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Una defensa de la verdad

Jesús Silva-Herzog Márquez

El título quizá no es tan absurdo. Se oye inflado, pero tiene sentido. La verdad requiere defensa. Necesita defensores frente a quienes creen que es inaccesible o irrelevante. Frente a los filósofos que sostienen que es un enamoramiento arcaico que oculta los intereses de quien habla en su nombre, frente a los charlatanes que se aprovechan de la desconfianza para regar su inquina. La verdad, escrita con minúsculas naturalmente, está a nuestro alcance y es necesaria para convivir, para tomar decisiones sensatas, para cerrarle el paso a la arbitrariedad. Está a nuestro alcance, por ejemplo, para saber qué fue lo que tiró un avión. Esa es la exigencia crucial de esta hora: conocer la verdad. Independientemente de lo que muestren las encuestas, más allá de la profundidad y extensión de las sospechas es indispensable conocer y defender la verdad.

Una labor previa parece necesaria: restituirle dignidad. Es cierto que el poder es amigo del secreto y tiende a ocultar lo que le resulta perjudicial. En esto, por cierto, el poderoso no es tan distinto a cualquiera de nosotros, pues no solemos presumir nuestras lacras. Por ello hay profesionales de la indagación, por eso hay instituciones encargadas de buscar y revelar la verdad, por eso hemos formado órganos para la publicidad cuyo objetivo es poner a vista de todos lo que a todos afecta. Estas ventanas son cruciales para darnos elementos de juicio, para saber qué pasa, para ubicar dónde estamos, y anticipar a dónde nos dirigimos. La construcción de un México abierto ha pasado por la formación de profesionales de la información que escapen de la promoción de los intereses gubernamentales y examinen rigurosamente los usos del poder. El corazón de esa apuesta ha sido una convicción sencilla: poner la verdad al alcance de los ciudadanos para impedir que la mentira prospere. Darle a la gente elementos para conocer la realidad, sin depender de la interesada versión de los gobiernos. No es que se pontificara que la última Verdad se descubriría, pero se entendía bien que el fin de los ocultamientos, la exhibición de la realidad formaría una ciudadanía madura y ayudaría a frenar los abusos.

Se ha perfilado, sin embargo, una nueva industria periodística y opinión que parece abdicar de cualquier compromiso con la veracidad. Su labor no es indagar el mundo hasta encontrar la verdad, sino proyectar un sinfín de conjeturas que ratifiquen nuestros prejuicios. Los hechos dejan de ser sagrados: lo que se sacraliza es la presunción, la teoría, la suposición. Lejos de buscar la causa de los hechos, se pretende clavar una espina en cualquier convencimiento.

En lugar de revelar qué es lo causó el fenómeno X; se busca mover a duda que la versión oficial sea convincente. No se necesita ofrecer un relato alternativo coherente, simplemente se deslizan otras versiones que contrastan con la oficial. Si las autoridades afirman que A causó X, la industria suelta que también pudo ser B, o C, o D. El problema no es la crítica a la versión oficial, sino la renuncia a una búsqueda. La versión oficial no es falsa, es turbia; la tesis del funcionario no es infundada sino sospechosa.

Antes, el periodismo oficial estaba plagado de sinónimos del verbo decir. En efecto, un periodismo dedicado a reproducir las palabras de los funcionarios tenía que sacar el diccionario para reportar lo que el magnífico político dijo, aseveró, manifestó, denunció, explicó, declaró, reveló, evidenció, comunicó, expresó, expuso, apuntó, enumeró, detalló, sugirió, propuso, invitó, convocó.

Hoy esos verbos no han sido reemplazados por los sustantivos de la información sino por los adjetivos del prejuicio: turbio, sombrío, oscuro, misterioso. Lo notable, me parece, es que la labor periodística deja de pretender la aclaración de lo que aparece turbio, sino que busca enfatizar en lo irremediablemente confuso que es todo. Lejos de buscar la solución del misterio, intenta incrustarse en él para proclamarlo insuperable. Si nunca sabremos lo que sucede, dejemos de perder el tiempo en la búsqueda de la realidad. Entreguémonos a la comodidad de nuestros prejuicios.

La sospecha no es solamente la atmósfera del debate público en el país. También es una de nuestras industrias más prósperas: un negocio que aprovecha la escasez de la confianza para irrigar las más disparatadas conjeturas. Hay un periodismo que renuncia a su labor de encender los focos a la realidad para entregarse a la afición de los velos: cubrirlo todo con la tela de lo insondable. Hay también un opinionismo que desprecia los hechos para entregarse a un burdo culto de la opinión.

Nuestra historia es una larga cadena de ocultamientos; por ello la sospecha es la única actitud razonable. En este país, dicen, resulta ingenuo buscar la verdad. La verdad se nos escapa y si pudiéramos atraparla, sería irrelevante. Lo que importa es lo que la gente tiene por verdad. No importa lo que pasa sino lo que la gente piensa que sucede.

Las supersticiones colectivas, por lo tanto, deben ser tratadas con el máximo respeto, como si éstas fueran el referente incuestionable del debate público. No tiene sentido preguntarnos por lo que sucedió, lo que importa es preguntarle a la gente qué cree que pasó. Es de mal gusto cuestionar los milagros, los poderes de las estrellas, los mensajes ocultos del agua o las conspiraciones políticas. El crítico se vuelve así un altavoz de las manías públicas. En lugar de insertarse en el debate con opiniones propias, reproduce ahí lo que lo que escucha.

Es grave que la verdad deje de ser propósito del periodismo y anclaje de la crítica. Este oscurantismo de la sospecha le pone la mesa a los farsantes y a los demagogos.

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