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Honduras, el dilema de la democracia

JULIO FAESLER

El presidente de Honduras José Manuel Zelaya Rosales fue relevado manu militari de su cargo el pasado domingo por la madrugada. Tegucigalpa y San Pedro Sula han quedado en la confusión completa presas de choques callejeros. Los sectores populares defienden al presidente depuesto por los militares que siguieron órdenes del Congreso y de la Suprema Corte, mientras que las clases más influyentes del país respaldan la interrupción del Gobierno y la instalación de un nuevo presidente.

El presidente Interino, Roberto Michelitti, designado y ungido por el Congreso declara contra toda realidad y evidencia que, gracias a las comunicaciones modernas están a la vista de todo el mundo, que no ha habido Golpe de Estado sino una transmisión constitucional del Poder del Ejecutivo. Aclara que no ejercerá el poder sino hasta el término del mandato constitucional de Zelaya y que vigilará la celebración de las elecciones programadas para noviembre de 2009.

La explicación que se da del inusitado despido del presidente es que éste, infligiendo la Constitución, convocó a un plebiscito el domingo pasado que tenía por objeto consultar al pueblo si estaba conforme con que se le consultara en las elecciones de noviembre próximo si estaría o no de acuerdo con la convocatoria de una asamblea constituyente que modificara la Constitución para permitir la reelección presidencial, lo que hasta estos momentos está tajantemente prohibida.

Zelaya, a su vez había explicado, que, de aprobarse la moción, reuniría a un grupo de abogados para redactar un proyecto de reformas constitucionales que incluyera la reelección presidencial

La intensidad de la crisis puede medirse con la severidad con que la Constitución hondureña blinda al país contra el peligro de nuevas dictaduras como las que en épocas pasadas aherrojaron al pueblo, muchas veces cumpliendo intereses de las grandes compañías bananeras como la United Fruit, la Cuyamel Fruit, o la Standard Fruit lo que le mereció al país el denigrante mote de "república bananera".

Zelaya Rosales ascendió a la Presidencia hondureña con un estrecho margen de triunfo en las elecciones del 17 de noviembre de 2005, en las que su partido, el Liberal de Honduras obtuvo 62 curules en la Asamblea Nacional de 128 miembros. Su gestión ha sido por esto mismo muy comprometida especialmente porque a medida que avanzaba el tiempo la influencia de régimen de extrema izquierda como el de Hugo Chávez de Venezuela, Rafael Correa de Ecuador, Evo Morales de Bolivia o de su vecino Daniel Ortega de Nicaragua fue enajenándolo cada vez más de los centros de poder económico del país.

La relación que se estrechaba con dichos gobiernos antiempresarialistas ya había inscrito a Honduras en el esquema de integración ALBA preconizada por Chávez, líder del Socialismo Bolivariano, intensamente antinorteamericano, que pretende extender a todo el continente.

La alarma de los importantes grupos financieros ante lo que venían percibiendo como una clara tendencia hacia una presidencia autoritaria cuyo ejemplo es la de Hugo Chávez llegó a su máximo con la iniciativa del plebiscito que debía hacerse el domingo pasado de cuya intención reeleccionista nadie dudó. El consejo de obispos hondureños también se unió a la preocupación y emitió una alerta al pueblo instando a la abstención y al respeto de las instituciones constitucionales vigentes.

La legitimidad constitucional de la Presidencia de José Manuel Zelaya no estaba en duda. Su propuesta de plebiscito que se respaldaría con una movilización arrolladora de masas fue el detonador. El 70% de la población vive en la pobreza extrema y su apoyo a las intenciones de Zelaya, campeón antiimperialista, era indudable.

La violenta deposición de Zelaya se realizó el pasado domingo 28 de junio de manera flagrante y cruda por los militares quienes lo trasladaron por avión a San José Costa Rica. La totalidad de los presidentes latinoamericanos, incluyendo el de México, la Unión Europea y el presidente de los Estados Unidos, reunidos en Managua condenaron instantáneamente este atraco a un presidente constitucionalmente electo.

Estos antecedentes plantean a nuestro Gobierno dilemas inesperados. Por mucho que México procure una absoluta neutralidad en asuntos internos de otros países, proclame el principio de no intervención en ellos y declare su apego a la Doctrina Estrada, la posición asumida colectivamente por todos los países que tienen alguna vinculación con América Latina, contradijo diametralmente estas clásicas formulaciones del quehacer diplomático de nuestro país.

La corresponsabilidad internacional en la defensa de los principios de la democracia aparece como un elemento actuante en el escenario de las relaciones internacionales modernas. Este hecho es en sí trascendental por afectar las normas de nuestra práctica diplomática.

Hay, empero, un elemento de innegablemente inmediato que se presenta. Con la unánime respuesta en defensa del presidente Zelaya resulta que posiciones políticas e incluso ideológicas de izquierda, no sólo moderadas sino francamente extremas, contrarias a las de muchos países signatarios de la repulsa colectiva salieron lúcidamente fortalecidas en esta primera etapa de un problema que promete complicarse.

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