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El lastre definitivo

Relatos de Andar y Ver

ERNESTO RAMOS COBO

Algunas noches intento escribir en esa librería cercana. Llego a ella, como quien acude indeciso sin boleto a una estación de trenes, y acomodo mis cosas en la primera mesa disponible. Dejo mi portafolios en el suelo, perro negro amarrado al tobillo, un algo que contiene mi computadora y que temo perder. Un algo que adopta condición de ancla. Una atadura que palpo tranquilo ocasionalmente con la punta del pie, mientras estas líneas escribo.

A mi lado un policía silencioso da vueltas en redondo. Vigila que nadie de incógnito se robe un libro. Que nadie embarre ungüentos en la repisa del fondo. Que nadie saque a relucir los cigarrillos sospechosos. Pero aquí nadie repara en él, y la música alta y cada quien su historia. Yo escribo estas líneas y otros leen. Es este un sitio de verdaderos asiduos (eso creo). No andan por aquí los perdonavidas. No hay ociosos solitarios en busca de la chica de gafas negras. Los falsos personajes que fingen hojear con otros propósitos.

Aquí se cree -sí, esa es la palabra-. Incluso es posible olvidar el lastre de realidad atado al tobillo. Y perderse en los collares, los aretes, los dedos blancos y tersos dando vuelta a la página, mientras la mano se apoya entera en su cabeza, como si fuera un diseño escandinavo, esa chica frente a mí de mechón dorado, parece el labio más carnoso y sano de la comarca. Pausa. Se cruzan de pronto nuestras miradas. Y ella regresa a su página ahora, con un gesto más duro, ya distraído, incómoda, volteando a los lados con cualquier ruido de acomodador de libros, mientras yo finjo escribir. Es claro que le molestó mi mirada insistente. Y deja sus libros y se marcha.

No me importa. Divago y reconozco un tumulto en el cuarto contiguo. Alguien me explica que es noche de danza, y debilitado camino con el portafolio negro allí colgado y amarrado al pie, y me siento a ver bailar a una chica de blanco. Básicamente en el escenario había un cilindro de hilos blancos. Un iluminado espacio donde ella yacía sentada en el centro de una silla, enredada entre hilos. Contorsionándose deseaba zafarse. ¡Deseaba zafarme! Ella acostada en la silla de hilos deseaba sentarse. Ella sentada en la silla de hilos deseaba acostarse. Amarrada al cuello con los listones blancos deseaba zafar su pie, desamarrar el cuello, desamarrar el tobillo y voltear a un lado. Las contorsiones de su pie eran punta, bastión, pétalo, lanza. Anhelaba marcharse.

Terminó por arrancarse la ropa, liberarse de todo, desaparecer de pronto al terminar su danza. Yo proseguí casi cojeando frente al mismo oleaje. Pensando la forma de abordarla porque de tan de buen ver no había sustantivos. Buscando un comentario sobre su actuación, algo diferente al generalizado que suscitara interés

Orgulloso de mi discurso me fui a sentar en las escaleras del fondo. Estratégicamente ubicado cerca de la salida obligada. Buscando provocar otro encuentro.

Algo debió haber tenido la ubicación o el discurso o cualquier cosa. Porque después llegó otra chica con un ver bastante desmejorado. Fea. Y me dijo: Gracias por venir. Y le dije: De nada. Y me dijo: Soy la creadora de la pieza. Y me dijo: Nos formamos en Danza Contemporánea. Y me dijo: Son difíciles las definiciones. Y le dije: cualquier cosa, distraído por la chica de blanco que abandonaba el establecimiento. Que guardaba sus cosas en una cajuela con aire de pereza. Entre hondonadas de aire. Luciérnagas incluso. Un frío lento y llovizna que empezaba a golpear los cristales del techo. Lentamente guardando sus cosas. Marchándose. Yéndose.

Me quedé allí sentado por minutos, y después decidí regresar a escribir estas líneas. Consciente que el depredador de librerías es el ser más atorrante de la existencia. El desoriginal último. El farsante de entraña. En burla de sí mismo para sentirse poco menos mentira. Ja ja ja. Muchacho dependiente. Longevo y sindicalizado. Uno más en la legión de los sinquehaceres. Un perdido atado al lastre. Durmiendo en catre de arena.

Por la mañana busqué sin encontrar por ninguna parte el portafolio maldito. Menos mal.

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