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Aquellos días de julio

PLAZA PÚBLICA

Miguel Ángel Granados Chapa

En la última semana de julio de 1968, la equivalente a ésta de hace cuarenta años, el Gobierno de Díaz Ordaz inició una táctica combinada de provocación y represión que nunca fue trivial y que desembocó en la monstruosa matanza del dos de octubre, en la plaza de Las Tres Culturas, en Tlatelolco.

La acción policiaca en que se condensó aquella estrategia se inició en una zona capitalina de frágil convivencia juvenil, el jardín de La Ciudadela, un espacio en que con frecuencia ocurrían enfrentamientos, ya sea entre alumnos de una preparatoria particular y de dos escuelas vocacionales del IPN situadas en las inmediaciones de la antigua Fábrica Real de Tabacos y pandillas del vecindario. Las más de las veces los pleitos se agotaban en sí mismos, hasta que el 23 de julio un piquete de granaderos persiguió a alumnos de la Voca 5, allanó el plantel y golpeó a profesores.

A partir de entonces, en las calles y en sus escuelas, estudiantes del Poli y de la Universidad fueron el blanco de la persecución policiaca, como lo fueron también militantes de la izquierda, cuya más notoria y pública organización era el Partido Comunista Mexicano. Ante la intrusión en la Vocacional, la Federación de Estudiantes Técnicos (FNET) un sindicato estudiantil financiado y manipulado por autoridades convocó a una marcha de protesta, que coincidió con la que anualmente, el 26 de julio organizaban los apoyadores de la Revolución cubana para rememorar el asalto castrista al cuartel Moncada. Cuando al anochecer confluyeron las marchas, autorizadas por el Gobierno capitalino, surgió la propuesta de continuar al Zócalo (que no estaba comprendido en el permiso municipal) y la Policía lo impidió con violencia. Pero también atacó a grupos de estudiantes preparatorianos que salían de sus clases en el barrio universitario, un poco al norte de la plaza de la Constitución.

Esa misma noche el local del PCM y el taller donde se imprimía su periódico La Voz de México fue asaltado por la Policía y tomados presos algunos de sus dirigentes y militantes, como lo fueron también dirigentes estudiantiles después de la manifestación procubana. Algunos de ellos tendrían noticia desde sus celdas en Lecumberri de los sucesos de los meses siguientes, no obstante lo cual se les enjuició como si, estando libres, hubieran participado ellos durante en la movilización estudiantil.

Con un lenguaje propio de la época, el diario Novedades, ya desaparecido y propiedad bajo cuerda del expresidente Miguel Alemán, sintetizó así la redada: “76 agitadores rojos que instigaron los disturbios estudiantiles fueron detenidos”. La satanización política en la era del quietismo forzado consistía en acusar de agitadores a los dirigentes, pues agitar, movilizar era contrario al credo oficial. El jefe de la Policía metropolitana, general Luis Cueto Ramírez, había provisto desde ese momento la doctrina oficial que luego tendría largo desarrollo: “son agitadores profesionales… los causantes de los desórdenes… parte de un movimiento subversivo que… tiende a crear un ambiente de hostilidad para nuestro Gobierno y nuestro país en víspera de los juegos del XIX Olimpiada”.

Luego la explicación oficial subiría de nivel, expresada por el secretario de Gobernación Luis Echeverría y el regente capitalino Alfonso Corona del Rosal. A mitad de la noche dieron cuenta del asalto militar a escuelas preparatorias de la Universidad, cuyos alumnos habían tomado los establecimientos en su reacción de protesta contra la represión previa. Corona del Rosal había demandado la acción del Ejército que el 30 de julio lanzó tanques ligeros y jeeps equipados con bazucas contra el edificio de San Ildefonso. El disparo de una de esas armas destructoras, destinadas a combatir a enemigos peligrosos y poderosamente armados, rompió el portón de aquel antiguo convento, en cuyo interior se guarecían sólo estudiantes inermes. Se les acusó, sin embargo, de tener consigo armas de fuego y bombas molotov con las cuales, por cierto y con una bazuca, fue destruida la puerta de San Ildefonso que da a la calle Justo Sierra. Quedó siempre claro, sin embargo, que la agresión se produjo desde fuera y no desde el interior el colosal edificio.

En esa conferencia de prensa ofrecida de madrugada, como en estado de emergencia, Corona del Rosal habló por primera vez de “un plan de agitación y subversión” promovido por los comunistas detenidos. Echeverría, su turno, dijo que el embate armado contra la preparatoria fue un acto en defensa de la autonomía universitaria frente a “intereses mezquinos e ingenuos, muy ingenuos que pretenden desviar el camino ascendente de la Revolución Mexicana”.

Al mediodía siguiente, grupos de universitarios se reunieron ante la Torre de la rectoría en Ciudad Universitaria, indignados por la agresión de la víspera. Demandaron la presencia del rector Javier Barros Sierra, que accedió a sumarse a la protesta. Izó a media asta la bandera nacional en el mástil de la explanada y dijo:

“Hoy es un día de luto para la Universidad; la autonomía está amenazada gravemente. Quiero expresar que la institución, a través de autoridades, maestros y estudiantes, manifiesta profunda pena por lo acontecido… La Universidad es lo primero, permanezcamos unidos para defender, dentro y fuera de nuestra casa, las libertades de pensamiento, de reunión, de expresión, y la más cara, ¡nuestra autonomía!”.

(La información proviene, sobre todo, del libro de Ramón Ramírez El movimiento estudiantil de México).

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