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Del Liberalismo de Ornato al Absolutismo de Facto: ElMito del Constitucionalismo Gaditano

PRÓLOGO BICENTENARIO

Desentendidos de sus deberes para con su pueblo, Carlos IV y Fernando VII prefirieron abdicar ante Napoleón I a cambio de una renta vitalicia y dos palacios en la Compiégne y Valencay en 1808.

Desentendidos de sus deberes para con su pueblo, Carlos IV y Fernando VII prefirieron abdicar ante Napoleón I a cambio de una renta vitalicia y dos palacios en la Compiégne y Valencay en 1808.

ENRIQUE SADA SANDOVAL

"Detestaría menos la tiranía de uno solo que la de muchos; un déspota tiene siempre algunos momentos buenos, una asamblea de déspotas no los tiene jamás".Voltaire

Mucho se ha escrito y tanto más se ha dicho desde que un 19 de marzo de 1812, día de San José, fuera jurada y sancionada en el puerto de Cádiz la llamada Carta Magna que desde entonces, de manera tan unilateral como poco representativa, se pretendía sería la primera en romper el paradigma político del mundo hispánico al implantarse a ambos lados del Atlántico o mejor aún: sobre los restos de lo que fuera en su momento el Imperio Español.

Doscientos años de por medio han transcurrido desde entonces, tiempo suficiente para la gestación de nuevas ideas al igual que para la reflexión madura tanto o más si analizamos la serie de acontecimientos que se han venido sucediendo entre la América Española y la Madre Patria desde entonces. En el primer caso aparecen de inmediato las guerras por la independencia de las naciones latinoamericanas (verificándose todas ellas durante un mismo decenio), los intentos intervencionistas de los Estados Unidos en dichos países desde su inicio, su agitado despertar a la vida independiente, sus revoluciones internas, sus guerras fratricidas con otras naciones vecinas por preservación o expansión de espacio territorial y el establecimiento de instituciones duraderas más o menos propias a su realidad según el caso. En contraparte también la nación española, proclamada como tal por primera vez tras la aparición del código doceañista, ha visto pasar el agua bajo el puente: la vuelta de Fernando VII a instancias del mismo Napoleón, el estallido de las guerras carlistas, la breve instauración de una república de transición, la efímera asunción de la dinastía de Saboya, el restablecimiento de la dinastía borbónica y el colapso final como hegemonía tras la llamada guerra hispanoamericana en donde perdería para siempre sus últimas posesiones de ultramar; recuerdo remanente de lo que fuera su edad de oro como potencia marítima lo mismo que como nación de mayor influencia.

Desde entonces no han faltado los panegiristas, los apasionados de los códigos o los organismos gubernamentales incluso que desde la actualidad y aún mediando ya doscientos años de distancia de los acontecimientos pretenden seguir celebrando la promulgación de dicho texto como si este fuera un auténtico parámetro de progreso que abriera las puertas a las libertades civiles y los derechos humanos tanto en la Europa como en el resto del mundo civilizado, sentando las bases de la Democracia tal y como la conocemos en nuestros días.

Sin embargo, nada hay más errado que eso, pese a la falsa premisa que el oficialismo más rancio se ha empeñado en sostener, sobre todo como elemento homogenizador durante tiempos de incertidumbre política, económica o de franca guerra civil: no, la Constitución de 1812 no fue la primera en hacerse para regir a ambos lados del mar, tampoco fue el germen de los derechos fundamentales en el mundo hispánico, ni sentó las bases de democracia alguna. No abrió las puertas a la libertad de un solo pueblo (empezando por los propios peninsulares) ni mucho menos a la emancipación de la América Española salvo indirectamente en el caso exclusivo de México, y en un sentido muy negativo al que se pretende, como veremos más adelante.

Entre Bayona y Venezuela: las primeras constituciones del mundo hispánico

"Es mucho haber sido simultáneamenteuna gloria nacional, una garantía revolucionariay un principio de autoridad".

François Guizot

Para explicarnos la instauración de la constitución doceañista es indispensable remitirnos por igual tanto al contexto histórico que le precedió así como al momento específico durante el cual este instrumento de control político vio la primera luz, que no es otro sino el Siglo de las Luces: esto es, el tiempo de las guerras napoleónicas y la gesta de las primeras luchas por la emancipación de las naciones hispanoamericanas.

Para el año de 1808, desentendidos los Borbones de su deber para con el pueblo que no aceptaba del todo la incursión de los franceses en el mando, Napoleón I otorgaba a España su primera Constitución desde la villa de Bayona, primer código liberal y representativo que bajo sus auspicios parecía destinado a regir sobre el recuerdo de la que fuera en su momento la gran monarquía unitaria por excelencia cien años atrás. Las talas, pérdidas y mutilaciones que habían eclipsado su esplendor habían iniciado desde el reinado de Felipe IV, cuando el penúltimo de los Austria españoles perdió su dominio sobre el Reino de Portugal lo mismo que su influencia sobre Flandes. Sin embargo, en la mentalidad popular la decadencia quedaba fijamente anclada tras el asenso de Felipe V, Duque de Anjou y nieto de Luis XIV.

El recuerdo de glorias pasadas a la par de las vergonzosas disputas familiares entre el Príncipe de Asturias y Carlos IV hicieron pensar a muchos españoles en la necesidad de un relevo dinástico que en buena parte pudiera hacer pensar en la posibilidad de un nuevo comienzo para el Reino en general, lejos de la decadencia borbonista tan evidente para muchos desde el motín de Aranjuez. De ahí que muchos españoles ilustrados, con la anuencia del mismo Fernando VII, hubieran celebrado el ascenso de José I Bonaparte como el primero de una dinastía que volviera a infundirle nueva sangre y vigor a una España dubitativa entre las glorias de su pasado y la incertidumbre del siglo presente.

De aquí que en el caso de instituciones ilustradas o más concretamente, de constituciones verdaderamente liberales, antes que la gaditana habría que referirse por principio a las dos que en tiempo y forma le precedieron por orden de aparición: la Constitución de Bayona convocada por el gran corso para regir tanto sobre España como en sus dominios de ultramar en 1808, y la Constitución Federal de Venezuela, convocada por la Junta Autónoma de Caracas en 1811.

En el caso de la primera, aunque establecida sobre el modelo imperial francés, ha de reconocerse la participación que el propio Napoleón concedió a los españoles a través de la Junta de Bayona, injerencia que permitió que el texto de la misma contara con algunos elementos nacionales propios que la distinguen de otras cartas otorgadas por el Emperador en reinos como Italia, Nápoles, Holanda, Westfalia o el Ducado de Varsovia.

De hecho, el establecimiento del concepto de Nación soberana aparece inscrito en el texto de dicho Código, concepto que tomaría prestada la gaditana pocos años después. Dicho concepto establece la prevalencia de un nuevo principio desconocido hasta ese entonces que es la noción de Patria como Estado nacional muy por encima de la figura de un Soberano o más aún: de determinada Casa reinante. Se establece también por vez primera la sana división de poderes, reconociendo la autoridad de los gobiernos provinciales y de los ciudadanos que habitan los mismos tanto para decidir como para votar en relación con los asuntos que les afectan o conciernen de manera inmediata.

Como otras innovaciones propias de su texto se establece la figura del Consejo de Estado, se reconoce autonomía e importancia a los reinos y virreinatos tanto en América como en Asia, designándoles una justa proporción de diputados que los representen plenamente ante las Cortes y se instaura también la autonomía del Poder Judicial con sus propios tribunales donde la figura del Rey habrá de designar ciertamente a los jueces que habrán de impartir justicia en los mismos, pero atendiendo a la representación por igual de todos los reinos y provincias del Imperio Español sin discriminar entre peninsulares o americanos.

Otros fundamentos o principios emanados de dicho código es que a través de su lectura se infieren tanto los derechos del hombre libre, enunciados por la Revolución Francesa en su etapa humanista, al igual que el interés por preservar el bien común de los españoles de ambos lados del mundo a quienes se dirigía la misma como una nueva oportunidad para reestablecer el prestigio de una gran nación que había decaído gravemente tanto en su prestigio como en su influencia desde la asunción de la dinastía borbónica a partir del siglo XVIII. En este caso, atendiendo al espíritu de los tiempos también podemos entrever una visión eminentemente liberal tanto como pragmática en los trabajos de las Cortes de Bayona convocadas por José Bonaparte desde el momento en que tanto el nuevo Soberano como sus representantes convocados apelan directamente no al favor de la rancia aristocracia ni al interés de gremios de comerciantes o burgueses que especulaban con la agitación política del momento sino al del pueblo llano en quien reconocen a la Nación española, en aras de procurar el bienestar de todos.

La Carta Magna de Bayona en su carácter institucional acusa influencia tanto del Código Napoleónico como del Derecho Galicano y, por ende, de la Constitución Francesa promulgada en 1791. En su espíritu integral deja entrever que la Soberanía reside y emana más que en la figura del un monarca presente, como el caso de José I, o de una dinastía abdicante, como la Borbónica, en el pueblo a quien se pretende apelar y regir a la vez; estos es, en la Nación Española a ambos extremos del Mundo en aquél entonces. Lo revolucionario en este caso radica en que por primear vez en España y sus reinos se establece desde el Poder mismo el principio de soberanía popular que había sido enunciado claramente por Francisco Suárez quince decenios antes que los enciclopedistas franceses. Se define su forma de gobierno nada menos que como la de una Monarquía parlamentaria bajo un modelo muy similar al sistema inglés, dotada con plena división de poderes en donde aunque se percibe una clara autonomía respecto a los mismos, la figura del rey o del monarca aún se abroga el derecho a intervenir o vetar según las circunstancias lo requieran. En este caso, Parlamento español se establece bajo un sistema bicameral, conformado por el equivalente a Cortes bajo la denominación de Junta Nacional, configurada por diputados o representantes de elección popular junto a una Cámara de Senadores que habrían de ser convocados al menos una vez cada tres años.

Las facultades del Senado tanto como las del Congreso se hallaban limitadas lo mismo por un Poder Judicial autónomo que por la iniciativa personal del mismo Rey quien, en su calidad como representante del Poder Ejecutivo, se adjudicaba la facultad de emitir iniciativas de Ley. El Rey se apoyaba a su vez en la figura de un Consejo de Estado, según el Título VIII de la misma, que operaba a manera de órgano consultivo en materia de buen gobierno respecto a las iniciativas del Soberano en materia legal.

El Poder Judicial, de acuerdo con la Constitución de Bayona, quedaba configurado como un poder autónomo que refrendaba un principio básico del derecho moderno y que no es otro que el que la Justicia se consolidara como competencia exclusiva de los tribunales, con lo cual ratificaba su independencia respecto al poder Ejecutivo, solo delegando en las Cortes la facultad de iniciar procesos con la anuencia de jurados, según lo dispuesto en el Artículo 106. Bajo lo anterior se enunciaba también la instauración consecuente de los respectivos códigos civiles, penales y de comercio con los que se habrían de establecer límites jurídicos según la necesidad y el caso.

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