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Ocupación y resistencia

Lrenzo Meyer

Primera de dos partes

Iraq y la experiencia mexicana

Problemas Actuales y Recuerdos de lo Propio.- Para un mexicano con sentido de su historia, los sucesos que están teniendo lugar en Iraq no suenan ajenos. En efecto, varias veces, mientras intentaba construir un Estado nacional, México fue invadido por un enemigo muy superior y debió enfrentar la ocupación: ¿resistir y pagar el precio de la represalia?, ¿tolerar y esperar?, ¿colaborar y aprovechar? Lo que hoy está ocurriendo en la antigua Mesopotamia, los dilemas que enfrenta una sociedad que no es una nación en el sentido pleno, sino un producto de los imperialismos —otomano, británico y ahora norteamericano—, tiene un cierto equivalente con elementos de nuestra experiencia histórica, lo que nos debería permitir cierta empatía con lo que ocurre en la vieja Mesopotamia.

Iraq.- Para la coalición americana-británica, ganar la segunda guerra del Golfo Pérsico resultó fácil, lo difícil será ganar la paz. La última guerra contra Iraq, planeada de tiempo atrás, no representó realmente un gran desafío para Estados Unidos. Teniendo, como tenía, una superioridad tecnológica aplastante, en ningún momento hubo la menor posibilidad de fracasar en su objetivo inmediato: derrotar al ejército de Saddam Hussein con un mínimo de bajas y acabar con el Partido Baath. Fue después cuando aparecieron las complicaciones. Y es que esta nueva etapa requiere la cooperación de los ocupados para construir un régimen político aliado de los vencedores y viable a pesar de tener que englobar a comunidades que no conviven fácilmente bajo un mismo techo: kurdos, sunitas, shiitas, más algunos turcomanos.

Las razones originales del ataque americano-británico contra el régimen de Hussein ya se vinieron abajo por falta de evidencia -la supuesta acumulación de armas prohibidas de destrucción masiva o la colaboración con los terroristas de Al Qaeda—, y las razones de reemplazo -liberar a Iraq de una dictadura brutal- se están tambaleando porque de manera abierta la supuesta mayoría liberada, los shiitas —a los que Washington alentó a rebelarse tras la I Guerra del Golfo, después abandonó y fueron masacrados, al punto que en una sola fosa, en Hilla, se encontraron diez mil cadáveres—, demandan airados a los estadounidenses la salida inmediata del país y, por otra parte, se han iniciado ataques de guerrilla contra los ocupantes. A Estados Unidos le gustaría que sus tropas -145 mil— empacaran y regresaran a casa, pero no antes de dejar en el poder en ese gran país petrolero a un gobierno, a una policía y a un pequeño ejército alejados de los ayatolas y dispuestos a otorgarle bases militares que le ayuden a asegurar sus intereses en el Oriente Medio y vigilar de cerca a Irán y Siria.

Guerrillas.- Ya Inglaterra, al concluir la I Guerra, ocupó Iraq e intentó pacificarlo y estabilizarlo sin éxito. El costo fue enfrentar a guerrillas que causaron varios cientos de bajas a los ocupantes, antes de poder dar forma a una administración local en manos de un monarca impuesto: el rey Feisal. Por fin, en 1931 los ingleses se retiraron y la monarquía resguardó sus intereses hasta que fue eliminada el 14 de julio de 1958 por un golpe y el país se hundió en la inestabilidad. En 1978 Hussein impuso la dictadura que cayó hace unos meses. Hoy, Estados Unidos está gastando 3,900 millones de dólares al mes en ocupar Iraq -más 900 millones de dólares en Afganistán— y su retiro no se vislumbra antes de tres años. El problema es que, como lo declaró el 16 de julio el general John P. Abizaid, comandante de todas las fuerzas en Iraq, los ocupantes se enfrentan ya a una nueva guerra de guerrillas en el centro y centro-norte del país. Los ataques son casi diarios y han dejado cuarenta muertos y más de 300 heridos norteamericanos; su objetivo es sólo mostrar que la guerra no se acabó el primero de mayo como lo anunció el presidente George W. Bush, sino que continúa. Se trata de desmoralizar y derrotar políticamente a un adversario cuyo ejército de tierra ya tiene ancladas en Iraq a 16 de sus 33 brigadas de combate. Las posibilidades de lograr la salida rápida de los norteamericanos son remotas, por lo que los ocupantes tienen que repensar su situación.

La Experiencia Mexicana: la Guerra sin Guerrillas.- Tras la inesperada y contundente derrota militar y sicológica de las sociedades mesoamericanas a manos de los españoles a inicios del siglo XVI, el centro de lo que hoy es México casi no experimentó actos de resistencia violenta activa, aunque sí pasiva. Sin embargo, en 1810 tres siglos de dominación se cerraron con una guerra popular particularmente cruenta y México independiente nació sabiendo ya bastante de lucha popular. La frustrada invasión española de 1829 y la ocupación francesa de Veracruz en 1838 fueron asuntos rápidos que se resolvieron entre ejércitos formales, pero no así la conclusión de la guerra con Estados Unidos (1846-1848).

Tras el choque entre fuerzas regulares, donde México siempre llevó la de perder, algunas ciudades mexicanas fueron ocupadas sin resistencia popular por los norteamericanos, pero la excepción fue notable: la Ciudad de México. Tras la derrota final del ejército mexicano en Chapultepec y en las garitas de Belén y San Cosme en septiembre de 1847, el general Winfield Scott procedió a la ocupación de la capital, pero justo entonces, el día 14, estalló una lucha espontánea, callejera, entre grupos de civiles mal armados, básicamente de extracción popular y las tropas ocupantes. La represión fue inmediata, dura, brutal; los norteamericanos emplearon incluso la artillería en contra de lo que era un levantamiento popular que actuaba con pasión pero sin dirección. Las clases altas, mucho más preocupadas por el mantenimiento de la estabilidad y de la seguridad de sus bienes, desalentaron la resistencia. El ejército mexicano en retirada fue notificado del levantamiento popular y de la demanda para que regresara, pero el general de Santa Anna siguió su marcha hacia Querétaro y el exilio. Para el día 17, el pueblo cesó su resistencia y el ocupante impuso a la capital una contribución de 150 mil pesos y el estado de sitio, meses después vendría el tratado de Guadalupe-Hidalgo, (véase Gayón Córdova, María (comp.), La ocupación yanqui de la Ciudad de México, INAH, 1997).

Meses atrás, el cuatro de mayo, en San Luis Potosí, el gobernador Ramón Adame, había propuesto organizar a la población para resistir el avance enemigo y decretó la creación de cuerpos francos o guerrillas para modificar el carácter de la guerra contra el invasor. La idea era, finalmente, recurrir a la guerra popular centrada en bandas armadas que operaran de manera independiente y según sus posibilidades y circunstancias. Pero el proyecto falló, pues algunas de esas bandas pronto se convirtieron en el inicio de una rebelión indígena y campesina en la Sierra Gorda y las clases propietarias encontraron en los alzados un enemigo peor que el norteamericano. En 1848 Adame perdió la gubernatura y San Luis Potosí dejó de preocuparse por los invasores para centrarse en el control de sus rebeldes (ver a Tomás Calvillo e Isabel Monroy, “Entre regionalismo y federalismo: San Luis Potosí, 1846-1848” en Josefina Vázquez, México al tiempo de su guerra con Estados Unidos, FCE, 1997). Es materia de especulación considerar que hubiera pasado si en vez de firmar el Tratado de Guadalupe Hidalgo en 1848, lo que quedaba del gobierno hubiera decidido librar una guerra irregular contra un enemigo que una vez tomados los territorios casi deshabitados del norte, deseaba marcharse lo más pronto del centro de México y de una ocupación costosa y prolongada, que podría causar una crisis en unos Estados Unidos ya muy divididos. Continuará...

La Otra Experiencia Mexicana: la Guerra con Guerrillas.- A la invasión francesa de 1862, el gobierno mexicano respondió inicialmente con la resistencia formal, que tuvo un éxito temporal en mayo de 1862 en Puebla. Sin embargo, reforzada la fuerza expedicionaria, en mayo del año siguiente y tras un sangriento sitio de 62 días, el invasor tomó Puebla y, para todo propósito práctico, el ejército Republicano dejó de existir. Sin embargo, y a diferencia de 1848, la derrota militar formal no empujó al presidente Juárez a buscar el exilio ni a aceptar la oferta de colaboración que le ofreció Maximiliano, sino que se decidió por la resistencia. Por coincidencia, fue en San Luis Potosí, en junio de 1863 y 16 años después de la propuesta del gobernador Adame, que Juárez, el jefe de un gobierno Republicano decidido a desgastar al enemigo poderoso, hizo un llamado para que la batalla contra el invasor se diera desde la sociedad, a toda hora, todos los días y en todo lugar.

La guerra popular la hizo un gobierno sin ejército pero con una enorme voluntad de prevalecer. Y pese a que persistía el temor a las clases populares —”clases peligrosas”—, las guerrillas surgieron y en muchos lugares. La táctica, según la describe un personaje de la época, Eduardo Ruiz, se basaba la acción de pequeños grupos muy móviles, en la emboscada contra las columnas francesas y en la rapidez de la retirada. Una de las armas de los irregulares resultó ser la reata de lazar, al punto que las autoridades imperiales prohibieron su portación sin licencia escrita. A esa guerrilla republicana, los imperiales contestaron con la contra guerrilla, ya usada por Francia en Argelia. La más tristemente célebre de éstas fue la comandada por el coronel Dupin, que recorrió Veracruz y Tamaulipas usando la técnica de “tierra arrasada”, es decir, quemar y destruir ranchos y poblaciones sospechosas de albergar a los guerrilleros.

En 1865 el gobierno imperial decretó la pena de muerte contra todos los que pertenecieran a “bandas o reuniones armadas” lo mismo que contra aquellos que “voluntariamente auxiliaren a los guerrilleros con dinero o con cualquier otro género de recursos”, incluyendo “avisos, noticias o consejos”. Para Gastón García Cantú, fueron precisamente estos guerrilleros republicanos los autores de la victoria final de Juárez contra los franceses, (La intervención francesa en México, Clío, 1998, p. 145).

La Tercera Experiencia Mexicana: la No colaboración.- En marzo de 1916 entró a México una fuerza expedicionaria norteamericana, su objetivo era muy preciso: la captura de Francisco Villa por haber atacado un pequeño poblado de Nuevo México -Columbus—, muy cercano a la frontera. El gobierno de Carranza no alentó ningún tipo de resistencia popular, aunque sí ordenó enfrentar a los expedicionarios en El Carrizal, cuando transgredieron el límite acordado para sus maniobras. En cualquier caso, antes, el jefe de la expedición, el general John J. Pershing, envió el 16 de abril un telegrama a sus superiores donde afirmó que Villa era ayudado por la población, que daba falsos informes a los norteamericanos y, en cambio, notificaba al perseguido de todos los movimientos de los expedicionarios. A fin de cuentas, fue la población la que le ayudó a escapar (Katz, Friedrich, Pancho Villa, T. II, Era, 1998, p. 156). Pershing se fue sin capturar a Villa.

En Suma.- Alemania y Japón fueron ocupados por Estados Unidos sin enfrentar graves problemas de resistencia. En ambos casos se trató de sociedades ya integradas, donde la lucha previa a la derrota había sido entre iguales, había movilizado completamente a todas las sociedades implicadas y el resultado había sido un conflicto largo, brutal y sin límites. Al final, el costo para los países vencidos resultó tan enorme que al llegar la ocupación, la población simplemente se encontró sin energías físicas o morales para resistir de manera activa y se adaptó a lo demandado por los vencedores.

En el caso de Iraq hoy, como en el de México en el siglo XIX, se trata de sociedades nacionales que aún no cuajaban y donde lo local pesa mucho. En ambos países, las guerras formales fueron rápidas, se llevaron a cabo sólo entre fuerzas convencionales y mientras la sociedad casi quedó al margen, como espectadora. En México, en 1847, el tema religioso se usó pero no a fondo y en 1861-1866 no contó. En contraste, en Iraq constituye un elemento muy poderoso que ya se empieza a desplegar entre la mayoría shiita.

En el México del 47, las clases altas no quieren la guerra popular y cuando estalla, lo hace con furia pero sin dirección y la llama se apaga de inmediato. De cualquier manera, los norteamericanos desalojan México rápidamente, en menos de un año. En contraste, entre 1863 y 1866, el gobierno derrotado pero no eliminado, propone la guerra popular y con el tiempo logra una gran respuesta, al punto que nunca permite la posibilidad de un ambiente estable para que arraigue el imperio. En Iraq ya cayeron los hijos de Hussein pero no el dictador mismo, que sigue haciendo llamados a la guerra santa. Según la experiencia histórica, lo recomendable sería que Estados Unidos abreviara su ocupación, cediera espacio a la humillada ONU y abriera el paso a la autodeterminación, pero ¿cómo asegurar que los ayatolas no tomen el poder? ¿Cómo aseguraría Estados Unidos el petróleo y las bases militares? ¿Cómo impediría que en el mundo islámico arraigue la idea que la resistencia popular es una alternativa frente a la nación más fuerte del planeta? Todos tenemos algo que aprender en Iraq y ojalá no corra más sangre.

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