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Mujer y violencia: una vez más

Las laguneras opinan...

Mussy Urow

En las últimas semanas se comprueba de nueva cuenta la ilimitada capacidad de algunos senadores de la República Mexicana para sorprendernos; ni Lope de Vega o Juan Ruiz de Alarcón (el único mexicano del Siglo de Oro español) hubieran expresado mejor el reto a duelo escenificado por Dante Delgado y Rubén Camarillo. Todo por que al senador Delgado le pareció que los panistas no fueron lo suficientemente hombrecitos y dejaron que una mujer repudiara, en nombre de su partido, la toma de la tribuna por los eximios perredistas. Una mujer, qué horror. Igualita opinión a aquélla de “una diputada que se deja agarrar las piernas”. ¿Con qué más podrán asombrarnos? ¿Qué será mayor, su creatividad para la estulticia o para escenificar el ridículo? Ya de por sí es imperdonable el desperdicio de tiempo y recursos que éstos “dizque representantes nuestros” hacen desde su privilegiada posición, pero más grave y triste aún comprobar el arraigo de ideas y opiniones machistas respecto a la mujer.

Uno piensa (erróneamente) que al menos en ámbitos donde se aprueban leyes, como la tan cacareada nueva Ley Contra la Violencia Intrafamiliar, aprobada justamente en marzo pasado, ya se habrían superado estas divisiones de género. Pero bueno, ¿quién dice que en el Senado están nuestros mejores hombres?

El tema de la mujer se asocia con muchos otros, pero cuando está ligado al de violencia, ella es casi siempre la víctima.

Hace poco más de un mes se publicó en este diario un escalofriante reportaje sobre mujeres encarceladas en el penal femenil de Santa Martha Acatitla en el Distrito Federal. En él se describe brevemente el caso de dos de las 300 homicidas que pasaron de ser víctimas a victimarias. Una de cada diez internas en la Ciudad de México está ahí por matar al padre o al marido: homicidio por razón de parentesco o por violencia intrafamiliar. Purgan condenas de veinte años o más; están separadas de sus hijos, las que los tienen; en algunos casos, se sienten tranquilas y seguras de haberlos puesto a salvo con su acción.

De acuerdo a datos ofrecidos en el mismo reportaje por la directora general de estadística del INEGI, “México carece de un registro confiable del número de denuncias levantadas por mujeres víctimas de violencia, no se tiene un conteo puntual de los ingresos hospitalarios por ese motivo ni tampoco se conoce a exactitud el número de feminicidios cometidos al año”. (Las muertas de Juárez, como muestra mínima…) Según la misma funcionaria, “América Latina es la región más peligrosa para la mujer, sólo después de África, que carece de datos de género”.

Recordé este reportaje a raíz del recientemente revelado caso del ingeniero austriaco que secuestró por 24 años a su propia hija en un sótano y mantuvo con ella relaciones incestuosas. Según las primeras notas publicadas, este hombre gozaba de excelente reputación en la pequeña ciudad donde vivía con su esposa. Si hubiéramos leído esta historia en una novela o visto en el cine, nos habría parecido cuando menos, exagerada e increíble: veinticuatro años incomunicada del mundo exterior. Y sin embargo, la noticia que confirma la paternidad de siete hijos procreados en forma incestuosa con su hija, ha dado ya varias vueltas al mundo. Esta infeliz mujer, vejada por su propio padre purgó una condena como la de las mujeres de Santa Martha Acatitla sin haber cometido un crimen. Es una historia aberrante y ocurrió en pleno siglo XXI, en una ciudad europea, no en África, ni en Asia, ni en la violenta América Latina.

El problema del incesto no se limita a un grupo social o etnia particular y es una práctica prohibida y condenada universalmente desde la antigüedad; por lo general es vista como un tabú, con horror, pero ocurre hasta en las mejores familias. Sin ir más lejos, en nuestro país, mucho antes de que el sociólogo Oscar Lewis publicara “Los hijos de Sánchez”, el incesto era ya (y sigue siendo) una forma más de violencia intrafamiliar; es de esas prácticas que nadie se atreve a denunciar y que cuando se hace, las pocas veces que se presenta, queda en eso: una denuncia nada más. La abogada penalista Patricia Olamendi (mismo reportaje mencionado anteriormente) refiere que “en nuestro país, la mitad de las legislaciones sigue otorgándole a los hombres penalidades ridículas que no los llevan a la cárcel aun cuando matan a sus esposas o concubinas”.

Hay muchas formas de violencia en contra de la mujer: desde las sutiles y disfrazadas que se manifiestan en la intimidad, las que se sufren, ocultan y callan por vergüenza o temor, hasta las públicas y evidentes, como el caso –ese sí mexicano- de la indígena oaxaqueña que quiso ser presidenta municipal de su comunidad, pero se lo impidieron los “usos y costumbres”, o la de las dos locutoras, también indígenas de Oaxaca asesinadas y en cuyo caso nadie, absolutamente nadie pudo intervenir por no contravenir los “usos y costumbres”. Esta frasecita suena medieval ¿no le parece?

Pero mientras esas tradiciones se fomenten y apoyen y siga habiendo senadores tan orgullosos de su masculinidad, la vida de muchas mujeres en México seguirá siendo violenta y peligrosa, porque aunque se aprueben todas las leyes que Usted quiera, de nada sirven si no se aplican.

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