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¿Valdría la pena contarlas?/Addenda

Germán Froto y Madariaga

Nuestras vidas están marcadas por hitos, fechas, acontecimientos trascendentes, aniversarios y conmemoraciones.

En mi caso personal, este mes se cumplieron diez años de haber llegado a Saltillo en esta segunda etapa que ha sido la más prolongada. La primera está enmarcada en los años del ochenta y cinco al ochenta y ocho. Tres años más que se pueden acumular a estos diez y que en conjunto suman no sólo una buena cantidad de años, sino lo que es más importante un cúmulo de experiencias personales, políticas y profesionales que quizá valdría la pena recopilar en algún texto.

Durante todos esos años he ido a Saltillo y regresado a Torreón prácticamente cada semana. Porque no obstante que mi estancia en la capital del Estado ha sido muy grata y en esa ciudad tengo muchos y muy buenos amigos, mi vida, mi familia y los amigos a los que he querido y cultivado durante mucho más tiempo están aquí.

Aquí también está mi origen y razón de ser. Aquí yacen los restos de los seres queridos que se me adelantaron en el retorno al Padre.

Es por todo eso que desde un principio opté por ir y venir. Afrontando riesgos, acumulando cansancios y tristezas. Pero también, grandes alegrías y, como digo, experiencias muy interesantes todas ellas salpicadas de anécdotas y conocimientos poco comunes.

Tengo los elementos y datos necesarios para escribir sobre los acontecimientos y vivencias más importantes de ese tiempo e impulsado por la “bendita manía de contar”, como diría Gabriel García Márquez, pienso que podría hacerlo. Aunque sólo fuera para ordenar mis propios recuerdos.

Fue en enero de 1994, cuando llegué por primera vez al Tribunal Superior de Justicia para integrar la sala Colegiada Civil y Familiar, junto con Francisco Cárdenas Elizondo y Magdalena Sofía Flores Rodríguez.

Pero esa primera experiencia judicial me duró tan sólo seis meses, pues en junio de ese año fui propuesto por el Partido Revolucionario Institucional para competir como candidato a diputado local por el Octavo Distrito de Torreón. Acepté la nominación con la inconsciencia propia de quien no tiene noción de lo que significa realizar una campaña electoral en un tiempo en que las cosas ya empezaban a cambiar y conseguir el voto ciudadano no era tarea fácil.

Esa campaña estuvo salpicada de osadías, como la de aceptar cuanto debate político se me propuso aún contra las instrucciones precisas del directivo estatal del Partido que en esos años consideraba que acudir a esos debates era hacerle el caldo gordo a la oposición.

Aquellas campañas para diputados locales corrieron junto con la de Presidente de la República y las de senadores y diputados federales.

Ernesto Zedillo fue el candidato a la Presidencia. Melchor de los Santos y Francisco Dávila a las senadurías. Y Manlio Gómez Uranga y Salvador Hernández Vélez, a las diputaciones federales. De los dos últimos aprendí algunas formas de hacer campaña tanto en el medio urbano como en el rural y ambos apoyaron sin reservas la modesta campaña que me llevó al Congreso Local, al que llegué en octubre de ese año de 94.

La experiencia en el Congreso fue de un valor inimaginable para mí. Uno, como abogado, cree saber cómo funciona un Congreso estatal y en determinado grado es cierto. Pero ignora la esencia de lo que es la vida del Poder Legislativo, que sin duda es la negociación parlamentaria.

Arrastrar el lápiz para elaborar proyectos de Ley y negociar esos proyectos con los diputados de otros partidos, así como con los secretarios del Ejecutivo o el Procurador de Justicia, no es nada fácil, pues la tarea es ardua y algunas veces incomprendida.

Sin embargo, el Congreso ofrece a cambio una rica experiencia cuando uno se decide a participar de lleno en sus tareas, lo que a la vez permite aprender de otros diputados y sobre todo, entablar amistades perdurables.

En junio de 95 asumí la aún más difícil tarea de desempeñar el cargo de presidente de la Gran Comisión del Congreso, lo que me llevó a intensificar la negociación parlamentaria y la producción legislativa. En tan sólo dos años dos meses que duró la LIII Legislatura, pues fue aquélla una etapa de transición en la que se redujo el término normal de tres años a esos dos años dos meses, con el apoyo de todos los diputados se emitieron diez leyes completas, de las cuales cuatro se originaron en el Congreso y el resto en el Ejecutivo.

Además, también como propuestas de ciertos diputados, algunas recogidas como inquietudes de la sociedad, se hicieron ciertas Reformas de leyes, de las cuales las más importantes fueron las relativas al patrimonio de familia, a la adopción plena y a trasplantes de órganos.

Esta etapa del Congreso, como es natural, estuvo plagada de interesantes anécdotas y hechos insólitos verdaderamente dignos de contarse, pues en el servicio público muchas veces las cosas no son como se ven desde fuera.

La legislatura terminó en diciembre de 96 y en enero del año siguiente me hice cargo de la Dirección General de Gobierno y Asuntos Jurídicos, en el Poder Ejecutivo durante la gestión del doctor Rogelio Montemayor.

Esa dirección es en gran parte el soporte jurídico del Ejecutivo y un obligado enlace con los Ayuntamientos. Me tocó desempeñar ese cargo durante el tiempo en que diez municipios del Estado quedaron en manos de otros partidos. Nueve de ellos, los más importantes, fueron ganados por el Partido de Acción Nacional y uno (Ocampo) por el de la Revolución Democrática.

Interesantísima resultó también esta tarea por el tiempo y las circunstancias que privaban.

Sin embargo, la vida da muchas vueltas y para abril de 99 fui invitado por el profesor Humberto Dávila Esquivel para integrar con él una fórmula que compitió por la Presidencia y la Secretaría General del PRI en el Estado. Esta directiva tuvo a su cargo, en coordinación con las estructuras de los candidatos, todas las campañas políticas de aquel año en las que se jugaron: la gubernatura, treinta y ocho municipios y veinte diputaciones. Todas las fichas estaban apostadas en la mesa de juego.

Recorrer todo el Estado en campañas permanentes y negociar la integración de las planillas para los Ayuntamientos, fueron también experiencias inolvidables.

Una vez que se realizaron las elecciones, en las que el PRI ganó la gubernatura, treinta y cinco Ayuntamientos y diecinueve diputaciones, el destino me llevó de nuevo, como Magistrado, a la Sala Civil y Familiar del Tribunal Superior de Justicia. Una experiencia más, junto a otras personalidades, pero ahora bajo la presidencia de Ramiro Flores Arizpe. Un hombre de grandes capacidades y un excelente amigo.

A vuelo de pluma, es ésta la historia de los últimos diez años de mi vida a los que quizá bien se podrían añadir las experiencias de los tres en la secretaría general de la Universidad Autónoma de Coahuila y otros tantos como secretario del Ayuntamiento de Torreón, bajo la presidencia de Heriberto Ramos Salas.

¿Valdría la pena contar esas experiencias? He ahí la pregunta a responder.

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