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Nueces de 2008

Jesús Silva-Herzog Márquez

Se compara la violencia que padecemos con la guerra. El Gobierno pronuncia ocasionalmente la palabra, pero pronto se desdice. En la prensa se emplea la palabra con mayor soltura: la guerra contra el narcotráfico, la guerra contra la delincuencia organizada. Las referencias bélicas están por todos lados: los combatientes, la tregua inaceptable, la batalla sin cuartel, los caídos que no morirán en vano. La metáfora es poderosísima, pero en nuestro caso, imprecisa. No lo es, por cierto, por excesiva. La sangre vertida y exhibida durante 2008 corresponde a una auténtica guerra. Pero las guerras, son despliegues de violencia que parten de una definición precisa. Clausewitz, que algo sabía del asunto, define la guerra como un acto de fuerza para obligar al enemigo a acatar nuestra voluntad. Un enemigo identificable es, pues, el presupuesto de toda guerra. Por ello, a pesar de sus inmensos costos, la guerra provee alguna certeza: refugios, uniformes, ejércitos aliados. Nosotros, ellos. Nuestra condición no tiene siquiera esa claridad en el conflicto. No hay refugio, no sabemos quién está de nuestro lado y tenemos buenas razones para desconfiar de quienes tienen la tarea de cuidarnos.

¿Guerra en México? Ojalá. Del dramatismo de la violencia puede emerger el sentido. La guerra, con todas sus falsificaciones inventa uno. Pero la inseguridad, cuando no encuentra un mínimo resguardo de confianza, dilata la ansiedad del absurdo que dispersa cuerpos mutilados, revela complicidades en la cúspide y riega sangre como recado.

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La revista Time consideró que Barack Obama fue el personaje del año. ¿Quién fue el personaje del 2008 para México? Andrés Manuel López Obrador, por supuesto. No ganó la Presidencia, no vive en Los Pinos, no recibe a los embajadores extranjeros, pero es el hombre que define lo que se hace y lo que no se hace en el país. No necesita convocar grandes multitudes para marcar el paso del Congreso. El tronido de su dedo es capaz de clausurar el Congreso y definir los términos de la discusión nacional. Qué puede discutirse, cómo debe discutirse y en qué términos lo determina un hombre. No necesita el control de su partido. Su silvestre ubicación en la política mexicana es perfecta para imponer su voluntad. Si hacemos contabilidad del posibilismo calderonista, nos percataríamos de la larga cuenta de victorias del “legítimo.” La política de lo posible ha resultado la política que se subordina a su intimidación. Lejos del rebase por la izquierda, la política presidencial es la ejecución de los deseos de su adversario. Desde una reforma electoral que acata puntualmente cada una de las inconformidades lopezobradoristas, hasta la reforma petrolera que insiste en la cerrazón estatista, el libreto del Gobierno lo escribe su contrincante. Que el beneficiario principal de las reformas “posibles” las desconozca y desprecie no niega su imperio; ratifica su carácter caprichoso.

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Conmovedora la comparecencia de Alan Greenspan ante el Congreso norteamericano en octubre pasado. Más que un acto de rendición de cuentas ante un órgano político, sus palabras ante el comité que investiga las responsabilidades ante la crisis financiera de los Estados Unidos fueron un testimonio de desolación espiritual: el derrumbe de una fe. En tono confesional, Greenspan revelaba que se encontraba vapuleado por lo acontecido. Siempre creí que el interés de las organizaciones, en particular de los bancos y de otros, eran tales que siempre serían capaces de proteger los intereses de sus accionistas. El juego de los intereses egoístas no tardaría en servir al interés general. Me encuentro trastornado emocionalmente al contemplar que las ambiciones personales hayan sido incapaces de corregir el rumbo. Sus palabras revelaban el desconsuelo de un Dios que traiciona. Mi Dios me engañó.

Las palabras de Greenspan anuncian la necesidad de un volumen complementario al clásico libro de Richard Crossman: El Dios que falló. Aquel libro reúne los vibrantes testimonios de la desilusión política con el comunismo. Crónicas autobiográficas de André Gide, Arthur Koestler e Ignazio Silone, entre otros que dan cuenta del fervor con el que abrazaron una ideología y del golpazo del desencanto. Ahora es necesario el testimonio de otros desilusionados. La obcecación ideológica no reconoce color.

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Se fue el último año de la cooperación con una discusión larga, en algunos momentos interesante, en muchos otros sobre ideologizada sobre el petróleo y el futuro de México. La reforma que resultó de ese debate sirve de parapeto para todos los partidos que podrán adueñarse de ella. Hemos pagado un precio enorme por el desacuerdo y la política del bloqueo. Ahora vemos que es igualmente oneroso el precio del consenso y el deseo de agradar a todas las fuerzas políticas. En realidad, se trató de un triunfo del Partido de la Revolución Democrática y una derrota del Gobierno.

El año que empieza será el retorno del antagonismo. La fructífera mediocridad legislativa se detendrá en la temporada electoral. Las perspectivas para el partido del Gobierno no son buenas y tampoco lo son para el PRD. Para el PRI, en cambio, la mesa está puesta. Si es capaz de resolver bien el problema de las postulaciones puede colocarse en la ruta de recuperar mayoría. Nada descarriado resulta que un partido camine a la restauración de su dominio. Lo preocupante es que su camino se alimente de las torpezas unos y los pleitos de otros. Y que no haya en ese trayecto el mínimo gesto de autocrítica, ni de revisión ideológica.

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