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Villa y Obregón

Francisco José Amparán

Antes de que fueran Frente Popular y ciudad respectivamente.

Hace unos días, en la capital del país, tuvo lugar un encuentro de académicos que llevó el emotivo título ?Villa y Obregón, otra vez frente a frente?. Dado que con pocos días de diferencia (el de Obregón el 17 de julio, el de Villa el 23) se conmemora(ro)n los aniversarios 75 y 80 de los asesinatos de tan insignes mexicanos (cuyo mérito principal fue matar a muchos otros mexicanos), se aprovechó la coincidencia para debatir proximidades y diferencias entre los jefes militares mejor conocidos de la Revolución Mexicana. Algunos lo podrían considerar un acto de ?revisionistas históricos? (epíteto que W. Bush ha estado soltando por todos lados últimamente, por cierto); pero la verdad es que ya urge ver con otros ojos a tan desastrosa época... especialmente cuando el gobierno que surgió de aquellos conflictos ya no está en el poder, y no tenemos que tragarnos las ruedas de molino que nos hacían comulgar cada 20 de noviembre.

La verdad es que ambos personajes son bastante interesantes y tienen sus puntos de correspondencia. Pero sobre todo, se les puede plantear como símbolos totalmente disímiles. Por un lado, Villa representa ?el vendaval revolucionario? (léase caos), el típico atrabancado que se va ?a la Bola? sin saber ni qué, la destrucción insensata y supuestamente justiciera que se llevó todo (incluidos muchos inocentes y la poca infraestructura del país) entre las patas. Obregón es, en cambio, el taimado, el astuto, quien sabe jugar sus cartas ocultándolas, el pragmático ambicioso, calculador y sin escrúpulos. Villa era abstemio y bastante capaz de mandar al paredón a quien cometiera la ofensa de traer tufo matutino (o vespertino, total); en cambio, a Obregón le gustaba la buena comida y bebida y poseía el mejor sentido del humor de cuantos presidentes hemos padecido. Pese a su imagen bronca, Villa tendía a la lágrima fácil y el archivo Casasola contiene varias fotos del Centauro llorando a moco tendido (recuerdo una frente a la tumba de Madero, otra de cuando Huerta lo iba a fusilar durante la rebelión Orozquista). Obregón, en cambio, no era muy sentimental que digamos: dice la leyenda que, luego de la masacre de Huitzilac (en que ordenó matar a su compadre Francisco Serrano, que le andaba haciendo sombra; quién le manda), en un camión llevaron los cadáveres de los ajusticiados al Castillo de Chapultepec (la sede presidencial antes de Los Pinos). Ahí, levantando la lona que cubría los fiambres, Obregón observó algunos segundos al recién fallecido y comentó: ?Mire nada más, compadre, cómo lo dejaron?. Y tan tan. A buen entendedor...

A propósito de leyendas: Villa se convirtió en una mucho antes de su muerte, lo que nunca ocurrió con Obregón. En parte ello se debió al carácter de ambos; en parte, a que Villa entendió el valor que podía tener la propaganda para lograr objetivos políticos: no por nada concesionó la filmación de sus batallas a un equipo norteamericano, que lo siguió un buen rato. Y Villa cumplía con sus compromisos cinematográficos: existe la versión de que las cargas de caballería diurnas contra el Cerro de la Pila de Gómez Palacio, durante los combates de 1914 previos a la toma de Torreón, tenían como objetivo que los cineastas filmaran buen material con escenas de mucha acción y harto polvo (el cerro cayó luego en un ataque nocturno de infantería, como mandan los cánones). Por cierto, Antonio Banderas interpreta a Villa en una película para HBO, a estrenarse en septiembre, que gira precisamente en torno a ese curioso episodio. De secuestrador de Victoria Abril a mariachi a Zorro a papá de espías enanos a Centauro del Norte. Vaya con el malagueño.

Volviendo al tema: la leyenda de Villa también tiene qué ver con su estilo de hacer la guerra: la carga de caballería (que en 1914 estaba en las últimas como táctica bélica y que vería su postrer aparición cuando los lanceros polacos atacaron patéticamente a los Panzer alemanes en los albores de la II Guerra Mundial, 25 años después) es mucho más emocionante (y cinematográfica) que las posiciones fijas defensivas, que eran la especialidad de Obregón. Éste había entendido cabalmente las lecciones que se estaban produciendo en las trincheras de Francia, en la contemporánea Primera Guerra Mundial y actuó en consecuencia. La batalla decisiva del siglo XX mexicano (por lo que estaba en juego y por quién ganó) fue la de Celaya de 1915, en donde se enfrentaron dos estilos personales y dos formas de pelear: Obregón atrincheró a sus tropas, disponiéndolas en líneas defensivas sucesivas, con puntos fuertes de apoyo y ?loberas? (trincheras individuales en la vanguardia); o sea, para que aquello fuera un campo de la Primera Guerra Mundial nada más faltaban las alambradas de púas y Snoopy arriba de su perrera buscando al Barón Rojo. A esta disposición Villa la enfrentó lanzando como El Borras carga tras carga de caballería, cada una de las cuales fue despedazada por los nada heroicos pero muy bien colocados obregonistas.

A la debacle villista contribuyeron también lo lejano de sus bases de aprovisionamiento, lo disparejo del terreno, lo defectuoso de las municiones utilizadas y el que indios yaquis se asomaban de las ?loberas? apenas lo suficiente para desventrar caballos con palos puntiagudos. Imaginar cómo quedaban después esos guerreros (¡y el mosquero...!), produce escalofríos.

Por supuesto, la leyenda de Villa también se ha alimentado con el oscuro suceso del ataque a Columbus, Nuevo México, en 1916. Este evento es el típico acontecimiento cuyo significado y dimensión se deforma y pervierte a través de los años. De él, la mayoría del culto público sólo conoce un detalle: que Villa es el único osado que ha atacado a los Estados Unidos. Nada más para abrir boca, ello es falso. Los ingleses invadieron la costa este americana en la Guerra de 1812, como lo atestiguan el himno nacional gabacho (?el destello rojo de los cohetes, las bombas estallando en el aire? son británicos, sobre Baltimore) y lo albo de la Casa Blanca, edificio que tuvieron que encalar luego de que los muy pillines britones le prendieran fuego. Así que Villa no fue ni el primero ni el único.

Además, el ataque a Columbus fue un desastre militar para Villa: perdió más de un centenar de hombres (que para esos entonces no le sobraban precisamente), a cambio de poco más de una docena de americanos muertos (la mayoría civiles). Peor aún: la debacle se explica en parte porque los villistas habían atacado la posición equivocada y terminaron quemando caballos (que ninguna culpa tenían) en vez de soldados yanquis. Total, una catástrofe que combinó la chambonería con la mala suerte. La verdad, nada digno de recordar; una operación que no firmaría ningún militar que se precie de serlo.

¿Por qué tenía Villa tan pocos hombres? Porque la División del Norte se había desintegrado luego de las derrotas en el Bajío y en Sonora y porque la gente ya le sacaba la vuelta a un caudillo cada vez más sanguinario y alevoso. Los panegiristas de Villa prefieren olvidar que en 1916 se quedó casi solo por el terror que inspiraba entre una población que antes lo había seguido ciegamente; terror provocado por su salvaje paranoia y las bárbaras represalias que emprendía contra quienes no estuvieran con él (incluyendo mujeres). En dos años Villa pasó de encabezar quizá cincuenta mil hombres a mal mandar un puñado de desesperados; de nuevo, ninguna hazaña.

Otra cosa que se suele olvidar es el motivo de la incursión contra el pueblucho fronterizo: Villa estaba furioso porque el gobierno de Woodrow Wilson había reconocido al de Carranza. Por ello quería vengarse de los gringos (a quienes les agarró una inquina de plano patológica) y al mismo tiempo crearle un dolor de cabeza al Bar(b)ón de Cuatro Ciénegas. Si para conseguirlo desencadenaba una intervención militar yanki en México, poco le importaba. Mira tú, qué patriota. Con razón su nombre está con letras de oro en la Cámara de Diputados.

El ataque a Columbus motivó la llamada Expedición Punitiva de John Pershing de 1916-17, la última vez que tropas americanas pisaron México. Aún con su prestigio y capacidad militar por los suelos, Villa supo acrecentar su leyenda, escabulléndosele a ?Black Jack? durante once meses, pese a que éste utilizó infantería motorizada y aeroplanos (dos novedades) y a que traía en su staff a un tal George Patton (quien, de nuevo de acuerdo a la leyenda, algo le aprendió al durangueño, lecciones que luego serían usadas contra Rommel, quién diría). Se dice que cuando le preguntaron a Villa cómo le hizo para que Pershing nunca lo alcanzara, aquél respondió: ?Muy fácil; siempre andaba detrás de él?. Otra muestra del tamaño de la leyenda de Villa: aunque Obregón era mucho más ingenioso y tenía mayor facilidad de palabra, no puede uno imaginarse al Manco diciendo algo semejante. Y menos con el acento de Pedro Armendáriz.

Villa odiaba cerrilmente a Obregón, pero éste no parece haber sentido mayor animadversión hacia el Centauro que hacia cualquiera otro de sus rivales. Quizá, como derrotó a todos, se podía dar el lujo de no guardar rencores.

Eso sí, el que a hierro mata, a hierro muere. Ambos encontraron su fin de manera violenta, víctimas de atentados que, como tiene que ser con estas cosas, se siguen prestando a discusiones y conjeturas. Al menos no los enterraron juntos en el Monumento a la Revolución; porque si no, se seguirían peleando allá abajo. Si con los que están ahí, sabe Dios...

Ya por último, permítanme compartir con ustedes un chocarrero motivo de orgullo familiar: un Amparán resultó decisivo para enterrar a Francisco Villa; sí, un tal Luis Amparán era el sepulturero del panteón de Parral en 1923. Digo, al menos aparece en la historia.

Consejo no pedido para la angustia existencial de un domingo sin futbol: renten ?Sospechosos comunes? (The usual suspects, 1991), escuchen ?Pictures at an Exhibition? de Emerson, Lake & Palmer y disfruten Garufa. Provecho.

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