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Nostalgia

OPINIÓN / MISCELÁNEA

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Adela Celorio

Cuando los hombres alzan los hombros y pasan…

Cuando en la soledad de un cielo muerto

Brillan estrellas olvidadas

Y es tan grande el silencio del silencio

Que de pronto quisiéramos que hablara.

O cuando todo ha muerto

Tan dura y lentamente que da miedo

Alzar la voz y preguntar “quién vive”

Por temor a saber que ya no existo.

Roberto Bolaño

En este revoltijo en que hoy se cocinan al mismo tiempo nuestras mexicanísimas calaveritas de azúcar, las brujas de Halloween y los «Santacloses» made in China, ya no sabe uno ni a qué atender.

Los muertos ya van siendo tantos que no hay lágrimas ni cementerios que alcancen. Los cadáveres aparecen enterrados en cualquier parte y esto de morirse se ha convertido en cosa del diario. Yo, sin embargo, como niña muy antigua que soy, me sigo tomando en serio esto de aquietarme para decir una oración. Adornar con flores y encender veladoras para iluminar el altar de muertos que llevo en el corazón. Imposible detenerme ahora ante aquellas ausencias que ni siquiera puedo nombrar sin romperme. No, de eso no puedo escribir, tal vez otro día. ¡Hoy no!

Además, no hace falta abrir heridas tan profundas porque difuntos son lo que me sobra. Se han ido ya tantos amores, amigos, maestros, que lo que me sorprende ahora, no es la muerte sino el hecho de seguir aquí, con la vida a la intemperie. En el populoso cementerio que me devuelve la memoria, vuelvo a ser ama de casa con un marido, cuatro hijos y la vaga inquietud de que la vida tenía que ser algo más.

Fue precisamente esa inquietud lo que me llevó a meter la nariz en aquel salón de la vieja casona de San Ángel donde el maestro Ricardo Garibay impartía una cátedra magistral. Su voz estentórea, amenazante como el ladrido de un dóberman amarrado, asustó a la joven señora que era yo por entonces, haciéndome sentir el impulso de salir corriendo de ahí. Pero me quedé. “Se escribe de lo que se sabe, de lo que se conoce, de la vida, se relata lo cotidiano”, decía el maestro. “Ay Garibay, ¿cómo puedes narrar con esa intensidad?”, preguntó un discípulo. “¡No!, no se puede, sólo yo puedo”, tronó con impaciencia el maestro.

De pronto, sin venir a cuento, me oigo a mí misma citar al toro a sabiendas de que me va a cornear: “¿Es usted impaciente verdad?”, “¡Sí, sí lo soy... todo ser inteligente lo es!”, responde buscando con la mirada a la imbécil que había hecho la pregunta.

Cuando por fin me descubre entre el grupo, pregunta a quemarropa: “¿Oiga, le interesaría ser mi amante?”. Recibo la cornada y aunque tambaleante me mantengo en pie y le doy el capotazo: “¿Ahorita mismo o nos esperamos hasta mañana maestro?”. El grupo ríe, el maestro también.

Pasé la prueba. Modulando la voz, Garibay continúa leyendo El Cantar de los Cantares. Aunque selectivo, mi oído sólo se queda con algunos fragmentos: “¡Qué hermosa eres amada mía, qué hermosa eres! / Tus ojos son palomas detrás de tu velo / Como una cinta escarlata son tus labios y tu boca es hermosa / Tus pechos como dos ciervos jóvenes que pastan entre los lirios / Tus amores son más deliciosos que el vino / Hay miel y leche bajo tu lengua / Tu ombligo es un cántaro donde no falta el vino aromático”.

Los discípulos escuchan con reverencia pero a mí me falta el aire, necesito espacio, tal vez una copa de vino para que fluya la emoción. Recuerdo que abandoné el aula con la sensación de haber cometido adulterio. Y no hubo mucho más porque algunas -pocas- sesiones después, Ricardo Garibay, quien fuera uno de los pilares de la literatura contemporánea de nuestro país -vivo, alerta y rebelde hasta el final- perdió la lucha a vida o muerte contra el cáncer que lo aquejaba.

Hoy, que entre brujas y calaveritas aparece su recuerdo, también para él enciendo una veladora.

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