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Salvador Barros

Stalin y sus temibles virtudes “Koba, El Terrible’’

La polémica biografía del dictador soviético, escrita por Martín Amis, retrata la personalidad despiadada y tortuosa del líder, y denuncia el manto de silencio que los intelectuales progresistas tendieron sobre las atrocidades del régimen comunista.

Merced a libros como El Gran Terror (1968), de Robert Conquest y Archipiélago Gulag de Solzhenitsyn y también a las biografías de Lenin, Trotsky y Stalin de Dmitri Volkogonov y a las historias generales de la Revolución Soviética de Pipes, Malia y Figes.

La verdad pudo ser finalmente conocida: unos 100 millones de personas murieron a lo largo del Siglo XX, víctimas de la represión comunista (65 millones en China, 20 millones en la Unión Soviética, dos millones en Corea del Norte, un millón en la Europa del Este), según las estimaciones de los autores de El Libro Negro del Comunismo. “Crímenes, Terror y Represión’’ (1997).

Sería, con todo, una verdad incómoda, perturbadora, nunca plenamente aceptada. Incluso hoy, libros sobre los crímenes de Stalin, como “Koba, El Terrible’’, (Koba fue el primer alias de Stalin), el brillante y polémico ensayo del novelista Martín Amis recientísimamente publicado en Inglaterra, provocan verdaderas tormentas intelectuales y literarias.

Aquella cifra global de 100 millones podrá ser -ya lo ha sido- discutida, ponderada, matizable. Pero la realidad está ahí: la represión de Stalin -20 millones de muertos, que nadie ha rectificado jamás- causó el doble de víctimas que la dictadura nazi.

El hecho, en cualquier caso, no es una mera cuestión cuantitativa, un problema de cifras. No es tampoco un debate estrictamente histórico. Es ante todo un problema moral. Precisamente por las dos razones, ambas capitales, que Amis aduce en su ensayo: primero, porque, pese a su enormidad, los crímenes comunistas no forman parte de la conciencia pública; segundo, porque el silencio de los intelectuales ante aquellos, la indulgencia, si no complacencia, con que aún se contemplan la militancia comunista en el pasado y los mismos símbolos comunistas (banderas, himnos, nombres, mitos) constituyen una de las más graves “lagunas’’ morales del Siglo XX.

Parecería, en efecto, como si todos hiciéramos nuestro el aforismo de Stalin: que la muerte de una persona es una tragedia, y la muerte de un millón mera estadística. Así es, o eso me parece, como se contempla las más de las veces esa cifra de los cien millones de muertos: sin emoción alguna, con frialdad objetiva, como un simple dato empírico (ignorando lo que conllevó: torturas brutales, campos de concentración, ejecuciones en masa, linchamientos, limpiezas étnicas).

Que la cuestión es ante todo un problema de conciencia colectiva me parece evidente. La Revolución Bolchevique de 1917 fue uno de los grandes mitos de salvación de nuestro tiempo; ejerció una poderosa atracción sobre el imaginario colectivo. Las dictaduras comunistas no se apoyaron, como el régimen nazi, en una megalomanía racista y de dominio: se legitimaron en la doble ética de la revolución y del proletariado.

La misma URSS de Stalin apareció a los ojos de buena parte de la izquierda europea de los años treinta a cincuenta del siglo pasado como la gran patria de la revolución internacional (como luego ocurriría, aunque en menor medida, con la China de Mao y la Cuba de Castro). En muchas partes, en España, por ejemplo, los comunistas lucharon contra el fascismo y por la libertad.

En Francia e Italia, fueron la columna vertebral de la resistencia durante la guerra mundial. Eran internacionalistas. Tenían una visión de la historia. El comunismo fue para mucha gente -basta pensar en numerosos intelectuales franceses, italianos, españoles- la gran y casi única opción moral de nuestro tiempo.

Las atrocidades de Stalin no fueron, en suma, consecuencia de la locura, sino en todo caso, de la Razón. Stalin, el “Koba El terrible’’ de Martín Amis, fue un comunista disciplinado y eficaz, un hombre rudo, taciturno, tenaz, astuto, desconfiado, sobrio, poco comunicativo, no un arrebatado, un nacionalista fanático, un antisemita patológico, como Hitler.

Usó el poder con implacabilidad estremecedora para liquidar a todos quienes podían cuestionar su autoridad, pero al servicio de un objetivo racional y lógico: la conversión de la Unión Soviética en un gigante industrial y militar, la transformación en profundidad de la sociedad rusa.

La cuestión de hasta dónde los partidos comunistas se equivocaron (como se preguntaba Rossana Rossanda, la intelectual comunista italiana, en su correspondencia con Pietro Ingrao) resulta, pues, esencial. Para Ingrao y Rossanda, la razón última del fracaso comunista había sido el gigantesco proceso de globalización y de informatización de los años 80.

Se engañaban. El fracaso tenía raíces mucho más profundas. La misma Revolución Rusa de octubre de 1917 fue mucho más un golpe de estado dado por un partido minoritario en una situación de vacío de poder que una revolución de masas obreras y campesinas.

Luego, la concepción leninista del partido y las ideas de los dirigentes soviéticos sobre el estado y el poder (dictadura del proletariado, control obrero, planificación de la economía, colectivizaciones agrarias, industrialización a gran escala) hicieron que el régimen comunista ruso desembocara de forma casi inmediata en un Estado totalitario y represivo.

Stalin logró la industrialización de Rusia, la victoria en la II Guerra Mundial -mediante un esfuerzo colosal, épico, de todo el pueblo ruso-, la reconstrucción del país en la posguerra y la extensión del comunismo a la Europa del este.

Aquella gigantesca revolución desde arriba conllevó, paralelamente, la total absorción del Estado por el partido, la centralización del poder en éste y en sus órganos directivos (Politburó, Secretaría General), la implantación sistemática del terror (repito: ejecuciones en masa, purgas, campos de concentración; terror, una expresión que Lenin mismo empleó con convicción y orgullo) y el control e indoctrinación sistemáticos de la sociedad, por vía de la manipulación informativa y la intoxicación ideológica y educativa.

De ahí, los 20 millones de víctimas. Amis reabre, pues, una cuestión palpitante, moralmente trascedente, lo que él llama la “asimetría de la indulgencia’’ con que encaramos el mal en la historia. El Holocausto permanecerá como el mayor crimen contra la humanidad jamás cometido. Günter Grass dijo en 1990 que Auschwitz será un “estigma indeleble’’ en la historia de Alemania.

Un silencio cómplice encubre, por el contrario, los crímenes (¿genocidio?) del comunismo: violentan lo que Semprún llamó -en otro contexto, en La Guerre Est Finie, a propósito de la guerra civil española- la buena conciencia lírica de la izquierda.

“Todo el mundo -escribe Amis- conoce Auschwitz y Belsen; nadie conoce Vorkuta y Solovetsky’’, los campos de exterminio comunistas. “Todo el mundo conoce a Himmler y Eichmann. Nadie conoce -dice- a Yezhov y Dzerzhinsky’’, los ejecutores de la represión estalinista.

Es a la intelectualidad de izquierda, o eso pienso, y no al anticomunismo de la derecha, a la que moralmente corresponde revisar la tragedia soviética. Los crímenes de Lenin y Stalin, 20 millones de muertos, destruyeron moralmente el comunismo. La derrota de éste en 1989, materializada en el colapso de los regímenes comunistas europeos y en la evolución modernizadora y occidentalista de China desde la muerte de Mao en 1976, fue mucho más que la caída de un conjunto de regímenes: fue la derrota del ideal revolucionario de la izquierda obrera del Siglo XX.

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