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¡A la madre! (léase como en recitación de Primaria)

Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

El 10 de mayo y sus festejos constituyen una de las manifestaciones primarias de nuestra esquizofrenia y desconcierto como sociedad. Como en ningún otro país, aquí se les dedican páginas, mensajes, comerciales y poesías cursis en cantidades industriales a las mujeres que han procreado. Pero se soslaya que seguimos siendo básicamente un país machista, lleno de mujeres maltratadas, de hogares con un solo padre (mejor dicho, con una sola madre) y de niños frecuentemente explotados, precisamente, por sus progenitoras. Como ocurre con tantas otras cosas, hemos forjado una mitología aplastante que nos impide ver la realidad y hacer diagnósticos que nos permitan mejorarla.

Se habla con frecuencia de que la madrecita mexicana es abnegada. Más bien es negada: por el macho, por la sociedad, por el Gobierno y, con frecuencia, hasta por sus hijos. Aunque las cosas van cambiando poco a poco, el papel que desempeñan muchas madres en este país sigue siendo el mismo que desde hace generaciones, cumplir la función de escopeta de rancho: siempre cargada y en el rincón.

Que se siguen conservando los cánones más rancios del machismo mexicano lo certifica nuestra inepta, premoderna clase política: desde “el viejerío” de Diego Fernández de Cevallos a las “lavadoras con patas” del genio Fox hasta la reciente increpación del expresidiario Dante Delgado a sus colegas senadores varones, es fácil percibir que nuestros supuestos guías y gobernantes no han dejado atrás su formación como machos.

Ahora bien: se dice que esos especímenes son educados y conformados, precisamente, por sus madres. Las cuales, al permitir que se les trate de fea forma, que se discrimine a las hijas en beneficio de los hijos, que se dé por sentado que el niño se ha de portar “como hombrecito” (o sea: irresponsablemente, sin atender a ningún tipo de obligación), están reproduciendo patrones de conducta que harán de su bodoque consentido un sujeto acostumbrado a minusvalorar a las mujeres… excepto, por supuesto, el 10 de mayo. Quizá sea una especie de compensación: por un día al año de homenaje, una vida de vérselas negras.

El lugar que ocupa la madre en el imaginario mexicano es notoriamente singular. A la patrona de la nación la llamamos (y consideramos) nuestra madrecita celestial… cosa que, hasta donde yo sé, no ocurre con las Vírgenes de Fátima, de Lourdes, del Pilar… Como que en otras partes María es la Madre de Dios y nadie intenta apropiársela para conseguir favores, sanar de enfermedades y atinar penaltis.

Singular es el vocablo mismo, con desconcertantes variaciones que los no-mexicanos frecuentemente son incapaces de descifrar. Si a alguien le dan en la madre, es que le pegaron feo o resultó engañado. Pero si un estadio está hasta la madre, es que se halla rebosante, satisfecho, pleno. Si algo está de poca madre resulta que es magnífico (¿No sería más congruente decir “de mucha madre”? Misterio insondable). Y exclamar “¡En la madre!” no es señal de que quedamos cobijados bajo su manto protector, sino más bien lo contrario: eso decimos cuando el destino nos volteó la espalda o vemos abandonar la cancha cojeando a Vuoso.

Como se puede notar, el concepto juega muy distintos roles, se aplica a múltiples situaciones, sin que quede claro de entrada si son positivas o negativas, deseables o indeseables.

Hace más de medio siglo, en “El Laberinto de la Soledad”, Octavio Paz hizo una elaboración intelectual-histórica-antropológica sobre la madre mexicana primigenia, la Malinche; y sacó algunas conclusiones que siguen siendo repetidas en no pocas instancias. Una de ellas es la noción de que, por nuestra historia (que pocos conocen con claridad, todo sea dicho) los mexicanos nos sentimos hijos de la india violada, y nos rebelamos ante la injuria propinada a la progenitora. Otra, que esa rebelión suele traducirse en el hermetismo del macho, que se niega a ser hollado, “abierto”, “rajado” como quien le dio origen, y reafirma su condición varonil por todos los medios posibles, haciendo el ridículo tirando balazos al aire, proclamando su valía mientras se orina los pantalones ahogado de borracho, y declarando su condición de macho a voz en cuello… como si necesitara asegurarlo a cada rato, quizá porque él mismo duda de su condición.

Habría que hacer notar que desde la publicación de El Laberinto de la Soledad este país (al menos como Estado independiente) se hizo 40% más viejo, y algo me dice que ha cambiado. Los valores de la modernidad, mal que bien, se han ido introduciendo en una sociedad conservadora, cerrada y cerril por tradición, flojera y creo que hasta por cuestión genética. Pero no en todos los casos, no en todas las regiones, como lo prueban los pueblos oaxaqueños en que las mujeres no pudieron votar ni ser votadas… en 2007: ahí síganle con la roña de los usos y costumbres. Pese a todo, el México de hoy no es el de 1950 (aunque haya retrógrados que siguen viviendo en 1938). Eso nada más para empezar.

Pero la construcción intelectual de las consecuencias sociales de la tragedia nacional madre-violada-Malinche y padre-ausente-Cortés como que ya estiran demasiado el imaginario popular y la mitología de que hablábamos antes. Que un 24% de los niños nacidos en México este siglo haya venido al mundo fuera del matrimonio no es culpa del audaz extremeño, sino de la irresponsabilidad paterna vista como normal por buena parte de la sociedad. Que un alto porcentaje de la fuerza de trabajo esté constituida por madres solteras, que hacen malabares para ganar el pan y educar a los críos, no tiene nada qué ver con lo facilona que resultó doña Malitzin, sino con la incapacidad del Estado mexicano en dar garantías legales a quienes resultan bailando con el más feo y cambiándole los pañales al más apestoso; y con una sociedad que, en muchos sectores, considera que el hombre tiene derecho a botar los ahorros familiares en alcohol y mujeres, y no dejarle a sus vástagos sino un remoto recuerdo, una foto desvaída y, si bien les va, el apellido. Ah, pero eso sí: para cualquier patán irresponsable no hay mujer más perfecta que su madre. Y es capaz de matar a quien ofenda, de mil maneras imaginarias, a su jefecita santa. Uh, que no se le ocurra a nadie ultrajar al susodicho por vía materna, porque entonces sí arde Troya. Como dice la célebre cuarteta tradicional:

“Hijo soy de padre desconocido y no me agüito, Pero pego el gran grito cuando me mentan la madre”

En fin, que deberíamos reflexionar seriamente sobre la estridente apología que se hace de la madre durante estos días, y de lo hipócrita que suele resultar la realidad durante todo el año. Como sociedad debemos cerrar filas y condenar las conductas prepotentes e irresponsables, el machismo pestilente que se presenta en ambientes tanto de guaripa como de traje y corbata, la minusvaloración de la mujer en la práctica cotidiana, laboral y escolar, en la calle y en la casa. Mientras no lo hagamos, muchos de nuestros lastres y atavismos, los que nos anclan en el pasado, el atraso y la miseria, ahí seguirán.

Y sí, hemos cambiado. Pero falta mucho por cambiar.

Consejo no pedido para recitar con brío “Mamá, soy Paquito/ ya no haré travesuras”: Nomás por no dejar, lea “El Laberinto de la Soledad”, a ver qué tanto le parece que funcione en el Siglo XXI. ¿Estamos condenados a no zafarnos de nuestras obsesiones? Provecho.

PD: Pocos buenos, y se nos van: durante lo que nos queda de vida echaremos de menos la punzante ironía y el cáustico humor de José Antonio Jáquez. Dios, cómo lo vamos a extrañar.

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