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Más allá del secretario

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Fernando Gómez Mont tomó las riendas de una Secretaría que pide a gritos una cirugía mayor para reformular su función. Si esa operación no se realiza, resultarán irrelevantes las virtudes o los vicios del nuevo titular.

Gobernación ha venido sufriendo un debilitamiento estructural y coyuntural desde hace 30 años, arrancó en el salinismo y se acendró durante el foxismo. Si el presidente Felipe Calderón no advierte esa realidad y decide rediseñarla, podría estarle pidiendo peras... a Fernando Gómez Mont.

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Por buenas y por malas razones, Gobernación ya no gravita como antes en la Administración de la política y de la seguridad nacional y pública.

Esa dependencia perdió facultades legales, funciones políticas así como múltiples resortes de poder y, sin embargo, en la mitología de la burocracia, nada ha ocurrido en Bucareli durante las últimas tres décadas. Las mismas tareas que el presidente Felipe Calderón le encomendó al secretario Gómez Mont dejan entrever que el mandatario comparte la ilusión de que esa dependencia es la que fue. El jefe del Ejecutivo instruyó al nuevo secretario a atender fundamentalmente dos tareas: fortalecer por la vía del diálogo las relaciones con los otros poderes de la Unión, con las otras fuerzas políticas y con los gobiernos estatales, así como a asegurar el cumplimiento al Acuerdo Nacional por la Seguridad la Justicia y la Legalidad.

Lo responsabilizó de eso, pero no le ofreció allegarle los instrumentos, las facultades y las funciones requeridas y ni siquiera lo distinguió como un funcionario non entre los pares de su Gabinete. Como sus antecesores, el mandatario pasó por alto el debilitamiento que afecta de más en más a Gobernación, dejando recaer en el talento y el arte de su titular la posibilidad de cumplir con la encomienda.

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En todo esto, algo de parecido hay entre las Administraciones de Carlos Salinas de Gortari y de Felipe Calderón.

Afectados ambos mandatarios por la falta de legitimidad y, naturalmente, por la necesidad de consolidarse en el poder repartieron el Gabinete entre grupos y corrientes que pudieran fortalecerlos, integrando en paralelo equipos de trabajo que les garantizaran lealtad y cierto control sobre los resortes del poder.

El mismo Juan Camilo Mouriño gozaba de mayor poder como jefe de la Oficina de la Presidencia que como secretario de Gobernación, mientras que con la titularidad formal de la dependencia se pagaban a Francisco Ramírez Acuña los servicios prestados antes y durante la campaña presidencial. A nadie escapa cómo el mismo protocolo y ceremonial oficial privilegiaban al jefe de la oficina presidencial por encima del secretario de Estado.

La misma experiencia que Ramírez Acuña, la vivió Fernando Gutiérrez Barrios con Carlos Salinas, que privilegiaba a José María Córdoba por encima de él. Obviamente, las tablas del veracruzano marcaban la diferencia frente al jalisciense que siempre lució como un funcionario de ornato.

A esa práctica política, dictada por la circunstancia de esos mandatarios, se sumaron recortes estructurales a Gobernación. La falta de credibilidad y de legitimidad llevó a Carlos Salinas a crear instituciones que le significaron a la dependencia una pérdida constante de poder. Una pérdida, conviene aclarar, que en más de un caso resultó saludable. La creación de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y del Instituto Federal Electoral dejó a esa dependencia sin instrumentos, recursos y resortes de poder importantes. El error no derivó del recorte de esas funciones como de la desconsideración de sus efectos colaterales sobre Gobernación y, desde luego, de la negligencia de no rediseñar esa institución para redefinir su rol.

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Asiste la razón a Manuel Bartlett cuando presume haber sido el último secretario de Gobernación de seis años.

Efectivamente, a partir del salinismo el consumo de secretarios de Gobernación ha sido impresionante. De a tiro por coyuntura, Carlos Salinas de Gortari tuvo por secretarios al ya mencionado Fernando Gutiérrez Barrios, al cavernícola Patrocinio González Garrido y al constitucionalista Jorge Carpizo. Luego, Ernesto Zedillo rompió récord en el número de secretarios que tuvo, encabezaron la dependencia: Esteban Moctezuma, Emilio Chuayffet, Francisco Labastida y Diódoro Carrasco. Y, a su vez, Vicente Fox tuvo dos: Santiago Creel y Carlos Abascal. Tal consumo de cuadros políticos deja entrever que más allá de las capacidades y discapacidades de sus titulares, la dependencia arrastra desde hace años –además de vicios coyunturales– problemas de índole estructural.

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Debilitada desde el salinismo, Gobernación recibió un duro golpe durante el foxismo.

Santiago Creel la convirtió en su plataforma personal de lanzamiento mientras Eduardo Medina-Mora desmanteló los Servicios de Inteligencia y, en el colmo de la falta de planeación, Vicente Fox tuvo la ocurrencia de inventar la Secretaría de Seguridad Pública dejando Gobernación sin estructura muscular ni cerebro.

Un detalle. En 2004, la salida de Alejandro Gertz de la Secretaría de Seguridad Pública le dio a Vicente Fox la oportunidad de devolver a Gobernación la responsabilidad de la seguridad nacional y pública federal restituyéndole las funciones absorbidas por la SSP. Esa oportunidad volvió a desperdiciarla en 2005, cuando el fatal accidente de Ramón Martín Huerta, que encabezaba la Secretaría de Seguridad Pública, volvió a abrir la posibilidad. Una y otra vez el foxismo desconsideró desaparecer la Secretaría de Seguridad Pública y, desde luego, diseñar la Secretaría de Gobernación que exigía la transición.

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Hoy, lamentablemente, una nueva tragedia coloca al presidente Felipe Calderón ante la oportunidad de rediseñar la Secretaría de Gobernación y de desaparecer la Secretaría de Seguridad Pública que, a ojos vista, no acaba de consolidarse. Pero, por lo visto, se eludirá una vez más el problema.

Por atender lo urgente, se está dejando de lado lo importante. De nuevo se está fincando en el hombre, en este caso el secretario Gómez Mont, la posibilidad de trabajar con una institución que a todas luces no da más en su condición actual.

Encargarle al secretario de Gobernación tender puentes con las distintas instancias políticas sin contar con instrumentos y garantizar la seguridad nacional y pública sin contar con un auténtico centro de inteligencia ni el brazo técnico, como lo es la Policía Federal, pone en duda la recompostura de la política y de la seguridad nacional y pública.

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Si en el horizonte presidencial no aparece la urgencia de realizar una cirugía mayor a Gobernación, probablemente el primer deber del secretario Gómez Mont debería ser ése: plantear el rediseño de la dependencia y del Gabinete de seguridad.

De otro modo, el retorno de Gómez Mont a la palestra va a ser mucho más efímero de lo que él mismo supone. Importa el destino personal del funcionario, pero más importa un peligro inminente: que la compleja situación política, económica y social, condimentada con el concurso electoral, se transforme en un problema de gobernabilidad. Pueden el presidente de la República y el secretario de Gobernación eludir el asunto, no la realidad. La cosa está en saber cómo y con qué la van a encarar.

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