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Días complejos/Sobreaviso

René Delgado

Muy viejos problemas tuvieron expresión esta semana. Uno de ellos, al menos con solución o, si se quiere, con posibilidad de solución. Se trata desde luego del establecimiento de los juicios orales.

Esos juicios que pueden significar una revolución en el sistema judicial mexicano si no pasaron desapercibidos tampoco tuvieron el espacio mediático que merecían. Les arrebataron ese espacio las colillas de los fumadores inhibidos, las expresiones de intolerancia y corrupción que se repiten en la izquierda perredista, el accidentado debate de una reforma –la petrolera– cuyo contenido aún es desconocido y el resbalón del empresario y secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño. Por fortuna, esta vez el protagonismo corrió por cuenta de Bob Dylan que cantó, pero no del modo espectacular que se quería.

Así de complejos y arrebatados son estos días.

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Fuese por que el desconcierto nacional confunde lo importante con lo anecdótico, la virtual aprobación de la reforma judicial no se dimensionó en su justa medida.

De esa reforma se destacó, sobre todo, la supresión de la posibilidad de llevar a cabo allanamientos sin orden judicial, pero su parte medular, aun hoy, no cobra su auténtico tamaño. Desde luego, era y es valiosa la aportación perredista para acotar los excesos que –por la puerta de atrás de su grandeza– esa reforma judicial pretendía, pero lo sustancial de ella no se apreció en su justa medida: los juicios orales.

El establecimiento de esos juicios sacudirá la forma de enseñar, ejercer, practicar y administrar la justicia y el derecho. Ese solo cambio, tanto en las aulas como en los juzgados, las fiscalías y los despachos, obligará a transformar un sistema que, de opaco, burocrático y lento, frecuentemente denegaba la justicia o, peor, la corrompía. Se abre con la reforma la posibilidad de imaginar –ojalá, de realizar– un tipo de justicia distinta a la que hoy se imparte. No es cosa menor.

Víctimas y acusados podrán ahora alimentar la esperanza de reponer la confianza en un sistema judicial que, de pronto, se volvía en su contra o bien subastaba su suerte. El solo hecho de que, ahora, las partes puedan conocer el rostro de los jueces y escuchen públicamente y de viva voz sus argumentos obligará a imprimirle otro tono y tenor a la justicia que es, a fin de cuentas, el cimiento donde se finca un auténtico Estado de Derecho. Hoy saber por qué una sentencia tiene tal o cual sentido es tanto como entrar en la dimensión desconocida.

En cierto modo, sin nunca habérselo propuesto, el sistema judicial había incorporado a “los jueces sin rostro”. Las partes involucradas en los juicios, frecuentemente, asistían a su proceso sin ni siquiera conocer al juez que llevaba la causa y, desde la perspectiva de los medios de comunicación, ese oscuro personaje por lo general aparecía como el eslabón perdido que con sus sentencias frecuentemente dejaba por resolución una enorme duda.

Falta, desde luego, implementar esos juicios, remover una cultura que por siglos hizo de la justicia una suerte de secreto público y falta por ver cómo universidades, tribunales y despachos acogen y desarrollan la nueva cultura. Pero el solo hecho de sacudir un sistema que, de injusto, había socavado la confianza en la justicia es un paso importantísimo del cual hay que felicitarse.

Por eso, no sorprende que un personaje como José Luis Soberanes, nada más y nada menos que el ombudsman, califique a los juicios orales como una vacilada. Cómo no iba a darles esa bienvenida, si el terreno donde él oculta su gestión como procurador de los derechos humanos es precisamente el de la opacidad y la penumbra. Viniendo de Soberanes la descalificación puede celebrarse la decisión de explorar otra forma de impartir justicia.

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Con todo, esa importante decisión alentada por un grupo ciudadano y respaldada por un grupo importante de legisladores no tuvo la atención debida porque, en estos días complejos, la estridencia maltrata la armonía.

Más atención se prestó –¡vaya de qué manera!– a la prohibición de fumar en lugares públicos. Al ejercicio de quemar tabaco donde sea, más de un connotado periodista e intelectual dedicó su artículo o comentario, como si la República se tambaleara por dejar de echar humo o nada le costara al Estado atender a quienes tenemos ese vicio. Pero, bueno, ésa fue la anécdota de la semana que nada gustó a los industriales del tabaco que ahora defienden el placer de fumar como una sacrosanta garantía individual.

El otro tema de esta semana, ése sí inquietante, es las expresiones de intolerancia de una izquierda presuntamente democrática, pero dispuesta linchar a quien no esté con ella. El discurso radical, incapaz de reconocer hasta los logros de la misma izquierda, surte el efecto previsible: dividir y marginar a una fuerza que, en el desacuerdo, pasa por alto la forma en que se aísla y debilita. El que los agraviados por esa porción radical acudieran no a la sede del partido, sino a la oficina del ex candidato presidencial Andrés Manuel López Obrador, a suscribir una tregua, dimensiona la pérdida de la institucionalidad política. ¿Por qué ir a la casa del ex candidato y no a la dirección del partido?

Ahí se ve el peso del caudillo sobre la institución partidaria. Un caudillo, por lo demás, que no aprende de las malas experiencias. Ver y oír a René Bejarano de nuevo como operador de Andrés Manuel López Obrador derrumba el discurso de la honestidad, la lucha contra la corrupción y la defensa de los intereses nacionales. El daño que René Bejarano y, por su lado, Rosario Robles le han hecho la izquierda perredista no tiene límite y, por lo visto, su horizonte se amplía.

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Los otros dos asuntos que hicieron desmerecer la reforma judicial fueron los términos del debate de una reforma petrolera que ni siquiera alcanza a enunciar su contenido y, desde luego, el enredo que personifica el secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño.

El debate de la reforma petrolera comienza a desvirtuar la posibilidad siquiera de hablar en serio de la materia. El Gobierno juega a hacer tiempo para remontar la fecha conmemorativa de la expropiación petrolera, pero su silencio es la oportunidad del alarido para repudiar cualquier cambio en esa industria nacional. Y, ahora, ese debate lo complica el secretario Juan Camilo Mouriño que, como otros panistas célebres, desconoce el límite y el horizonte de la función pública y el negocio privado.

Si en el sexenio pasado la hermana del presidente de la República, la entonces senadora Luisa María Calderón, criticó a Diego Fernández de Cevallos por litigar como senador y legislar como abogado, ¿quién va a criticar ahora a Juan Camilo Mouriño?

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En todo caso, estos días complejos anticipan una primavera verdaderamente caliente con la huelga en la Universidad Autónoma Metropolitana, el aniversario del PRI, la negociación con los trabajadores electricistas, la elección interna del PRD, la conmemoración de la expropiación de la industria petrolera y del nacimiento de Benito Juárez; estuvo por acá Bob Dylan: una leyenda que, en vivo, impresiona, pero se desdibuja.

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