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La crónica del futbol

Gilberto Serna

Me gusta el juego, para qué lo he de negar, si no es más que la verdad. Es un espectáculo de masas a las que enajena una pelota en los pies de ágiles mocetones, con una carga de pasión a veces exagerada. Las sonoras exclamaciones, para quien no lo conoce y pase por las afueras del estadio donde se celebra el encuentro, no sabrán a qué atribuirle los desaforados rugidos de una afición que festeja que la de gajos se introduzca en el zaguán de una cabaña. No hay mayor emoción en la vida que la producida por un gol del equipo de casa, si no me creen tomen ustedes en cuenta que ninguna otra justa deportiva produce tal arrebato. La adrenalina que corre por la sangre de los aficionados acelera los latidos del corazón que amenaza con saltarles fuera del cuerpo. Después, volverán al trajín diario ocupándose de comentar durante los días siguientes las incidencias del evento. El salir de la rutina diaria, sentir que se es parte de un equipo ganador, es lo mejor que le puede pasar a los hinchas. Ya se tienen los héroes que son necesarios para insuflar nuestro amor por el terruño.

Lo que debemos dejar sentado es que pasamos un rato sumamente agradable, hundidos en una atmósfera de gran excitación aunque hayamos asistido a un juego de nada más 25 minutos. La esférica saltaba de un lado a otro, como mujer veleidosa que no acaba de decidirse con cual galán quedarse. En un momento se rendía a los pies de los lugareños, para después irse a refugiar en los zapatos contrarios. Imaginamos que la pelota no sabía si estaba mejor con melón o con sandía, aunque sí enterada de su importancia pues sin ella no habría partido. Pese a su experiencia en esas lides, francamente se notaba asustada. Ambos bandos la pateaban a placer. De vez en vez salía rumbo a las tribunas donde el respetable la devolvía a la cancha, con insolencia y desdén, para que siguieran pateándola. La bola veía correr a los jóvenes chiflados, enloquecidos, chocando, tropezando, maldiciendo, empujándose, yendo de aquí para allá, igual que si alguien en un antro cerrado, hubiese gritado: ¡por amor de Dios huyan, nos estamos incendiando! Los árbitros, son esos sujetos, con un silbato en la boca, vestidos de negro, dando la impresión de ser invidentes, pues la mayoría de las ocasiones no marcan faltas o se sacan de la manga penaltis inexistentes, por lo que los fans se preguntan ¿qué carajos hacen en el césped? Vaya usted a saber.

Ni qué decir, es un deporte que apasiona a chicos y grandes. Es una diversión que cumple con todas la expectativas de un pueblo que está cansado de no encontrar en la política nacional hombres con ese mismo ímpetu, esa sed de triunfo, ese amor por los colores de su bandera. Los jugadores se convierten en los héroes que se necesitan en estos azarosos tiempos. De alguna manera, si no fuera por ellos, nos veríamos como un país sin goles, ¡horror! Lograron, que los fanáticos gritaran, se abrazaran, bailaran, se estrecharan las manos, sintiéndose por un momento como hermanos con un futuro halagüeño. En las tribunas, de un lado los currutacos que pueden pagar por su comodidad, enfrente unas gradas repletas de seres humanos que aguantan los ardientes y despiadados rayos solares con un estoicismo digno de admirar, más aun cuando, pasado algún tiempo, las posaderas sentadas en el vil cemento, empiezan a despedir una inconfundible emanación a carne chamuscada. Ya merito viene el nuevo estadio, aunque será casa nueva y el mismo Sol de siempre. Pero, no importa, mientras los comarcanos nos desgañitemos hasta el delirio.

Usted, amable lector, pregunte a cualquiera de los adolescentes sobre quiénes han sido nuestros benefactores patrios y encontrará que han sido reemplazados, creo que con fundada razón, por la oncena de hombres de verde que sudaron la camiseta la tarde del pasado domingo. Se aprendieron los nombres de cada uno de los jugadores, con todo y sus remoquetes, reconociéndolos donde quiera que los encuentran. A las estrellas del balompié quizá los mirará paseando por la ciudad en lujosos autos de refinado gusto. Lo merecen pues su desempeño en la actividad deportiva hizo el milagro de, por un momento, hacernos olvidar las penurias que padecemos. Y de las que nos esperan en los meses venideros. En fin, la locura se apoderó de las tres ciudades dejando las calles vacías durante el desarrollo del partido. En el estadio o frente a la pantalla de televisión miles de laguneros disfrutamos de lo que hicieron los muchachos en los escasos minutos que duró el encuentro, ¡aunque hayan jugado de la patada!

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