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Más Allá de las Palabras / MAXIMILIANO KOLBE

Jacobo Zarzar Gidi

El 30 de julio de 1941 en el campo de concentración nazi en Polonia localizado en Auschwitz, el comandante del campo, Herr Kommandant Fritsch, acababa de anunciar que alguien se había escapado del campo. Después de tres horas de permanecer de pie, el Kommandant dijo a los prisioneros que volvieran a sus miserables barracas en el edificio 14. Habían traído sopa muy caliente pero no se permitió a los hombres que la comieran. En su lugar, el caldero de sopa fue colocado en el bloque de celdas para que su aroma llegara a los hambrientos prisioneros. Una vez que los prisioneros enloquecieron por su necesidad de alimento, los guardias nazis tiraron la sopa por una coladera.

A las seis de la mañana del día siguiente, todos los prisioneros del campo fueron alineados nuevamente. El Kommandant Fritsch anunció en voz alta que, como el hombre que había escapado no había sido encontrado, diez prisioneros serían elegidos para morir en el “búnker de inanición”. Explicó también que la próxima vez que alguien escapara, serían veinte los que morirían de la misma manera. Luego, Fritsch hizo que todos los prisioneros se retiraran, excepto los del edificio 14, del cual se había escapado el prisionero en cuestión. Se ordenó a los hombres que se mantuvieran en posición de firmes, durante varias horas, en el ardiente patio de la prisión, sin alimento ni agua. Pronto los hombres comenzaron a desmayarse, uno por uno. Cerca de las 3:30 de la tarde, los guardias concedieron un descanso a los prisioneros del edificio 14 y les trajeron un poco de sopa insípida y agua.

Cuando comenzó a meterse el sol, el comandante nazi eligió a diez que morirían de inanición. Lentamente caminó entre las filas de prisioneros. Sin razón aparente, eligió a los hombres y les ordenó que avanzaran y se dirigieran al búnker de inanición. Una de las selecciones de Fritsch fue un hombre llamado Francis Gajowniczek, quien comenzó a gemir: “Pobres de mi esposa y de mis hijos, a quien dejo desamparados”. Repentinamente, un hombre dejó su lugar en la hilera, avanzó hacia el Kommandant Fritsch y se detuvo frente a él. Fritsch preguntó a su traductor: “¿Qué quiere este cerdo polaco?”

“Quiero morir en lugar de uno de los condenados”, dijo Maximiliano Kolbe, prisionero 1670. “¿Por qué?”, preguntó Fritsch. Kolbe replicó: “Soy un hombre viejo, Señor, y bueno para nada. Mi vida ya no es útil para nadie.” “¿En lugar de quién quieres morir?”, preguntó el comandante. “En lugar del que tiene esposa e hijos”, dijo Kolbe señalando a Francis Gajowniczek.

Nadie antes había salido de la hilera por su propia iniciativa porque seguramente eso hubiera significado su muerte: los guardias lo habrían acribillado de inmediato. Sin embargo, no ocurrió así en esta ocasión. Por alguna razón que no comprendemos, el intercambio entre Maximiliano Kolbe y el comandante tuvo lugar sin interrupción alguna. Fritsch vio ante sí a un hombre hambriento que tenía alrededor de cuarenta años y que se veía mucho más viejo debido al tiempo que había permanecido en el campo de concentración. Nunca antes, en este lugar de sufrimiento y de muerte, alguien se había propuesto como voluntario para dar su vida por otro. “¿Quién eres?”, preguntó Fritsch. “Soy un sacerdote católico”, dijo el Padre Kolbe serenamente. En opinión de los nazis, los sacerdotes católicos estaban considerados como basura, y por lo tanto, cuando escuchó la palabra “sacerdote”, inmediatamente estuvo de acuerdo con la propuesta. Los guardias nazis reunieron a los prisioneros condenados a su prisión de muerte, el Búnker 11. Al saber lo que les aguardaba, comenzaron a desesperarse. Gradualmente, sin embargo, Maximiliano Kolbe los ayudó a mantener su fe en Dios, los animó a volverse hacia la Bendita Madre María, para que los protegiera y no se convirtieran en las criaturas angustiadas y prácticamente aniquiladas que los nazis pretendían. Conforme transcurrieron las horas, el padre Kolbe oró en voz alta para que los otros prisioneros pudieran oír su voz y se unieran a él. Cuando comenzaron a gritar en medio de su desesperado sufrimiento, él los ayudó a tranquilizarse. Diariamente, cuando los guardias llegaban a hacer su inspección, encontraban al padre Kolbe dirigiendo las oraciones de los prisioneros y sólo los gritos de los guardias lograban acallarlos. El padre Kolbe fue el único prisionero que nada pidió y nunca se quejó. Luego de una semana, los prisioneros estaban tan débiles que sólo podían decir oraciones en un susurro.

Mientras que los demás yacían en tierra, impotentes, el padre Kolbe saludaba a los guardias todos los días de pie o de rodillas con el rostro siempre sereno. Uno de los guardias dijo: “Este sacerdote es un verdadero hombre. Nunca antes vi uno como él”.

Finalmente, sólo cuatro prisioneros permanecían vivos. Como los nazis necesitaban el búnker para otros prisioneros, Fritsch ordenó al médico de la prisión, el Dr. Block, que inyectara cianuro a los sobrevivientes. La fecha era el 14 de agosto de 1941. Más tarde, cuando el prisionero que fue asignado para que retirara los cuerpos entró en la celda del padre Kolbe, encontró al sacerdote sentado en el suelo, recargado contra la pared, con los ojos abiertos todavía. Su cuerpo permanecía limpio e incluso parecía tener un brillo sutil, mientras que los otros prisioneros yacían en el suelo, sucios, mostrando en el rostro signos de desesperación. El 15 de agosto de 1941, el cuerpo del padre Maximiliano Kolbe fue cremado en los horribles hornos de Auschwitz. Cuando el Santo Padre Pablo VI lo declaró beato, a esa gran fiesta asistió el hombre por el cual él había ofrecido el sacrificio de su propia vida. El diez de octubre de 1982, el Papa Juan Pablo II canonizó a San Maximiliano Kolbe mediante un antiquísimo ritual en la Basílica de San Pedro en Roma. Sin lugar a dudas, Maximiliano Kolbe vivió la virtud de la auténtica fortaleza a un grado heroico.

Maximiliano Kolbe pertenecía a una familia polaca inmensamente devota de la Santísima Virgen María, y cada año llevaba a los hijos en peregrinación al santuario nacional de la Virgen de Chestokowa. El hijo heredó de sus padres un gran cariño por la Madre de Dios. Cuando era pequeño tuvo un sueño en el cual la Virgen María le ofrecía dos coronas, si era fiel a la devoción mariana. Una corona blanca era la virtud de la pureza, y la roja, el martirio. Su fidelidad y entrega a Dios le concedió recibir ambas coronas.

San Maximiliano Kolbe ha inspirado a muchos a vivir lo que algunos han llamado “la locura del amor”. Hoy en día hay cientos de personas en OPERACIÓN KOLBE dispuestas a responder como él al llamado de Jesús en las Sagradas Escrituras: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Juan 15, 13).

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