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Socialismo y aristocracia

Jesús Silva-Herzog Márquez

José Ortega y Gasset se describía en algún ensayo como un socialista aristocrático. “Yo soy socialista por amor a la aristocracia”. Ese enlace de ideologías enemigas era la síntesis de su política: socialismo aristocrático. La paradoja era razonable para el filósofo: sólo el socialismo sería capaz de alumbrar la verdadera aristocracia. No se defendía, por supuesto, el quiste de los privilegios, sino el libre despunte de los auténticos talentos. Sólo una plataforma de igualdad permitiría ese mando de los mejores que implica, en su puro sentido etimológico, la palabra aristocracia. Ortega rechazaba las caprichosas regalías del nacimiento que concentraban el acceso a la cultura en unos cuantos. Cuando la cultura es confiscada por un manojo de familias, el resultado es la progresiva degradación pública. Impide por eso el liderazgo de los mejores, eternizando el dominio de los de siempre. Por ello exigía el esfuerzo de una política socialista que ofreciera a todos los ciudadanos condiciones semejantes para saber, para vivir, para crear. El socialismo era claramente un medio, no el objetivo. Su (breve) apuesta socialista no abrazaba una doctrina para la igualación, sino la igualación como la necesaria gestación de la excelencia. Si el meditador despreciaba al hijo de familia, también aborrecía el uniforme de la mediocridad generalizada. De ahí su búsqueda: igualdad para el alumbramiento efectivo del talento.

Antoine de Saint-Exupéry, el autor de El Principito, decía que cada vez que se subía al tren sentía una angustia profundísima. Veía un montón de personas apretujadas, con prisa, corriendo a su trabajo, regresando con cansancio a su casa. La escena diaria era una tragedia. Cada cuerpo ocultaba un cadáver de posibilidades. Cada uno de esos hombres era un “Mozart asesinado”. La república no debía limitarse a la igualdad electoral. Ni siquiera podría complacerse con el acceso a una escuela gratuita. Al Estado correspondería salvar a ese genio estrangulado por la mediocridad avasallante. Su ambición era un republicanismo para lo sublime.

El expresidente chileno Ricardo Lagos bordaba la misma aspiración al concretar su idea de la izquierda contemporánea. ¿Qué significa ser progresista en nuestros tiempos? “Ser de izquierda hoy es darle a todo mundo la oportunidad de volverse un Bill Gates”.

Los valores aparentemente contrapuestos que Ortega quería hermanar pueden servir de evaluación estatal. ¿Es capaz de emparejar el terreno y catapultar el talento? ¿Logra ofrecer a todos las condiciones mínimas para el desarrollo de cada uno? ¿Consigue establecer un piso de contemporaneidad ciudadana? ¿Estimula, premia, reconoce las capacidades? Hay en estos tiempos una cascada de medidores educativos. Índices, pruebas, encuestas que se han multiplicado en México y en todos lados. Creo que estos cotejos deben evaluar el cumplimiento de esos propósitos. Un medidor socialista y un medidor aristocrático: indicadores de igualdad e indicadores de excelencia. Ambos índices exhibirían el fracaso del modelo educativo mexicano que ha sido incapaz de promover la equidad y que también ha sido incapaz de estimular el florecimiento del talento.

Lejos de aquel socialismo aristocrático de Ortega, lejos del republicanismo artístico del aviador francés, lejos de la izquierda del capitalismo creativo, la educación mexicana representa el clientelismo para la mediocridad. La escuela ha sido secuestrada por la política: ha sido y sigue siendo un espacio subordinado a los intereses políticos del Estado mexicano. Espacio para el control político, plataforma de legitimación, surtidor de respaldos a un régimen.

Nacido en el viejo régimen corporativo, el sindicato de maestros ha sabido transformarse habilidosamente para convertirse en un trampolín electoral independiente que, desde su relativa autonomía, negocia ventajosamente con los poderes locales y federales.

Pocos han entendido tan bien el cambio político de México para usarlo en su beneficio como la dirigente ¡vitalicia! del sindicato de maestros. Ha aprovechado como nadie el fin del partido hegemónico; ha sacado jugo a su inmensa clientela; se ha beneficiado del debilitamiento del poder central; ha explotado la fragilidad política del panismo y ha exprimido el nuevo poderío de los poderes locales. La escuela sigue siendo el último trapo de sus prioridades.

El resultado es un doble indicador de fracaso. La escuela no funda el lenguaje común de la república, ese mundo de significados compartidos que permiten que una sociedad conciba un destino común. Tampoco nos inserta en la contemporaneidad global. No aporta los conocimientos, no cultiva las habilidades para dialogar con el resto del mundo y competir con éxito. Educación, pues, que mantiene, prolonga y aún amplía las desigualdades originales y que mantiene un barranco que nos separa del planeta.

La escuela tampoco aviva los talentos. No existe una política que detecte, que promueva, que premie al niño que tiene facilidad para las matemáticas, que tiene destrezas especiales para la música, o aptitudes para el deporte.

Nada hacemos para alentar vocaciones y talentos personales. El desdén criminal lo pagamos todos. La vocación que despunta temprano en el niño es martillada de inmediato por una política que castiga sistemáticamente a quien sobresale.

La escuela nos divide y nos aplana. Perpetuación de desigualdades e igualación de mediocridades.

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