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Más Allá de las Palabras / Nostalgia de Dios

Jacobo Zarzar Gidi

La Última Cena fue pintada por el gran artista italiano Leonardo Da Vinci (1452-1519) y el tiempo que le llevó completar su obra fue de siete largos años. La figura representa a los doce Apóstoles y a Nuestro Señor Jesucristo, todos ellos plasmados en el lienzo, utilizando modelos de personas vivas.

Cuando Leonardo decidió hacer su espléndida obra, el modelo que le serviría para la pintura de Nuestro Señor Jesucristo fue buscado primero. Cientos y cientos de hombres jóvenes fueron cuidadosamente vistos y analizados en un gran esfuerzo por encontrar el rostro más adecuado que expusiera una personalidad muy especial que irradiase espiritualidad, candor, inocencia, fuerza, belleza física, sentimientos nobles, pureza de pensamiento y de alma, ausencia de odio y carencia de cicatrices anímicas, que son signo de disipación causada por el pecado.

Finalmente, después de varias semanas de laboriosa búsqueda, un joven de diecinueve años de edad fue seleccionado como modelo para plasmar los rasgos del rostro de Cristo, y durante varios meses, Da Vinci trabajó en la producción del principal personaje de su famoso cuadro. (El escritor Bandello relata que Leonardo jamás estuvo completamente de acuerdo con el modelo que finalmente escogió para el rostro de Cristo, pero lo tuvo que aceptar, porque consideró que entre los seres humanos era imposible encontrar a alguien que reflejase fielmente la verdadera santidad del Mesías).

En los siguientes seis largos años, Leonardo continuó con esmero y dedicación la sublime obra de arte. Fue adecuando a todas las personas que fueron seleccionadas para representar a cada uno de los once apóstoles, dejando para el final de su obra maestra un espacio a la izquierda para plasmar la figura que representa a Judas Iscariote -el Apóstol que traicionó al Señor por treinta monedas de plata-.

Por semanas, Leonardo buscó incansablemente en los peores barrios de la ciudad a un hombre que representase a Judas. A un maleante de rostro insensible y cruel, a un desobligado para sus deberes más elementales, al peor de los seres humanos. Que tuviese un semblante nefasto de mirada torva, marcado por las cicatrices de la avaricia, el engaño, la hipocresía y el crimen.

Una cara que pudiese delinear el carácter de alguien dispuesto a traicionar a su mejor amigo. Después de muchas desalentadoras tentativas, el gran pintor de aquella época recibió la noticia de que un hombre con dichas características se encontraba encerrado en el calabozo de una prisión de la capital italiana, sentenciado a muerte por haber cometido un terrible crimen. Da Vinci hizo el viaje a Roma, y por sus influencias, consiguió que dicho individuo fuese de inmediato sacado del oscuro calabozo de la cárcel.

A petición suya, los guardias lo colocaron bajo la luz del Sol para que el famoso artista mirase con detenimiento los rasgos físicos y la personalidad del asesino. En ese sitio, Leonardo observó cuidadosamente su semblante, los cabellos sucios que estaban desaliñados, su rostro gastado por las fechorías cometidas, su mirar esquivo -tratando de esconder los peores pensamientos-, y sus rasgos faciales que permitían imaginar con facilidad la maldad de su alma dispuesta a traicionar sin titubeos a toda persona que le otorgase la menor de sus confianzas.

Al fin, el famoso artista había encontrado a la persona adecuada para que representase en su pintura, el espíritu, la maldad, el físico y el carácter de Judas. Obteniendo un permiso especial del rey, este prisionero fue trasladado a Milán donde el lienzo estaba siendo pintado. Allí, durante varios meses, el condenado a muerte se sentó frente al artista para que este plasmara en la pintura las características básicas del traidor que vendió al Señor.

Poco a poco fue apareciendo un Judas Iscariote sujetando en su mano derecha una bolsa de cuero que contenía las treinta monedas de plata con las cuales entregó al Hijo del hombre. Al dar su última pincelada, Leonardo volteó a ver al guardia y le dijo: ?He terminado. Puedes llevártelo de nuevo al calabozo de Roma??. Cuando el vigilante sujetó del brazo al reo para colocar en sus manos las cadenas, este repentinamente se zafó de ellas, y rompiendo el silencio que había conservado fielmente durante el tiempo que sirvió de modelo, corrió hacia el pintor.

Con lágrimas en los ojos le dijo: ?Oh, Da Vinci, mírame, ¿acaso tú no sabes quién soy yo??? -No, yo jamás te había visto antes de que te visitara en el calabozo. ?¡Oh Dios mío!, ¿tan bajo he caído??? ?Mírame otra vez, mírame bien, yo soy aquel hombre que te sirvió de modelo hace siete años para personificar la figura de Jesucristo??.

Esta historia nos relata un suceso por demás interesante y aleccionador que ocurrió durante la elaboración de la famosa pintura, que llegó a ser considerada como una de las más grandiosas del mundo. El dramático acontecimiento nos enseña las consecuencias terribles que se producen al tomar un camino moralmente equivocado.

Los seres humanos estamos siempre al pendiente de cuidar la salud de nuestro cuerpo, pero descuidamos el espíritu. Observamos los estragos que hacen las enfermedades, pero no analizamos el deterioro que sufrimos de un año para el otro al permitir que en nuestra alma reine el pecado. Los pensamientos que en el ayer fueron transparentes y limpios, en la actualidad se ven turbios y se encuentran cada vez más lejos de su pureza original.

La nostalgia de Dios que sentimos, es señal de lo mucho que nos hemos alejado de sus enseñanzas, y nuestra conciencia lo reclama. Al condenado a muerte de nuestra historia no le dolían tanto los castigos que sufría en la cárcel y la futura privación de la vida. Sus lágrimas brotaron cuando se dio cuenta de todo lo que había cambiado para mal.

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