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La manía interpretativa

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Antonio Álvarez Mesta

En la película De vuelta al colegio (Back to School, 1986) un empresario millonario, Thornton Melon, encarnado por el actor Rodney Dangerfield, está inscrito en una universidad de prestigio y debe escribir un ensayo sobre la obra del novelista Kurt Vonnegut. El empresario no sabe de literatura, pero le sobra el dinero y contrata nada menos que a Vonnegut para que le haga el ensayo. La maestra de literatura le da una nota reprobatoria, porque evidentemente no es un trabajo suyo, y le dice algo sorprendente: “Quien quiera que sea la persona que haya escrito este ensayo no tiene ni la menor idea de la obra de Kurt Vonnegut”. Lleno de furia el empresario llama al escritor para reclamarle por no conocer su propia obra y le dice que mejor contratará a Robert Ludlum. El caso es que el verdadero Kurt Vonnegut aparece en esa película. Y que el galardonado autor de obras tan memorables como Matadero cinco, Cuna de gato y Hocus Pocus actúe en ella es tan sorprendente que equivaldría a que Octavio Paz saliera como patiño de Eugenio Derbez o de Adal Ramones.

Más allá de lo manejado en cintas cinematográficas con propósitos cómicos, merece atenderse esta cuestión: ¿Acaso hay estudiosos que conocen mejor las obras literarias que sus propios autores? Tal tesis no debe desecharse de inmediato; amerita ser considerada y hay gente muy talentosa como don Miguel de Unamuno que la suscribe. Para ese filósofo y literato bilbaíno, que fue rector de la Universidad de Salamanca, existen lectores que conocen la obra del Quijote mejor que el mismísimo Cervantes.

Gabriel García Márquez en su artículo La poesía al alcance de los niños, publicado en el periódico El Espectador el 25 de enero de 1981, arremete contra los profesores de literatura que en todo texto literario buscan simbolismos especiales y que pervierten el gusto de sus alumnos al imponerles las más disparatadas interpretaciones. En ese mismo artículo, el Gabo refiere la anécdota en que participó su hijo Gonzalo quien al presentar un examen de literatura en una universidad estadounidense, le fue preguntado el simbolismo del gallo en la novela El coronel no tiene quien le escriba. Gonzalo, fiel hijo de su ocurrente padre, respondió que era “el gallo de los huevos de oro” y obtuvo una pobre nota. En cambio los alumnos que simplemente repitieron la respuesta dada en clase sacaron calificaciones altas. Su sabiondo profesor les había compartido como si se tratara de una suprema revelación que el gallo simbolizaba la fuerza popular reprimida. Asombrado al enterarse, Gabriel García Márquez declaró que el gallo simplemente era un gallo. A lo largo de los años ha reiterado su firme oposición a la manía interpretativa de infinidad de académicos que a menudo termina en la consagración de disparates.

Si los academicistas invariablemente actúan como si supieran más de las obras que sus autores, ¿qué le queda a los simples lectores? Su contacto fresco y sin prejuicios con los libros y otras obras artísticas es juzgado como una aproximación ingenua. Los academicistas siempre descalifican a quienes no comparten sus sesudas exégesis.

Por supuesto, las interpretaciones son necesarias y nada malo hay en interpretar textos. El trabajo académico a profundidad requiere de la hermenéutica, que es el arte de la interpretación. Lo que sí hay que combatir decididamente es la imposición de interpretaciones, la falacia de sólo hay una manera de captar el significado profundo de una obra.

En la película La sociedad de los poetas muertos (Dead Poet Society, 1989) el profesor John Keating, representado por Robin Williams, anima a sus alumnos a arrancar de su libro de literatura un ensayo del academicista J. Evans Pritchard, Ph.D., pues éste tiene la ridícula pretensión de enseñarles la única forma correcta de comprender la poesía. El profesor les advierte que están librando una batalla, de hecho, una guerra, en que las bajas pueden ser sus corazones y sus almas. Tiene razón: nos perdemos a nosotros mismos cuando se reduce la vida a la academia.

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