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Adiós al presidencialismo

sobreaviso

René Delgado

El “Día del Presidente”, con todo aquello que simbolizaba, no existe más. La obligación presidencial de informar del estado que guarda la nación ya no es ni será aquella fastuosa ceremonia donde, en su propia casa, los legisladores doblaban la cerviz y tenían por opción callar y aplaudir a ese hombre todopoderoso que era el jefe del Poder Ejecutivo.

Si desde el último Informe de Gobierno de Miguel de la Madrid, hace ya la friolera de 20 años, aquel rito y liturgia –sello de marca del presidencialismo mexicano– comenzó a resquebrajarse, de él ahora queda nada o muy poco.

El presidente de la República ya no es el gran tlatoani, pero tampoco está claro cuál es o será el símbolo del poder sustituyente. No hay presidencialismo, pero tampoco parlamentarismo y, en esa indefinición, donde el valor del entendimiento y el equilibrio político se desmoronan, el régimen mexicano rebota sin acabar de encontrar su nuevo tono y el país resbala frente al anhelo de encontrar un mejor derrotero y aprovechar las oportunidades de desarrollo.

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Es de agradecerse desde luego que el Congreso haya finalmente enterrado esa ceremonia que, desde 1988, a raíz del fraude electoral, se convirtió en un concurso de degradación y soberbia política, donde dos Poderes de la Unión daban muestra precisamente de lo contrario: de la desunión y el desencuentro de un régimen que, aun hoy, no formula sus nuevos referentes y, día a día, cancela la oportunidad de consolidar la democracia y profundiza el peligro de la confrontación.

El símbolo no existe más y, si bien, ello significará ahorrarse el vodevil político del primero de septiembre que, de repetido, constituía una rutina vergonzosa y vergonzante, la interrogante prevalece: ¿cómo se cubrirá ese vacío?

La respuesta simple, desde luego, es armar –como se ensayó el año pasado– un simulacro donde el mandatario, encerrado con los suyos, busque crear un espacio para su veneración. Se puede hacer eso y simular, entonces, que nada ha pasado y que, como antes aunque con algunas diferencias, el presidente de la República tiene un pequeño santuario para, sin problemas, recibir ofrendas y homenajes sin mirar el ejercicio del no-poder.

Se puede hacer eso e ignorar que los términos del viejo poder presidencial no existen más y, así, como tantas otras veces, postergar la urgencia de construir los nuevos referentes de una República y una democracia que, en la indiferencia y la mezquindad política de sus principales protagonistas, se diluyen de más en más.

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Desde hace años, muchos años, el país viene viendo aquello que no funciona, dispuesto a explorar nuevas formas de organización, pero, desde entonces, viene viendo también la incapacidad de la élite en el poder para ponerle nuevos cimientos a la República y a la democracia y echarlas a funcionar para, en esa condición, sentar firmes las bases del destino nacional.

Sexenio tras sexenio se habla de la reforma del Estado o de grandes acuerdos nacionales que, por lo general, tal como ahora ha ocurrido, se reducen y resumen en una simple reforma electoral que, de tironeada, ni siquiera atina a resolver el problema del reparto del poder.

Ahora mismo, la flamante reforma electoral está en la orfandad, sufriendo los embates de otro poder: el Poder Telegislativo, aquel que ejercen los grandes concesionarios de televisión y, a través del cual, a punto están de zafarse del freno que supuestamente los legisladores querían poner a la telecracia, a la perversión de reducir las elecciones a un despilfarro de dinero en spots, donde la mejor mercadoctenia convierte a cualquier político en una mercancía electoralmente consumible.

Tal es la incapacidad y la incompetencia política de la élite en el poder que, cada elección, se legisla para atrás, esto es, en razón de lo que ocurrió y no en razón de lo que debe ocurrir. Sí, sí ha habido avances, pero también retrocesos en materia electoral, pero, invariablemente, agotado en ese solo campo, el replanteamiento del Estado, la reforma del poder se posterga.

La postergación del debate y el acuerdo sobre el sentido del poder hace de las necesarias reformas estructurales una feria de ineptitudes, donde el mayor trofeo es hacer lo que se pueda, pero no lo que se tiene que hacer. De ejemplos de esa índole está plagado el escenario. La reforma de las pensiones es un parche no muy bien puesto. La reforma fiscal, un esfuerzo plausible, pero insuficiente. La reforma laboral, una quimera. La reforma petrolera, un albur que evidentemente en sus términos actuales terminará mal.

Sin la reforma del poder, cualquier otra reforma se reduce a un remedo.

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Ahora se ha enterrado la ceremonia del Informe de Gobierno que, por su carácter, constituía el emblema del presidencialismo mexicano.

Felipe Calderón no tendrá que realizar alguna peripecia para llegar hasta la más alta tribuna de la nación que, como la capital de la República, cada año se hunde un poco más. No tendrá que ver si le reciben el Informe, en el hall de San Lázaro. No tendrá que leer entre gritos e insultos. No tendrá que simular que ni ve ni oye a los legisladores. No tendrá que soportar que algún legislador pretenda representarlo, poniéndose una máscara de cerdo.

Qué bueno que ya no vaya a ocurrir eso, pero, ¿qué va a ocurrir? Desde luego, el nuevo formato del Informe presidencial contempla mecanismos para que Legislativo reciba la información del Ejecutivo, ahonde en ella, la cuestione y obtenga respuesta. Sin embargo, el problema de fondo no es darle solución a un día del año por importante que sea la fecha que simboliza, como lo es el primero de septiembre, no. El problema es cómo salir de la constante reforma del reparto del poder y cómo entrar a la reforma del poder, del sentido del poder. Ese asunto sigue sin resolverse.

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Desde hace años, el régimen viene resolviendo los problemas del día, al día. El gran alivio es ver el horizonte el fin de semana, rogando que no ocurra nada durante su transcurso. Pero más allá de ese término, de ese día o semana, el futuro nacional sigue siendo un enigma.

Grandes y pequeños asuntos se colocan en la agenda del día con día y con ellos se entretienen los políticos, postergando así el futuro y haciendo del presente una suerte de continuo.

Ahora, con la modificación del Informe de Gobierno y el entierro del Día del Presidente, el Congreso ha resuelto una fecha, pero ni siquiera una temporada, mucho menos un sexenio y muchísimo menos parte del futuro. Y tan poco entusiasmo provoca la constante postergación de la reforma del poder y, por ende, del futuro que, increíblemente, estos últimos días se han ido en ver quiénes tienen posibilidades de competir por la próxima Presidencia de la República, cuando la actual ni siquiera acaba de instalarse. El colmo del absurdo es que, como corren los días, no importa quién llegue a la residencia de Los Pinos en 2012. Si no salimos del reparto del poder y le entramos al sentido del poder, de nuevo, veremos el espectáculo del no-poder.

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Bravo, ya quedó resuelto el primero de septiembre, ahora ¿qué hacemos con los demás días?

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