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La verdadera urgencia

LUIS RUBIO

En una de sus famosas arengas, el presidente Lincoln lanzó una pregunta retórica que se aplica a nuestro pseudodebate en materia energética. "¿Cuántas patas tiene un perro si se incluye la cola? Cuatro", se respondió a sí mismo. "El hecho de que se llame pata a una cola no la hace una pata". El mundo de la energía ha cambiado radicalmente pero nosotros seguimos atorados en 1938. El problema es que si no rompemos la inercia, nos arriesgamos a un colapso económico.

Hasta hace algunos años la discusión sobre el petróleo y, en general sobre la energía, era una combinación de deseos, beneficios reales o potenciales e historia. Dependiendo de la perspectiva económica, política o burocrática, algunos ven al petróleo como una palanca para el desarrollo hoy, otros como una reserva de riqueza para un futuro indeterminado. Aunque el tiempo no es el único factor que juega en este debate, sí constituye un factor determinante de la dinámica política al respecto porque entraña toda la maraña de mitos, ideologías, intereses, historia y objetivos que se engarzan en esta materia. El tema es complejo por la mezcla de asuntos: quienes no quieren cambiar porque un cambio afectaría sus intereses, quienes ven al cambio como una oportunidad y quienes se oponen al cambio por ideología. Es decir, es casi como una discusión religiosa donde se contraponen asuntos del César y asuntos de Dios y la combinación nunca es feliz.

Independientemente de la perspectiva específica, nadie duda de la importancia fiscal de los recursos petroleros. El gobierno mexicano se ha vuelto adicto al ingreso que genera el monopolio petrolero y eso lo convierte en un actor tan interesado en el debate como todos los demás. De esta manera, lo que se discute no es algo objetivo sino producto de choques entre partes interesadas. Esta circunstancia ha paralizado una reforma tras otra a lo largo de los últimos lustros.

El debate energético mexicano ha tenido una peculiaridad adicional: es totalmente introvertido. Se concibe a México como un ente excepcional, aislado del resto del mundo. Buenas razones había para ello: Pemex es una fuente de recursos y mientras más exporta mayor el ingreso. La ecuación era tan obvia y simple que todo mundo se enfocaba esencialmente a intentar resolver problemas relacionados con producción. Cuando la plataforma petrolera comenzó a disminuir, la discusión se orientó hacia dónde y cómo explotar nuevos recursos y a las condiciones necesarias para que eso sea posible. Por ejemplo, en el caso de la extracción de recursos presuntamente localizados a grandes profundidades en el Golfo de México, la participación de terceros fue vista como necesaria, sea por carencia de la tecnología idónea o por el riesgo financiero inherente. Con avances o sin ellos, por muchos años la discusión se ha limitado a la explotación del petróleo.

La realidad ha cambiado y la vieja discusión se ha tornado absolutamente irrelevante. Aunque asuntos como la eficiencia de Pemex, sus procesos productivos o su estructura de costos siguen siendo relevantes en lo que a Pemex atañe, hoy estamos presenciando un cambio radical en la industria de la energía, de la cual Pemex es sólo un actor más. Y ese es el problema: el asunto energético ya no es sobre Pemex sino sobre el desarrollo del país en el contexto de la revolución energética que está viviendo el mundo, pero sobre todo nuestra trastienda: el panorama energético en Estados Unidos y Canadá ha cambiado radicalmente, al grado en que pone en jaque la viabilidad de nuestra economía.

Por veinte años, el país ha vivido gracias al TLC. Este instrumento le ha permitido a la economía mexicana contar con una enorme fuente de demanda e inversión, asegurando el éxito, así sea insuficiente, de la planta productiva. El país se ha convertido en un formidable exportador de bienes industriales y eso ha generado empleos y crecimiento. Sin el TLC el país habría seguido en crisis. Por otro lado, el TLC no es más que un instrumento y no puede ser el equivalente de la "piedra filosofal" que buscaban los alquimistas medievales para solucionar todos los problemas. Hay muchas cosas que deberían hacerse para elevar la productividad de la economía, mejorar el capital humano de la población e igualar el terreno para las empresas e inversionistas a fin de introducir competencia en el mercado. Todo eso permitiría avanzar, pero no resolvería el nuevo panorama energético que, de hecho, puede poner a la economía del país en jaque.

Una revolución ha sobrecogido al mundo de la energía, primero en Canadá y más recientemente en Estados Unidos. Se trata de una revolución originada esencialmente en cambios tecnológicos que han permitido elevar de manera dramática la producción de gas y petróleo. Comenzó como un proceso casi sotto voce que, al inicio de manera pausada y más recientemente de manera definitiva, ha tenido el efecto doble de inundar al mercado de energéticos y tumbar sus precios, sobre todo del gas. Estados Unidos, el mayor importador de petróleo del mundo, está a tiro de piedra de ser autosuficiente. Un escenario con el que nunca antes habíamos tenido que lidiar.

De esta manera, la dinámica política que enmarca el contexto de la discusión sobre una potencial reforma al sector energético ha cambiado de manera radical. Lo que no parece claro es que exista conciencia alguna entre quienes son responsables de la discusión sobre la naturaleza de la revolución que se está gestando o de sus implicaciones para México.

Tres factores caracterizan a esta revolución: primero, el hecho de que EU podría ser autosuficiente en petróleo. Segundo, los precios del gas en ese país son ahora una fracción de los que caracterizan a sus competidores en el resto del mundo (menos de 3 dólares por BTU contra más de 20 en Europa o China). Y, tercero, los costos de la energía están llevando al renacimiento de la industria manufacturera en EU. Si no resolvemos el abasto para la industria mexicana a precios competitivos, el riesgo es mayúsculo.

Los desafíos son obvios: el petróleo que producen EU y Canadá es mucho más ligero que el mexicano, lo que lo hace mucho más atractivo para la refinación; nuestra ventaja en términos del costo de la mano de obra palidece frente a la diferencia de precios del gas: o sea, urge gas barato en México. En una palabra, quizá exagerando, pero no mucho, de no actuar decisivamente, México podría quedarse con su petróleo y sin industria. Se trata de un escenario que sugiere que la urgencia por reformar al sector energético es infinitamente mayor de la que nuestros políticos entienden. Más vale que se actualicen pronto.

www.cidac.org

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