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Participación ciudadana en los asuntos públicos: el caso de los Consejos de Cuenca (1)

A la ciudadanía

Gerardo Jiménez G.

En el diseño e implementación de las políticas públicas en nuestro país se están considerando con mayor frecuencia esquemas en los que se amplíe la participación ciudadana, sea en estructuras locales o nacionales, entendiéndose esto como parte de los procesos de democratización del Estado Mexicano después de un pasado que caracterizó al viejo régimen como autoritario, donde los ciudadanos sólo se involucraban en los espacios públicos bajo la tutela gubernamental en estructuras corporativas que subordinaban los organismos de la sociedad civil a las gubernamentales y les convertían en ejercicios de simulación democrática.

Quizá el más importante ejemplo de lo anterior fue la falta de separación de poderes en la medida que dos de ellos se sujetaban al presidencialismo centralizado, pero igual era difícil no sólo canalizar la participación ciudadana desde partidos políticos diferentes al oficial, sino también desde las organizaciones sociales. Esta herencia del viejo régimen, que aún persiste en gran parte de las estructuras del Estado Mexicano en los diferentes niveles de ejercicio del poder público, se ha venido minando producto de la presión que genera la demanda ciudadana de abrir los espacios públicos a los propios ciudadanos, ya que era claro que existía un divorcio entre la sociedad política y la sociedad civil, separación que lamentablemente también parece persistir en gran parte de los asuntos que conforman la agenda nacional o las locales.

A este proceso de apertura también contribuyeron las políticas neoliberales de fines del siglo pasado, que ante el adelgazamiento del poder ejecutivo, mas no del legislativo o judicial, fueron dejando un vacío en las tradicionales funciones que realizaba, sobre todo en el ámbito económico y social con las privatizaciones de las empresas y la desconcentración de los organismos públicos durante la era salinista, funciones que le fueron transferidas al sector privado, principalmente las primeras mas no las segundas de las cuales el gobierno se hace cargo con un enfoque asistencial y no estructural para contrarrestar el evidente problema de la pobreza.

Con esta situación ya se venía expresando lo que se ha llamado déficit de gestión gubernamental, que no es otra cosa que los vacíos en la atención de los asuntos de la sociedad derivados de las políticas neoliberales, sea por la falta de recursos públicos consecuencia del mismo déficit presupuestal, de la presión ciudadana y del crecimiento de los problemas que enfrentaba el Estado Mexicano, mismos que obligaron a abrir esos espacios a la participación civil en aquellos asuntos públicos en los cuales confluían con mayor claridad estos tres factores, siendo emblemático lo que sucede con los procesos electorales que bajo el control gubernamental ponían en duda la legitimidad de los mismos y, por consecuencia, de los gobernantes elegidos a través de ellos.

Así, los asuntos públicos cada vez ya no son sólo cuestión que se aborda en el ámbito de la sociedad política como ocurre en los países no democráticos o que están batallando para transitar a su democratización, es decir, ya no son asuntos sobre los cuales la toma de decisiones corresponde sólo a aquellos que se desempeñan en las estructuras del Estado Mexicano, herencia ideológica y cultural del viejo régimen, sino que cada vez más resulta necesario, cuando no indispensable, una mayor participación de la sociedad civil en ellos.

Por ello, los individuos u organismos ciudadanos que no desempeñan funciones públicas pagadas con los impuestos de éstos, pero sobre los cuales existe la percepción de que aquella forma de tomar decisiones no corresponde a un genuino interés público, ciudadano, sino a los intereses particulares o de grupo que se gestan dentro de las estructuras del Estado Mexicano siguiendo la lógica del poder por el poder, reclaman esa apertura como un ejercicio de ciudadanía o ciudadanización de la política pública.

Esta situación también se presentó en un área del gobierno que durante la mayor parte del siglo pasado inexistió o fue subalterna a otras porque los problemas que atendía no alcanzaban a verse en la dimensión real que tenían, me refiero a la ambiental, ya que fue hasta después de 1992 en que se celebra la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro, cuando México se compromete a atenderla, al menos de manera declarativa, como política pública de primer orden al firmar en ese momento y posteriormente una serie de convenios internacionales como el de Diversidad Biológica, el Protocolo de Kyoto, la Agenda 21 Local, entre otros.

Pero la atención tardía a los asuntos de una saturada agenda ambiental producto de históricos procesos de deterioro de los recursos naturales que sufría el país, en gran parte derivados de la industrialización y el crecimiento demográfico en los espacios urbanos, así como de la ausencia de políticas públicas que promovieran el desarrollo con un enfoque de sustentabilidad, a los mexicanos nos ha planteado nuevos problemas relacionados con la gestión de esos recursos, como sucede con el agua, donde la apertura de espacios a la participación ciudadana es sólo incipiente y se ve influenciada con aquella cultura heredada del viejo régimen, la cual, si no se le pone atención y reorienta con un enfoque democrático y sustentable, puede convertirse en otro ejercicio más de simulación en asuntos públicos como éste.

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