Cultura

Sobrevive al desdén la ópera mexicana

Dentro de la reducida oferta operística del país, las obras de autor nacional ocupan el último escaño en lo que a programación se refiere.

Dentro de la reducida oferta operística del país, las obras de autor nacional ocupan el último escaño en lo que a programación se refiere.

Agencia Reforma

La puesta de obras de autores locales apenas cubre la cuota de casa.

Cual yerbajo que crece en el cemento, la ópera mexicana se aferra a la vida en un suelo árido y sin abonar.

Dentro de la reducida oferta operística del país, las obras de autor nacional ocupan el último escaño en lo que a programación se refiere. Botón de muestra: lo que se ha presentado en el Palacio de Bellas Artes en los últimos 20 años no llega, en promedio, a un título anual.

La ópera mexicana es incluida en el cartel un poco a fuerza, para cumplir con la cuota de casa, sin que exista una política de fomento al acervo que tiene registrados poco más de 200 títulos de un centenar de autores; pero menos de 30 susceptibles de ser escenificados.

Coinciden en ello los compositores Federico Ibarra, Hilda Paredes, Roberto Bañuelas y personas que han estado vinculadas a la programación musical, como Gustavo Rivero Webber, Director de Música de la UNAM, Raúl Falcó, ex director de la Compañía Nacional de Ópera del INBA (CNO), y Octavio Sosa, investigador y subdirector de la CNO, cuyo Diccionario de la Ópera Mexicana da amplia cuenta del trunco destino de la mayoría de estas obras.

Desde que inició el sexenio, la CNO no sólo no ha montado una sola obra de firma local; por el contrario, de la agenda 2007 fue eliminado el estreno en México de Salsipuedes, de Daniel Catán, comisionada por la Houston Grand Opera.

En el DF, el circuito institucional que de forma esporádica presenta títulos nacionales de cámara o en concierto, prácticamente se agota en el Cenart y la Dirección de Música de la UNAM —en esta última tampoco se ha presentado ningún título mexicano durante la actual administración.

Una excepción constituye la labor del grupo Solistas Ensamble, que dirige Rufino Montero. Paradójicamente es el grupo artístico más abandonado del INBA en lo que a recursos se refiere y la que, si bien a piano, más repertorio nacional ha estrenado y resucitado en los últimos años; para lo cual sus cantantes incluso ponen de su bolso.

En cuanto a la suerte de los compositores, baste revisar el caso de uno de los más connotados en este terreno: Daniel Catán.

Catán, quien cuenta en su haber seis -en rigor, dice él, cinco- óperas, tuvo su último montaje en México, Florencia en el Amazonas, en versión de concierto, hace nueve años, mientras que en el extranjero acumula estrenos, como el que tendrá en 2009 Il Postino, que escribió para las voces de Plácido Domingo y Rolando Villazón por encargo de la Ópera de Los Ángeles.

Otro ejemplo, entre una larga lista, es el de Hilda Paredes, una de las compositoras mexicanas más connotadas y autora de dos óperas, ambas comisionadas por organismos europeos y estadounidenses: The seventh seed, sólo estrenada en versión de concierto en 1993, y El Palacio imaginado, jamás interpretada en México. “El Palacio Imaginado está en manos de mucha gente con posibilidades de producirla (...) en el INBA y la UNAM”, señala Paredes, sin poder explicarse por qué una obra que obtuvo magnífica acogida en New Haven y Stuttgart, sea despreciada en su tierra. Y de encargos, ni hablar.

Las comisiones mexicanas, y sólo para obras de cámara, son contadas.

PÚBLICO ‘CONSERVADOR’

¿Desdén? ¿Malinchismo? ¿Del público o de las instituciones? Al momento de evaluar la programación de una ópera mexicana, antigua o contemporánea, conspiran en su contra una serie de prejuicios y realidades.

Para los creadores, predomina una falta de interés de las instituciones y productores en montar sus óperas; mientras que para los programadores, la apuesta se tensiona entre la necesidad de darle un lugar a los autores nacionales y la de complacer al público: “Nadie está esperando el estreno de una nueva ópera mexicana. El público de la ópera es muy conservador”, considera Federico Ibarra, autor de siete títulos y uno más en ciernes, del que advierte: “Para eso (verlo) pueden pasar años”. Palabras que suenan fuerte pronunciadas por un Premio Nacional de Ciencias y Artes.

El creador de Leoncio y Lena se refiere al público operófilo, el que frecuenta el Palacio de Bellas Artes en busca de las grandes obras del repertorio italiano, francés y alemán, de preferencia anterior al siglo XX: “Pensar en poner dos o tres títulos (mexicanos) anuales sería estar haciendo el tonto. Eso no se hace ni en Alemania”, reconoce Octavio Sosa:

“Si te vas a gastar el mismo dinero que para Aida, ¿Le vas a invertir a una ópera mexicana que cuándo la vas a volver a poner? Atzimba -cuya partitura está extraviada- no aguantaría más de tres funciones; al público no le gusta, no asiste”.

A juicio de Paredes, el problema no es el público, pues está diversificado y, en todo caso, advierte, habría que crearlo. Lo sabe porque sus óperas, de cámara, caracterizadas por la experimentación con lenguajes como el de la electroacústica, encuentran eco en el también reducido auditorio asiduo a la música contemporánea de concierto.

“El público mexicano está más abierto, es más joven, tiene necesidad de sorprenderse y de buscar algo que resuene con su tiempo”, afirma. Falcó sintetiza la exclusión del repertorio mexicano en dos razones básicas: “el estúpido glamour y la facilidad con que se hace que la gente sí vaya”.

Razón de pesos

En el fondo, hay otra razón de peso para que instituciones del Estado se comporten como si fuesen productores independientes al momento de seleccionar un programa que anticipa una concurrencia reducida.

“Cuando te dicen que de taquilla tienes un ingreso extra que puedes utilizar para otros proyectos, te interesa aprovecharlo”, reconoce Rivero Webber.

En el INBA, la ópera y el ballet son los espectáculos más redituables: junto con los conciertos proporcionan anualmente la mitad de los ingresos autogenerados del organismo, cuya cifra total rondaba hace dos años los 40 millones de pesos. Mediante la venta de boletos, la CNO obtiene cerca de diez millones de pesos: “En general todos los teatros de ópera, no sólo en México, quieren que lo que hacen les reditúe lo máximo posible”, lamenta Ibarra, cuyo talento ha logrado contradecir con hechos los prejuicios, al haber llenado el Palacio de Bellas Artes en las dos ocasiones que se ha montado Alicia.

Si las creaciones nacionales no reditúan en boletaje, ¿quién si no el Estado está en posibilidad de darles lugar? Opina Roberto Bañuelas, quien este año fue galardonado con la Medalla de Oro de Bellas Artes y sólo ha visto sus dos óperas, Agamenón y El retorno de Orestes, escenificadas por Solistas Ensamble: “(Los funcionarios) no tienen que preocuparse por llenar la sala porque no son empresarios que manejan su dinero, sino un presupuesto del Estado como inversión para la cultura”.

No se trata entonces de elegir entre montar Verdi, Wagner o Jiménez Mabarak, sino de darle su lugar a cada uno, y en eso, reconoce Sosa, “ha habido un descuido enorme por parte de todos”.

La falta de una política de impulso a la composición operística trae consigo que los creadores reduzcan al mínimo la generación de repertorio, sin que nadie, o casi nadie, se detenga a pensar en el patrimonio que se pierde en el camino. Al respecto, Daniel Catán planteó, en el pasado encuentro Campus de Excelencia 2008, celebrado en Gran Canaria, España, la urgencia de reflexionar en torno a lo que significa crear ópera en lengua castellana, algo que él aún considera “un sueño”.

“Para mí no es simplemente ópera cantada en español, sino el reflejo de nuestra

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