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Carta Magna

Luis F. Salazar Woolfolk

En la víspera de celebrar un aniversario más de la Constitución General de la República, se abre la oportunidad de hacer un repaso del estado que guarda nuestra vida pública, a la luz del marco legal.

La Constitución de 1917 se promulgó en la ciudad de Querétaro al término de la Revolución Mexicana. En ella se erige un sistema de Gobierno basado en una república democrática, representativa y federal, en el que el poder político se divide en Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Como se observa, la Constitución actual confirma la de 1857 y se agregan nuevos elementos inspirados en las banderas de la Revolución en términos de justicia social.

La Constitución es la norma fundamental del Estado. Es ley suprema de la que depende la vigencia de las demás leyes y la legitimidad de las autoridades.

Nuestra Constitución se compone de dos partes: La parte dogmática y la parte orgánica. La parte dogmática contiene el reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona individual y el deber por parte del Estado de garantizar el goce de tales derechos, conocidos como Derechos Humanos.

La parte orgánica de la Constitución contiene las normas que crean y definen a los órganos del Estado y regulan las relaciones de éstos entre sí y con los gobernados. Lo anterior implica que de la Constitución regula el ejercicio del poder político y las relaciones entre los diversos poderes, tema de enorme importancia en nuestros días en que el desacuerdo amenaza la viabilidad del México futuro.

Por ello cuando se habla de reforma del poder, se trata de la reforma a la Constitución. La parálisis institucional en que ha caído la transición a la democracia en nuestro país, se explica porqué nuestro sistema constitucional fue diseñado con el objeto de procesar la línea presidencial como poder omnímodo.

Se trata de un orden constitucional relativo a un sistema político en el que el presidente de la República era un monarca sexenal que designaba a su sucesor por vía de elección unipersonal. Los Gobernadores eran jefes políticos encumbrados por la sola voluntad presidencial y la inmensa mayoría de diputados y senadores provenían de listas palomeadas desde Los Pinos.

Desaparecida la Presidencia Imperial, los protagonistas de nuestra vida pública no aciertan a llegar a un entendimiento de buen gobierno, porque faltan normas para procesar la disidencia que antes no tenía cabida.

A la mitad del sexenio de la alternancia, se debe reconsiderar la idea de una reforma constitucional que sea el carril por el que se deslice el cambio. Es cierto que frente a los fracasos recientes que han experimentado otros intentos de reforma, en materias como la fiscal que se supone resultan menos complicadas que la reforma del poder, la tarea se antoja imposible. Sin embargo no lo es.

Existen ejemplos de nuestra historia reciente como el que ofrece la Reforma Electoral pactada entre las diversas fuerzas políticas nacionales, que tuvo como consecuencia la transición.

El botón de muestra es pertinente. Se trata del cambio político más importante desde el inicio de la vigencia de la Constitución actual hasta nuestros días y fue posible gracias a que los protagonistas de nuestra vida pública crearon un marco institucional que lo propició en plena paz social.

Todo indica que un nuevo impulso es posible, a condición de que seamos capaces de recuperar la capacidad de acuerdo que generó la Reforma Electoral que hizo posible la alternancia.

Es necesario recordar que en último término, la Constitución de nuestro país o de cualquier otro es nada más y nada menos que un pacto de convivencia. Una forma de regular la conducta de los actores sociales, en el marco del ejercicio de poder político.

Bajo esa premisa, la reforma del poder en México no sólo es posible sino indispensable.

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