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Una papa caliente

Gilberto Serna

han pasado casi diez años desde que los mexicanos nos enteramos de la aparición de un grupo armado en el sur de la República. Hubo balazos, a consecuencia de los cuales murieron indígenas que hicieron frente a miembros del ejército con rifles de madera. En ese lapso, como una manera de evitar que calara en nuestras conciencias, preferimos ignorar que existían seres humanos marginados.

Apenas el Gobierno actual tomó las riendas pretendió resolver el problema que estos indios rebeldes representaban. Los dejó hacer una gira, sin molestarlos en lo más mínimo, en la espera de sentarlos a su lado. No ocurrió así. Un hombre carismático con una pipa colgando de sus labios y cubierta su cara con un pasamontañas se dio el lujo de despreciar reiteradas invitaciones. Dijo, con la más mala leche que haya dado vaca alguna, que si el Presidente quería verlo le enviaría un retrato, pero se negó tan siquiera a celebrar una breve entrevista y a darse un apretón de manos con el jefe de Gobierno.

Ese grupo de sublevados fue recibido en uno de los salones del edificio que ocupan los diputados federales. La prensa, tanto nacional como extranjera, se ocupó de reseñar con datos, pelos y señales los pasos que dieron los alzados quienes ocuparon un espacio territorial en la ciudad de México donde eran dueños y señores. Nadie pasaba si no se lo permitían. Daba la impresión de que el Gobierno cedía su autoridad en esos ámbitos. Desde entonces se veía venir lo que en estos días está pasando, de lo que hablaremos líneas más adelante. Eran muchos los rostros que andaban cubiertos. La caravana se retiró, no sin cierta insolencia y petulancia, mostrando un profundo desdén a las autoridades, yéndose por estrechos caminos a su refugio en la montaña. Desde entonces poco o nada se sabía de las andanzas de estos insurrectos. Las noticias en los medios de comunicación escasearon hasta que el público hizo de cuenta que no existían, por lo que la vida siguió su curso con la única novedad de un nubarrón que obscurecía la dicha de vivir en paz. En nuestros bolsillos empezó a escasear el dinero, no había empleo para las nuevas generaciones y muchos de los que lo tenían estaban perdiéndolo.

La pesadilla de una recesión empezó a revolotear por encima de nuestras cabezas para, al poco tiempo, aposentarse en nuestro entorno. En las aceras de muchas casas de nuestro vecindario empezaron a aparecer sillas, mesas, ollas y sartenes, de valerosas amas de casa saliendo en ayuda de sus desempleados maridos, convirtiéndose en el sostén económico de sus familias. La delincuencia se apoderó de las ciudades y los ciudadanos en rehenes de sus estropicios. El Gobierno, mientras tanto, se mantiene ajeno al problema aplicando aquello de laissez faire, laissez passer, máxima de la escuela de los fisiócratas, fundada por el francés Francisco Quesnay (1634-1719).

Y sucedió lo que tenía que suceder. Para nadie, excepto para el Gobierno, ha sido una sorpresa. El EZLN, Ejército Zapatista de Liberación Nacional, cuyo silencio daba la impresión de que era una organización muerta y sepultada, está dando signos de que sigue en la lucha armada asomando la cabeza por entre la maleza para, en una actitud desafiante, decirle al Gobierno que su movimiento se reestructura para lo cual desaparecerán los Aguascalientes para dar paso a los Caracoles y a Juntas de Buen Gobierno. Sobra decir que esto no es otra cosa sino una invitación a la anarquía.

Las causas que dieron origen a su declaración de guerra contra el Gobierno, después de casi diez años, continúan presentes. En la actualidad son pocos los que ignoran que el asunto de la pobreza ancestral de los pueblos indígenas no tiene para cuándo solucionarse. No solamente no se han resuelto añejos problemas sino que con el paso del tiempo se han ido recrudeciendo.

El proceso de paz y reconciliación en Chiapas resultó un fiasco. Los acuerdos de San Andrés Larráinzar suscritos con el Gobierno Federal, a través de la Comisión de Concordia y Pacificación, el 16 de febrero de 1996, a posteriori se dejaron en manos de políticos que se encargaron de diluir el compromiso gubernamental en el Congreso de la Unión. El Presidente de la República le rezaba a todos los santos para que los rebeldes se quedaran en la selva, tapándose los ojos para no ver lo inevitable. Para su conocido talante, recuérdese los machetes de Atenco, le hubiera gustado entregar a su sucesor esa papa caliente. Ahora, la pregunta que flota en el ambiente es: ¿habrá violencia?

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