo de la habilidad en materia criminal”.

El comisario siempre atrapa a su hombre, salvo cuando no lo consigue, muchos de ellos prefieren arrojarse al Hades antes que entregarse. La solución al misterio conlleva pagar un alto precio y, en el mejor de los casos, la sangre es la extinción de los otros. Maigret, a pesar de su sólida constitución, no puede evitar conmoverse. Tras descubrir el cuerpo de un compañero con el que tenía varios años sin intercambiar una palabra inútil, “Sus dedos temblaban. Los dejó un buen rato sobre los párpados del muerto, como una caricia”.

LA VERDAD SIN REMILGOS

La profesión policíaca proporcionó a Maigret, un frustrado -por pobre- estudiante de medicina, la manera de aliviar la muerte de tal mujer, de aquel amigo, de la pequeña niña, del multimillonario avaricioso. Si bien los crímenes que resuelve tienden a surgir de un asunto trivial, nada hay de banal en dejarse instruir por Simenon hasta adquirir el síndrome de Maigret, la disposición del enfermo a seguir y perseguir, página tras página, las huellas de un enigma imperfecto, una cuestión contaminada de premeditación, alevosía y ventaja, hasta dejar expuestas las vísceras -cuando no el alma o la falta de ella- de quienes triunfaron en su propósito homicida.

Nunca es el mayordomo, porque Maigret conoce de sobra a los hombres y su clientela particular, los criminales, lleva máscaras ominosas, descaradas o indiferentes, y el comisario entiende que esa carga suele manifestarse en una suerte de resbalones, huidas a destiempo o una violencia mayor, cuando no en franco llanto y débiles intentos por salir bien librados.

El síndrome de Maigret es una convicción que puede darle a la vida múltiples y peligrosos rumbos. La verdad tiende a convertirse en la excusa predilecta de la muerte. Por algo impunidad rima con humanidad, pero las dos son igual de imperfectas cuando la agudeza del crítico se cruza por su camino.

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