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EL AMULETO DE LA BUENA SUERTE

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POR LUIS CARLOS DE LA O ROBLEDO

Llegó con un aire de suficiencia que se notaba de inmediato. De entrada comentó que él acudía al consultorio empresarial más por curiosidad que por falta de conocimientos o experiencia. Un amigo de él, empresario también, le había platicado de los resultados obtenidos en su empresa.

Don Enrique era un empresario reconocido en la comunidad. Con más de 25 años dedicándose al negocio de tintorería, había logrado que todos sus hijos pudieran estudiar una carrera universitaria en una institución privada de gran prestigio.

Con un gran esfuerzo y dedicándole a sus negocios toda la atención posible, había logrado reunir un buen capital y hacerse de un reconocido prestigio como empresario trabajador y honesto.

A sus cuatro hijos les dio carrera universitaria. Una vez egresados, y ya liberado del gasto de colegiaturas y más que todo motivado por su compadre Alberto, también empresario como él, se inscribió en el Club Campestre de la ciudad, además de participar en uno de los clubes sociales más prestigiados de la comunidad y en un patronato de obras sociales. También le dedicó más tiempo a labores altruistas y de representación empresarial.

Cuando empezó a practicar el golf se aficionó tanto que prácticamente cambió su forma de vida. Y de trabajo. Se organizó de tal manera que su rutina era la misma todos los días. Por principio de cuentas, contrató a un gerente y de esta manera, pensó, podía dedicarle más tiempo a su nueva afición. Por las mañanas, desayunaba en uno de los restaurantes más concurridos de la ciudad con un grupo de amigos, donde comentaba con otros jugadores de golf las incidencias del juego del día anterior. A media mañana acudía a su negocio para supervisar su funcionamiento. A mediodía regularmente comía con su esposa en el restaurante del club, para luego dar una caminata saludable y aprovechar para hacer algunos tiros de golf. Ya para las cinco de la tarde nuevamente acudía al negocio para ver cómo iban las cosas y se regresaba al club para jugar su acostumbrada salida de las seis. En ocasiones, ya por la noche, acudía a la tintorería para verificar que todo estuviera bien.

Su desahogada posición económica le había permitido darse esos pequeños lujos que decía, eran merecidos por haber trabajado tanto.

Sin embargo, había un detalle. De pronto su negocio había empezado a declinar. Se perdieron clientes y disminuyeron las ventas, se incrementaron las quejas, disminuyeron las utilidades e iniciaron los problemas de liquidez, además de otros problemas menos importantes.

Basado en su gran experiencia buscó la solución a sus problemas. Entre otras cosas intentó lo siguiente:

1) Le encargó al gerente que tuviera una atención personalizada como el mismo Don Enrique había tenido anteriormente.

2) Buscó a un experto en mercadotecnia para que le diseñara una campaña de publicidad.

3) Instaló cámaras de seguridad para que a través de Internet pudiera estar al pendiente de lo que pasaba en la tienda.

4) Contrató radios y teléfonos celulares para estar en contacto permanente con los directivos y empleados.

5) Contrató a un experto en atención a cliente para que realizara una encuesta de satisfacción y que diseñara y ejecutara una campaña de atracción de clientes.

Sin embargo, el gran problema es que la tendencia de la empresa no repuntaba. Las ventas seguían cayendo, la liquidez estaba en un punto crítico. Era obvio que requería ayuda profesional.

En una plática con un amigo empresario supo del consultorio empresarial y fue entonces que acudió. Más obligado por las circunstancias que convencido de utilizar los servicios, solicitó un diagnóstico de su empresa.

Al realizar el diagnóstico, el consultor detectó la problemática. Sufría una de las principales enfermedades que agobian a las empresas de la Región Lagunera. Descuido o falta de atención del empresario. Sólo que había un detalle. Cómo decirlo al empresario sin que se sintiera ofendido o atacado.

Aprovechando algunos detalles que se habían presentado en la empresa como fallas en la energía eléctrica, un pequeño incendio que no pasó a mayores, accidentes automovilísticos a repartidores, un pleito entre dos empleados de lavandería, extravío de algunas prendas, problemas con inventarios, etc., y sobre todo a la influencia que ejercía la asistente personal del Empresario, una mujer entrada en años, y que era una apasionada de la lectura del Tarot y otras prácticas esotéricas, le informamos al empresario el resultado: su empresa estaba pasando por el "periodo de salación o mala suerte", y que para su consuelo, era una enfermedad que aquejaba a muchas empresas.

También le informamos que teníamos la solución a ese mal. El amuleto de la buena suerte. Era un pequeño morral con el tamaño y la forma de una nuez, amarrado con un pequeño pedazo de hilo de colores fosforescentes.

Ya se imaginarán el ataque de risa del empresario. Una vez controlado, muy serio, Don Enrique cuestionó el profesionalismo del despacho y las conclusiones del trabajo. Sin embargo, dado los resultados que había obtenido últimamente su negocio y que ninguna estrategia utilizada anteriormente había logrado resultados siquiera aceptables, pero sobre todo por la insistencia de su colaboradora de aceptar la conclusión del despacho de asesoría, y de que nada se perdía con intentar la solución, Don Enrique aceptó poner en práctica la solución sugerida: Utilizar el amuleto de la buena suerte durante seis meses. Ni un día más ni un día menos.

Pero había ciertas labores que debía realizar diariamente, sin fallar un solo día:

1) Cada mañana antes de abrir el candado de la puerta principal de la empresa, debía tomar el amuleto con la mano derecha y dibujar una cruz con él antes de abrir dicho candado.

2) A media mañana, debía tomar el amuleto, dibujar una cruz en el aire y recorrer todas las áreas de su negocio con el amuleto en la mano derecha.

3) A medio día, a la hora de cerrar, con el amuleto en la mano derecha, debía dibujar una cruz sobre el candado antes de cerrarlo.

4) Antes de abrir por la tarde, nuevamente debía pasar el amuleto y dibujar la acostumbrada cruz sobre el candado antes de abrirlo. Obviamente debía ser con la mano derecha.

5) Y por la tarde, antes de cerrar el local, debía dibujar la cruz en la puerta principal siempre con el amuleto en la mano derecha. Luego debía poner el candado principal. Y que no se le olvidara dibujar la cruz sobre el candado.

Sólo había un detalle. El amuleto era personalizado. Funcionaba sólo con él. Con nadie más. Y además no debía, por ningún motivo, abrir el amuleto en los seis meses siguientes.

De mala gana aceptó Don Enrique hacer la prueba. No pierdo nada con intentarlo, dijo, no muy convencido.

Siguiendo las instrucciones... pasó el tiempo y para su sorpresa, las cosas empezaron a cambiar.

Al mes de iniciado el trabajo, la liquidez se empezó a recuperar. A los dos meses, las ventas no sólo se recuperaron, sino que se incrementaron. La atención al cliente mejoró.

A los tres meses, Don Enrique tuvo la tentación de abrir el morral, pero al ver los buenos resultados se contuvo. A los cinco meses nuevamente la empresa era líder en el ramo.

A los seis meses cumplidos don Enrique ansiosamente abrió el morral, pensando encontrar algún material raro, brebaje o hierbas que se utilizan en ritos especiales. Sin embargo para su sorpresa sólo había un pequeño papel con un garabato que decía. "AL OJO DEL AMO, ENGORDA EL CABALLO".

Agradezco su atención y nos leemos la próxima semana, D.M. Espero sus comentarios

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