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'Zapata': el sueño de (opio) de Arau

Francisco Amparán

(Primera de dos partes)

Los días, los hombres, las ideas

“Zapata”: el sueño (de opio) de Arau

Francisco José Amparán

“Un revolucionario sin armas es como un taco sin tortilla”

“¡Busca tu punto de luz! ¡No seas pendejo!”

Frases ejemplares del guión de “Zapata: el sueño del héroe”

Zapata fue parcialmente responsable del fracaso del primer experimento democrático en dos generaciones (el Plan de Ayala, recuerden, ¡es contra Madero!) y que su lucha culminó con ese absoluto fracaso que es el ejido, no parece importar.

Aclaración antes de entrar en materia: como todos ustedes, yo también estoy hastiado de oír y leer lo mucho que nos queremos cubanos y mexicanos. Como estoy asqueado de ver la forma en que se le da importancia a un tirano senil, a su podrido régimen y a sus capitostes, que irán a dar al basurero de la historia en cuanto fallezca el dictador; así que por ese lado, nomás no cuenten conmigo. Sobre lo otro: avísenme cuando se descubra quiénes fueron los aviesos conspiradores que facciosamente se las ingeniaron para que López Obrador pusiera a Bejarano como su secretario particular, a Ponce de secretario de Finanzas, que el PRD hiciera delegado a Ímaz y que Chayito se volviera amante de Ahumada. Ése es el complot que me interesa. Lo demás es simple cortina de humo. Ahora sí, pasemos a algo (un poco) menos ridículo.

Generalmente un servidor le deja los menesteres de la crítica cinematográfica a gente mejor preparada y (mucho) más clavada. Sin embargo, no puedo resistir la tentación de compartir con ustedes algunas apreciaciones sobre la muy cacareada y costosa producción de una nueva película sobre Emiliano Zapata, fruto de la imaginación desbocada de Alfonso Arau. Y es que el filme toca algunos aspectos que quizá sean pertinentes en el México del Siglo XXI.

Primero lo primero: resulta muy difícil otorgar una calificación global a la cinta, básicamente por lo complejo que es clasificarla en un género conocido. Como película histórica es indefendible: luego de 543 imprecisiones (en la primera media hora) resulta imposible tomarla siquiera en cuenta como tal. Como película surrealista, creo que el maestro Buñuel y André Bretón la encontrarían deficiente: no creo que les hubiera entusiasmado mucho el festejo de los muertos empapados. Como película cómica es regularzona, así sea porque casi todo el humor es involuntario. Y como película dramática-épica-simbólica (que creo que fue lo que pretendió Arau) es un bodrio insufrible, con un guión lastimoso, de una ingenuidad paradójicamente pretenciosa, actuaciones de quinta categoría (con sus notables excepciones), errores de dirección de tercero de primaria y, eso sí, una escenografía espectacular y una soberbia cinematografía de Vittorio Storaro. Digo, ni este pernicioso galimatías puede echar a perder a quien ha fotografiado, entre otras, a obras maestras como “El último tango en París” (1973), “Apocalipsis” (1979) y “El último emperador” (1987).

Hay que reconocer que “Zapata” no pretende ser la típica película sobre un héroe mítico y broncíneo. El problema es que lo que sí pretende Arau falla en muchos sentidos, pero sobre todo en tres: en presentarnos a un Zapata místico-prehispánico creíble; en convencernos que la lucha que entabló con sucesivos gobiernos (Díaz, de la Barra, Madero, Carranza) tenía qué ver con su papel de Mesías de los pueblos indios, según una profecía de 500 años atrás y en hacer narrativamente relevante la inclusión de diversos elementos (desde una regordeta Lucero con supuesto acento de zarzuelista madrileña, hasta caballos telépatas) que, para todo efecto práctico, por lo general sólo dan risa… o pena ajena.

Y todo ello falla en gran medida (pero no sólo) porque el guión tiene descuidos increíbles en alguien que ha estado metido en el mundo del cine desde hace siete lustros y quien, no sabemos cegado por qué destello o fulgor o neblina, no supo ver que la propuesta central resultaba sencillamente delirante… sobre todo si usaba a un actor principal tan malo.

Tres ejemplos: Primero: resulta que Zapata nace predestinado a borrar cuatro siglos y medio de presencia católica y española en este país (según le anuncia una bruja que tiene la manía de desaparecer como teletransportada de “Viaje a las Estrellas”, luego de realizar una danza que combina elementos de los Power Rangers y Z Z Top), básicamente porque nació con una mancha en el pecho. Con ese antecedente, vemos luego al niño Emiliano en 1890, recolectando maíz con su familia en frondosa milpa. Hasta ahí llegan el arquetípico terrateniente gachupín y el odioso oficial federal con cara de maldito (quien resulta ser un Victoriano Huerta que hizo pacto con el diablo, porque no envejece en los treinta años que le seguimos la huella), éste a su vez comandando a media docena de cachanchanes. Ocho adultos armados, que llegan a correr a los Zapata de la tierra de la que se supone han sido despojados; pero que está muy bien cercada con alambre de púas, invento patentado apenas 14 años atrás y que dudo mucho estuviera al alcance de un campesino despojado en esos entonces. Al ver humillado y ofendido a su papá, Emiliano le transmite ondas cerebrales (o algo así) al caballo del oficial, y el noble equino procede a tumbar al artero federal: cualquier comparación con Harry Potter y el viborón del zoológico es mera coincidencia. El oficial vuelve a montarse (las ondas al parecer caducan muy rápido) y le echa ojos de pistola al niño Emiliano (en quien detectó sus poderes telepáticos, suponemos). Y entonces, teniendo enfrente a un humilde campesino arrodillado, a una mujer y dos niños, el oficial, el terrateniente y la media docena de soldados con armas de fuego vuelven grupas y ¡se largan! ¿Por qué? Sabrá Dios. A fin de cuentas, uno puede quedarse con la idea de que los Zapata no fueron despojados. Después de todo, el hacendado se fue y ellos se quedaron en la milpa.

Segundo: Diez años después, Emiliano es un muy buen charro (lo cual es históricamente exacto… una de las pocas cosas que lo son en este churro) y se presenta en un lienzo a hacer figuras ecuestres ante un grupo de militares (entre los que se halla Huerta, por supuesto). En plena exhibición, Zapata insulta en su cara a los militares, llamándolos de todo. La reacción de los oficiales es fulminante: ¡se largan! Apenas termina Zapata de insultarlos, todos (eran unos diez) se ponen de pie y se van, sin mentarle siquiera la madre, mucho menos descerrajarle un balazo a quien Huerta no se cansa de llamar “indio piojoso”. ¿Por qué? Sabrá Dios. La verdad, en ningún guión revisado por encimita puede quedarse una escena como ésa.

Tercero: Como venganza por semejante afrenta, Huerta agarra en la leva (reclutamiento forzoso) a Zapata. En el Ejército y como soldado raso éste tiene la oportunidad de codearse con la esposa de Huerta, quien es una cantante de moda (Lucero): ventajas de tener como enemigo al comandante. Gracias a esas relaciones peligrosas, Zapata se topa con Porfirio Díaz tras las bambalinas de un teatro (¿qué andaba haciendo el dictador tras bambalinas en plena representación?, se los dejo de tarea) y se hace de palabras con él. Por supuesto, el Estado Mayor Presidencial (un fulano) carga con Zapata. Corte. Siguiente escena: Zapata vivito y coleando, en una caballeriza (no en San Juan de Ulúa) es golpeado por un oficial, que a la letra le dice: “Cualquiera hubiera muerto por insultar al presidente Díaz, pero tú tienes un ángel que te cuida”. ¡Ésa es la explicación de por qué no le pasó nada a Zapata! El cual, por supuesto, procede a fugarse gracias a sus dotes equino-telépatas. Ah, por cierto: los indígenas prehispánicos no conocían el caballo: ése llegó con Cortés. Así que quién sabe de dónde le salieron esos dones. Supervivencia del más apto, supongo.

Dejemos de lado docenas de sinsentidos semejantes, como la repetición de la quemada de pies de Cuauhtémoc (de la que el héroe sale bien librado gracias al empleo masivo de tepezcohuite), cómo vuela a Cancún sin avión y la manera ramplona en que se maneja su muerte y resurrección: la cinta no tiene salvación posible. Mi consejo: ahórrese cuarenta pesos y una que otra buena carcajada.

Y como decíamos más arriba, la película falla sobre todo en tres ámbitos cruciales. Echémosles un rápido vistazo.

La figura de Zapata nos ha llegado, gracias a esos curiosos procesos de canonización con que el priismo se lavaba la conciencia, como el héroe campesino que reclama la devolución de las tierras que le habían sido usurpadas a las comunidades indígenas y mestizas desde tiempos de Juárez (sí, fue don Benito quien empezó esa política).

Que tal proceso no ocurrió nunca en buena parte del país, que Zapata fue parcialmente responsable del fracaso del primer experimento democrático en dos generaciones (el Plan de Ayala, recuerden, ¡es contra Madero!) y que su lucha culminó con ese absoluto fracaso que es el ejido, no parece importar.

Como el Che, es un derrotado sublimable, muy fotogénico y que sale bien en las camisetas y en las estampitas de Editorial Patria.

Que ahora resulte un Mesías indígena, restaurador de una Arcadia prehispánica (que nunca existió), que lucha no tanto por la tierra sino por defender “nuestras costumbres, nuestras tradiciones” (como le dice a Madero en la entrevista apócrifa de la película) con unos cuatro siglos de retraso y que se deja conducir por una bruja con un sospechoso parecido a Hermelinda Linda, no se lo cree nadie. De hecho, no sabemos si las dudas y hesitaciones de Zapata en la película son las justas y necesarias en el hombre que sería Cuauhtémoc (después de todo, le dan un cáliz de lo que es la quemada de pies), o se deben a lo pésimo actor que es el mentado Potrillo (¡Ahora caigo en lo de la telepatía! ¡Ah, pues sí!)

Para justificar la redención, Arau inventa un complot del México Profundo peor que el de Trespatines Pérez Roque. Resulta, por ejemplo, que la religiosidad del pueblo ha sido un engaño que ha durado medio milenio, ya que en realidad los mexicanos adoramos a la Coatlicue, que está escondida en cruces, santos y copones. Esto queda en evidencia durante una procesión religiosa, acompañada con danzantes aztecas de semáforo, que desafía toda lógica. Lo raro es que en la película los zapatistas siempre enarbolan estandartes con la Guadalupana, como católicos mexicanos bien nacidos… y a Zapata lo bautiza un cura (que eso sí, es tan ignorante y supersticioso como para creer que la marca de nacimiento, un vil lunar, es del diablo).

Los defensores de lo indígena primigenio pasan del náhuatl al castellano con una facilidad pasmosa. ¿Lo hacen para facilitarle al 95 por ciento de mexicanos hispanoparlantes el enterarnos cómo van a liquidar nuestra cultura? Mira, qué considerados.

A fin de cuentas, el máximo daño que le hacen a la cultura occidental cristiana es que en una película dizque mexicana hay faltas de ortografía en los subtítulos castellanos (“estubo”), que traducen del náhuatl.

Si para reivindicar lo indígena Arau tuvo que recurrir al ridículo, mal anda encaminada su supuesta reivindicación. Si para disculpar (la verdad, debería pedir públicas disculpas) la presencia de una Lucero cupletista-de-carpa alega que es “el componente español” de Zapata, entonces ¿para qué tanto brinco estando el suelo tan parejo?

Total, un auténtico desastre. Que, algo me dice, le va a encantar a los políticamente correctos de siempre, que estarán fascinados con que Zapata ahora tenga rasgos no sólo heroicos sino también místicos. Lo que nos faltaba. ¡Beatifiquemos al sub! ¡Sebastián Guillén es el salvador teosófico de los monolingües del Tercer Milenio que tienen el color de la tierra (siempre que no llueva)!

Como descargo, decíamos, hay algunas actuaciones decentes (Huerta y Villa, curiosamente, son los mejores. En el papel de Eufemio Zapata prefiero unas ochenta veces a Anthony Quinn hace medio siglo); la escenografía es interesante, con ese desprecio a los techos e interiores y la cinematografía a veces nos hacía olvidar lo absurdo de la acción. Pero con todo y todo, “Zapata: el sueño del héroe” resulta intragable.

Lo único bueno que podría salir de este atentado al Séptimo Arte, sería que Ángel Isidoro Rodríguez, ese vivales mejor conocido como “El Divino”, productor de este bodrio, perdiera una millonada. Justicia ahora sí que divina, que se llama.

Consejo no pedido para alejar chamanas que se desvanecen. Vean “¡Viva Zapata!” (1952), dirigida por Elia Kazan, con Marlon Brando en sus meros moles y Anthony Quinn en un papel que le valió su primer Oscar. También vean “El Águila Descalza” (1969) y “Calzonzin Inspector” (1973), dirigidas y actuadas por Alfonso Arau, en donde recreó héroes populares dignos, verosímiles, divertidos y entrañables. O “El rincón de las vírgenes” (1972), donde interpretó un genial Lucas Lucatero. Digo, sí sabe lo que es actuar y hacer las cosas bien. No sabemos qué le ocurrió ahora. Ha de ser el resultado de tantos años pasados junto a Laura Esquivel. Le deseamos pronta (¿Pronta? ¡Urgente!) recuperación.

Provecho.

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