Con toda seguridad el momento más emocionante para quien lleva a cabo estudios universitarios sea la presentación del examen profesional, ese instante único en el cual el graduado pone a prueba los conocimientos acumulados durante los años de formación académica; algo así como conseguir el aval de la sociedad para insertarse en ella a ejercer una actividad productiva. Hoy cumplo veintinueve años de aquel día tan especial en mi vida, y de alguna manera me asombra volver la vista atrás a tanto tiempo de incontables y variadas experiencias para darme cuenta de que recuerdo sólo una mínima parte. Aún cuando cada una de dichas experiencias haya sido trascendental, quisiera traer a la mente mucho más de lo que en este momento logro evocar.
Lo más grandioso que un joven puede tener es un ideal en el cual depositar todo su ser; uno de los grandes vacíos de nuestros tiempos es precisamente esta carencia de grandes ideales capaces de impulsar al mundo como una gran palanca. Yo tuve la fortuna de contar con diversos modelos cercanos para definir mi vocación, asimismo con maestros que me orientaran. Una mañana mientras mi maestra de Biología de la secundaria nos explicaba el funcionamiento de las cavidades del corazón entendí cuál era mi destino; fue en ese preciso instante cuando supe que debería seguir la carrera de Medicina. Lo que para otras compañeras pudo resultar una clase más, en mi caso particular fue el disparador de una serie de acciones que me colocaron tempranamente dentro de un quirófano para comenzar el aprendizaje sin fin de la Medicina. El primer maestro que tuve fue mi querido tío el Dr. César del Bosque, él me trajo al mundo y ahora él me abría la puerta hacia ese otro mundo, el del hospital. Desde ese momento me encontré muy cómoda en aquel universo de amplios pasillos cuyo peculiar olor a antiséptico desterraría por completo cualquier otro olor; me sentí privilegiada de poder asistir como testigo de primera fila a la lucha entre la enfermedad y el coraje por vivir, lucha que no por cotidiana deja de tener en cada nueva edición una grandeza única. Gocé como lo hago hasta ahora, ese poder zambullirme en el misterio inextricable que representan espíritu y materia; contenido y continente; frontera y espacio. La primera vez que puse mis ojos detrás de la lente mágica de un microscopio electrónico que muestra las partes de la célula como si pudieran tomarse entre las manos, me recuerdo hurgando dentro de ellas para tratar de visualizar el alma; desde aquel día no ha dejado de asombrarme descubrir una y otra vez que el motor absoluto de las obras del hombre vive dentro de billones de minúsculas células que nos conforman, nos definen y nos perpetúan.
Estos veintinueve años constituyen un tiempo muy especial en el cual he aprendido a maravillarme frente a la vida en todas sus manifestaciones; el quehacer médico me ha mantenido rozando día a día el vuelo del ángel de la muerte, para recordar que vida y muerte se corresponden una a la otra de manera invariable, y que la riqueza de la primera será mayor cuanto más grande sea la conciencia de la segunda.
Luego de aquel primer atisbo a lo que a la larga sería mi actividad profesional han pasado muchos maestros; de cada cual he aprendido algo acerca de la vida. La clase de Bioquímica con don Bulmaro Valdez Anaya nos enseñó, a la par que los aminoácidos o las reacciones enzimáticas, nuestra ubicación en el Cosmos; aprendí lo que era una súper-nova o una enana blanca, y entendí que es tanta nuestra pequeñez en el Universo, que tenemos el deber de hacer las cosas bien para ocupar ese espacio histórico que nos corresponde.
Con mi maestro de Anatomía don Jorge Siller aprendí qué es amar el trabajo como lo más sagrado; en la solemnidad del anfiteatro al lado del maestro entendimos que la vida es una sucesión de milagros desde la concepción hasta la muerte. De mi querido mentor y amigo don Carlos Ramírez Valdés aprendí que para ser médico primero hay que ser investigador, ir hasta la intimidad de la célula y entender qué sucede dentro de ella para luego comenzar a entender la Medicina...
Hoy sé que al pie de la cama del paciente es donde más he recibido lecciones de amor a la vida; que ha sido el enfermo en ese generoso abrir de capa su dolor, el que me ha llevado a entender los alcances del espíritu humano. Hoy sé que vivir tan cerca de la enfermedad es estar obligados a exaltar la vida con todo el ser, hasta que el último aliento escape de nuestro cuerpo, y es sabernos bendecidos por ello cada día.