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La (nueva) soledad adolescente

Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

Desde hace unos días se han venido dando en varias ciudades del país incidentes que, creo yo, no han ocupado el lugar que deberían dentro de las preocupaciones nacionales. Claro que, en este país sin problemas, es más importante saber quién firmó qué papel hace siete años; o si hay que poner a investigar eso a los parásitos mejor pagados del mundo (esto es, nuestros diputados federales). Pero a mí, la verdad, me ha alarmado lo ocurrido, que tuvo su génesis en la ciudad de Querétaro.

Durante varias horas, y coordinados por las herramientas de su tiempo (e-mails, blackberries, mensajes de texto en celular), varias docenas de adolescentes que presumen de gruesos, incursionaron por las calles del Centro de Querétaro, emprendiéndola a golpes contra los muchachos de su edad que, por su vestuario, apariencia o simple jeta consideraron que eran “emos” (o sea, emotivos: sensibles, depresivos, melancólicos o, como decíamos hace 35 años, azotados). El propósito de los punketos y darkies era correrlos a patadas y “recuperar espacios” que, según ellos, les habían robado. Hubo varios heridos y dos docenas de detenidos por la eficaz Policía queretana, que intervino un par de horas después que se había agredido al primer inocente. A lo largo de los días siguientes, hubo incidentes semejantes en otras ciudades.

Ojo: no se trató de lucha de clases, proletarios contra burgueses. Ni de ninguna otra razzia estúpida en las que fuera tan prolífico el siglo en que nacimos (niños de las HitlerJügend macaneando judíos, skinheads apaleando turcos, kukluxklanos linchando negros, hindúes masacrando musulmanes), no. Eran jóvenes persiguiendo a sus iguales de la misma edad por no asumir una actitud nihilista ante la vida, por no escuchar cierto tipo de música. Por no rebelarse ante la vida, y en vez de eso, deprimiéndose por ella.

Un servidor tiene treinta años dando clases a adolescentes. Sí, toda una vida. Y aunque Ripley lo dude, también fui adolescente. Así que puedo hacer muuuuuchas comparaciones y extraer conclusiones sobre lo que ha sido ser joven en Torreón por lo menos a lo largo de dos generaciones (hoy les doy clases a los hijos de aquéllos a quienes di clases hace veinticinco años; y no, mucho me temo que la genética no suele ayudar…).

Por supuesto, y como decía Elena Poniatowska (cuando decía cosas sensatas) nadie entiende la soledad de un joven de quince años… incluso cuando uno los haya tenido. Y es que ésa es la edad de los múltiples traumas, desafíos, descontroles, destanteos. Primero está el maremágnum hormonal. Luego, hay que rebelarse contra los padres, la autoridad y la Iglesia, pero hay que ser aceptado por otros espinilludos igual de atarantados que uno. Hay que pertenecer a un grupo, pero ese grupo no sabe ni qué hacer, aparte de escuchar lo que se tiene que escuchar y discutir las mismas tarugadas (aunque el nombre de los tarugos cambie año con año). Hay que empezar a entender el sexo y sus avatares, aunque desde entonces uno intuye que NUNCA va a entender a las mujeres (una de las pocas intuiciones adolescentes certeras).

Para fruncir lo arrugado, escolarmente es la etapa más volátil: de secundaria a prepa a carrera. Claro que si uno escoge la UNAM como universidad, se puede pasar allí diez o doce o catorce años para madurar. Ventajas de que el estúpido pueblo pague, vía sus impuestos, para mantener fósiles.

En toda generación existen especímenes que se salen de la norma: muchachos a quienes les interesa la filosofía, la ciencia, la historia, y tienen la extraña costumbre de leer… lo que, en este país de analfabetos (muchos de los cuales ocupan puestos de elección popular) los convierte en bichos raros. Como hay quienes sencillamente no se adaptan (por problemas familiares, por un ambiente escolar desfavorable, porque son más pesados que el plomo, porque no entienden su entorno) y se aíslan en la timidez huraña o el silencio catatónico. Los hay que proyectan una angustia existencial marca Igmar Bergman porque ninguna chava los pela (eso sí, ni siquiera se peinan) o porque sus padres no los comprenden (¡novedad, novedad!) o porque ya les empieza a pesar la insoportable levedad del ser lagunero y que el Profe ya no nos cuide. Los que están al borde del suicidio lunes, miércoles y viernes y lo proclaman a los cuatro vientos sin que nadie los tome en cuenta. Los que leen a Herman Hesse como si fuera la Revelación y creen que la existencia no tiene sentido cuando les resta vivir un 70% de la misma, según el INEGI. Ésos eran los que, en mis tiempos, hace siete lustros, llamábamos “azotados”.

La existencia de los inadaptados juveniles pertenece al ámbito de lo natural y esperable. De hecho, lo antinatural es que tantos y tantos jóvenes sigan hoy en día los rituales y modas impuestos por Televisa, RBD y mecanismos de control semejantes. Mucho me temo que la robotización de nuestros jóvenes, de unos quince años a esta parte, resulta cada vez más notoria: tienen menos intereses espirituales, se aburren con facilidad, nada parece satisfacerles, son mucho más borreguiles (el joven siempre tiene que andar en manada) de lo que uno recuerda del pasado, recurren a la violencia fácil, son cada vez más clasistas e incorrectos políticamente. Y cada vez están peor educados, en el sentido académico y social del término.

Las explicaciones para ello son múltiples y la mayoría válidas: el bombardeo masivo de todo tipo de mensajes, la mayoría de ellos inocuos o de plano nocivos; nuestro pésimo sistema educativo, en el que gastamos una mayor proporción del PIB que los países ricos, pero que se halla en manos de un sindicato que haría sonrojar de vergüenza a Al Capone y sus torpedos; la cada vez más notoria ausencia de los padres en el ámbito de sus hijos, sea por paternidad solitaria, por las rupturas matrimoniales o por las prolongadas jornadas de trabajo; la cada vez menor influencia de figuras de autoridad tradicionales como el sacerdote o el profesor, devaluadas por los mismos padres; el descarnado materialismo y consumismo que se promueve a todas horas y por todos los medios; la profunda decepción por haber nacido en un país que no tiene remedio, que se niega a cambiar y que se complace en su mediocridad; la ausencia de líderes de todo tipo (deportivos, juveniles, políticos, religiosos, éticos…) en una sociedad que da tumbos para todos lados. La lista es más larga que una novela rusa.

Por supuesto, de la decadencia juvenil ya se quejaban en la Atenas del Siglo V a. C.; de hecho, la primera referencia de un padre quejándose de un hijo descarriado proviene del buen Príamo, rey de Troya, en el Canto XVI de “La Ilíada”… hace tres milenios y medio. No hay nada nuevo bajo el sol.

Lo que llama la atención de los sucesos de Querétaro es que el enfrentamiento se debió, en teoría, al antagonismo entre diferentes enfoques vitales: los emocionales batidos por aquellos que tienen “los pies (y los puños) en la tierra”. Hasta ahora, a quienes decidían aislarse del resto de sus congéneres se les dejaba en paz. No se les hostigaba ni agredía, con las ocasionales excepciones de cuando eran objeto de chistes crueles. ¿Qué pasó en Querétaro?

¿Será que nuestros jóvenes han sido sometidos a un lavado de cerebro tan fuerte que consideran las emociones como algo no sólo furris sino perseguible? ¿Está la violencia tan a flor de piel que parece lícito dirigirla a los “distintos” de su propia edad? ¿Están algunos tan desesperados que desean liquidar a quienes tienen sentimientos? ¿Qué espacios tenían que recuperar los anarquistas, si el anarquismo no los requiere?

Muchas preguntas y pocas respuestas. Se la dejo de tarea… mientras ve cara a cara a su hijo adolescente.

Consejo no pedido para no angustiarse por haber reprobado Introducción a la Plastilina III: Si tiene menos de dieciocho años, lea “El lobo estepario” y “Siddartha”, de Herman Hesse. Si tiene más que eso, ni se moleste. Es cuestión hormonal. Provecho.

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