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La tramposa confusión

Jesús Silva-Herzog Márquez

Todos hablan de la democracia y a nombre de los valores democráticos. No hay quien se atreva a cuestionar al régimen universalmente acreditado. Y sin embargo, la palabra tan salivada pierde precisión como concepto. Las medidas más opuestas, los instrumentos más contradictorios, las prácticas más disímiles reciben elogio idéntico. Resulta que todos veneramos la misma palabra y cada uno la define a su antojo. La confusión no es siempre inocente. Hay mucha trampa en el embrollo. Trucos para que cualquier política encuentre el baño bendito de la legitimación democrática.

El debate sobre el petróleo refleja esta tramposa confusión. La oposición a la reforma presidencial encontró una salida astuta: organizar una consulta para que sean los ciudadanos quienes decidan la suerte de la propuesta. En apariencia, la idea es impecable: escapar de la tenaza de las élites y permitir que la gente decida. Que empuje con su voto la iniciativa presidencial o que la detenga. ¿Quién teme a la decisión popular?, preguntan los promotores de la consulta. Sólo los oligarcas que recelan de la ciudadanía se oponen. Sin miedo a la participación colectiva, hay que democratizar la democracia y darle a la gente el voto decisivo.

El instrumento de la consulta, sin embargo, no podría estar más fuera de sitio que en este debate. Los dispositivos de democracia semidirecta tienen sentido cuando es necesaria una inyección extraordinaria de legitimidad a una decisión trascendente. Puede funcionar cuando existen dispositivos confiables de imparcialidad y cuando el tema puede reducirse a una opción simple. Quienes han participado en el debate sobre el petróleo coinciden en la complejidad del tema y en la necesidad de abordar las múltiples aristas del problema y las muchas implicaciones de cada una de las propuestas. En todo caso, no pueden compactarse decisiones complejas que implican una cadena abundante de transformaciones, a un simple respaldo o rechazo. ¿Respaldo a qué, rechazo de qué? El intento de síntesis del Instituto Electoral del Distrito Federal es, como ya han advertido los especialistas, un fracaso. Se comprimen varias iniciativas en una sola, sin darle a la gente la oportunidad de discernir sobre ellas.

La intermediación política adquiere en asuntos como éste, su verdadero sentido. Reformas como la petrolera son el jugo del trabajo parlamentario. Insertar aquí una consulta es desconocer el valioso aporte de los institutos representativos. Es que el gran servicio del trabajo parlamentario es precisamente la posibilidad de encontrar coincidencias que vayan más allá del sí y del no. El oficio de los congresos es escapar de esa lógica y fabricar acuerdos. En el Congreso puede encontrarse acomodo a intereses diversos y convertirse la política binaria en política que agrega. Por eso éste es el tiempo del Congreso. A esta instancia corresponde calibrar el mérito de las propuestas y el basamento de las resistencias. El congreso, así sea visto por la ciudadanía como un nido de ineptos y charlatanes, está llamado a convertirse en fuente de una política imaginativa que logre el acuerdo necesario. El contraste con la política del referendo es notable. Mientras la consulta congela la decisión política en disyuntiva entre dos monosílabos, la política congresional abre el espacio para la conjunción de visiones distintas. Si la consulta endurece la política; el congreso puede oxigenarla.

Desde luego, una consulta como la que promueve la oposición de izquierda es un premio a la movilización. Se sabe bien que no es el mecanismo idóneo para sopesar la opinión pública. Para ello, los mecanismos demoscópicos son infinitamente mejores. En realidad, la consulta que se nos ofrece como democratizadora no es más que una manifestación con urnas. Un gran mitin que no se reúne en la plaza sino que se agrega simbólicamente en urnas. Imposible eliminar el sesgo del convocante que llamará preponderantemente a sus seguidores. Los opositores tendrán derecho a expresarse por esta vía; lo que no es aceptable es que presenten la voz de sus partidarios como la voz de la gente. Es falso, pues, que la política del referendo sea, en todo caso, más democrática que la política parlamentaria.

Otra tramposa confusión se cobija bajo el prestigio del consenso. Se sugiere que el consenso es una valiosa añadidura democrática. El argumento parte de la absurda condena de lo que se ha ido tildando como “mayoriteo”. En el delirante vocabulario del presente, la decisión de la mayoría se vuelve odiosa. Se aspira, en cambio, a una decisión que vaya más allá de la aritmética para alcanzar el “consenso”. La idea ha sido expuesta por el rector de la Universidad Nacional, quien pidió recientemente una reforma “que no divida” y que sea algo “que salga de consenso”. Bajo la romántica cortina de la conciliación política se esconde una trampa que nada tiene de democrática: el consenso —que debemos entender como el consentimiento entre todos los miembros de un grupo— implica el poder absoluto de la minoría más diminuta. En efecto, la búsqueda de consenso otorga a cualquier grupo, por pequeño que sea, un veto insuperable. La política del consenso es por ello contraria al Gobierno democrático de las mayorías y contraria también a la exigencia democrática de la decisión. La aspiración consensual cancela el deber de decidir y bloquea la posibilidad del movimiento.

Bajo la bandera democrática se esconden dos trampas: la demagogia de una consulta de partido y la demagogia de un romántico consenso. El debate petrolero necesita encontrar el cauce de sus instituciones y entender que la democracia es procesamiento de desacuerdos.

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