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Café amargo, el sabor de la esclavitud en Chiapas

En Chiapas aún es posible atestiguar una especie de esclavitud moderna que se alimenta del sudor, pobreza y necesidad de los trabajadores agrícolas guatemaltecos. (El Universal)

En Chiapas aún es posible atestiguar una especie de esclavitud moderna que se alimenta del sudor, pobreza y necesidad de los trabajadores agrícolas guatemaltecos. (El Universal)

El Universal

Como en los tiempos previos a la Revolución, en las fincas chiapanecas trabajadores guatemaltecos son explotados y discriminados en la producción de café.

Explotación, abuso, discriminación e ilegalidad. Son los ingredientes de la mezcla de café amargo que se produce en las fincas chiapanecas.

A unos cuantos kilómetros de Tapachula, en las grandes explotaciones cafetaleras, es posible atestiguar una especie de esclavitud moderna que se alimenta del sudor, pobreza y necesidad de los trabajadores agrícolas guatemaltecos.

Así ha sido durante décadas.

Pero el abuso en contra de estos trabajadores es poco denunciado.

De tan común y cotidiano, pocos en Chiapas se atreverían a calificar como ilegales las condiciones en las que se subsiste en las fincas, no sólo de café, sino de plátano, cacao y caña de azúcar.

Como en la época de la hacienda feudal, está prohibido salir mientras dure el contrato de trabajo; el alimento, techo y cuidado lo provee el patrón; y lo que no da él, sale del bolsillo del trabajador al estilo de las tiendas de raya.

“Así es la vida del pobre, dichoso el que vive de otra forma”, suelta con dolorosa crudeza uno de los trabajadores guatemaltecos que espera en la Casa Roja del Instituto Nacional de Migración, justo en la frontera de Talismán, su permiso temporal de trabajo.

Día a día, sobre todo en los últimos y primeros meses del año, es posible observar la peregrinación de cientos de familias guatemaltecas hacia las grandes explotaciones agrícolas del sur del país.

“Se trasladan a Chiapas siempre con sus familiares, con sus esposas e hijos”, explica una funcionaria del ministerio del Trabajo de Guatemala, ubicado a unos pasos del cruce fronterizo.

Los jornaleros visten con pantalones viejos, sucios y rasgados. Algunos llevan tenis desgastados o guaraches empolvados.

Cargan mochilas o hasta maletas con ruedas para arrastrar.

Pero por la ropa, insisten, se les distingue de aquellos guatemaltecos que buscan migrar a Estados Unidos.

Llegan a esperar, para ser enganchados o para que se tramite su permiso, de dos a tres días.

Lo hacen en plena acera y casi sobre el puente fronterizo.

No requieren de herramienta para el corte de café porque ésa la facilita el patrón, pero “no nos dan los trastes donde comer” por eso cargan con toppers, señala un joven de no más de 20 años, pero ya acostumbrado al trabajo de la finca.

Tan sólo en enero pasado el INM documentó a 3 mil 900 trabajadores agrícolas de Guatemala para el trabajo en alguna de las 520 fincas registradas en Casa Roja.

Los contratos duran entre 4 y 6 semanas y la paga va de los 50 a los 100 pesos por caja de café: “si están un poco chuecos los cafetales pagan 100 para que la gente aguante”, explica Emilio Aguilar, un contratista o gestionador como se conoce aquí a los que juntan trabajadores para las fincas.

Pero aún ganando poco, la paga del lado mexicano es mayor a lo que se ofrece en Guatemala.

Por eso los jornaleros se venden por casi nada: “los mexicanos tienen el derecho de apoyar que les paguen otro precio, pero nosotros como guatemaltecos el precio que nos dicen, ese es” señala Demesio Velázquez quien esperaba partir hacia Huixtla con su familia para el trabajo en una finca.

Antes de cruzar a México escucharon la perorata que siempre precede su salida a las puertas del Ministerio del Trabajo:

“¿Saben que van a la pizca de café en la Finca el Portillo? ¿Que el precio es de 52 por caja? ¿Que el contrato incluye dos tiempos de comida?... Como derecho tienen las habitaciones, la asistencia médica, que no los tengan a la intemperie, que tengan techo”.

La jornada laboral inicia a eso de las seis de la mañana.

Antes de coger rumbo al monte por caminos accidentados y pendientes acentuadas, hombres y mujeres, “patojas y patojos” y, en ocasiones, recién nacidos envueltos sobre el tórax de su madre, se sientan apretados sobre bancas largas que rodean las mesas de los comedores comunales.

Ahí desayunan lo de todos los días, y lo que comerán al final del corte: arroz, frijoles y tortillas.

Y si el finquero es generoso, en la noche tendrán derecho a una colación de pan duro y té. No hay más.

Para la leche, atún, galletas o para cualquier alimento adicional “la finca tiene tiendas y nos van descontando después”, explica uno de los trabajadores del cafetal San Antonio, en la zona más alta de Tapachula y de las pocas que aún estaba en temporada de corte a finales del mes pasado.

Y dice sin ironías, “si uno se pone a comprar se regresa con nada”.

Así que con poco en el estómago empieza la rutina del café.

Trepar, alcanzar, acarrear al lomo, caminar, escoger y luego -24 horas después-, volver a empezar.

Lo hacen los hombres, las mujeres y los niños también.

Cerca de la una de la tarde comienza el regreso hacia los galerones donde se separa el café.

Pueden ser recorridos de más de una hora con costales repletos de cereza que duplican el peso de quien los lleva a cuestas.

Y ahí también se observa a niños y niñas, encorvados, pero que descienden con mayor agilidad que los mayores.

Ya sentados en el suelo, mientras separan de manera automática el grano rojo del verde, emergen las historias de vida:

“Tiene siete años que me dejó mi esposo y desde esa fecha estoy trabajando aquí”, relata una mujer menudita con el cabello pegado al rostro empapado en sudor.

Delante de ella, y sin levantar la mirada, está su niña de seis años, a “la que no le gustó la escuela” y motivo por el cual pizca un año sí y otro no, como hace un gran número de familias que educan de manera itinerante a sus hijos con la esperanza de que por lo menos lean y escriban.

—¿No está muy chiquita para decidir?

La respuesta es tan fría y cruda como el galerón de la finca, donde todo es trabajo y no hay jugueteo a pesar de la presencia de un gran número de niños: “ésa es su profesión”, dice sin dejar de separar los granos.

A escasos metros de ellas, también sentados sobre el suelo, están Giovanni y su hermano Israel, de 10 y 7 años, respectivamente.

Acaban de depositar la carga que como burros acarrearon de la parte más alejada de la finca.

“Esto lo recogimos entre todos y lo echamos aquí”, indica Giovanni, un niño cuya voz se extingue como su cuerpecito de no más de un metro de estatura.

Tiene apenas diez años, pero narra que “ya tiene tiempo” dedicado a la pizca, al menos desde que los dejó su papá.

—¿A qué hora les toca la hora de la comida?

—A las dos de la tarde.

—Estás a punto de perdértela.

—Ya pues.

—¿Si no has acabado comes o sigues trabajando?

—Sigo trabajando.

Ayudan a su madre y resulta lógico.

En las fincas no hay escuelas y sí muchos incentivos para que ellos laboren.

Se paga por caja. Y por ende: más manos, más paga.

“El domingo no es obligado, pero nosotros por unos centavitos, sí vamos a cortar”, indica Norma, una trabajadora agrícola cuyo hijo de 14 años ya es casado.

El trabajo es voluntario, pero a decir del quinto visitador de la CNDH, Mauricio Farah, se estaría tipificando “la trata de personas”. Agrega que hay complicidad de “las autoridades locales, del estado y federales”, porque conocen las condiciones en las que se encuentran los jornaleros, saben “que permanecen en la finca, que no pueden salir, que se les cobra el alimento y que son obligados a trabajos en condiciones inhumanas y degradantes”.

Las galleras, como se les dice a las estancias donde duermen los jornaleros, van desde pequeños cuartos modestos con colchones hasta un establo con costales.

“Si tenemos dónde dormir, bien, si no, qué le vamos a hacer”, señala Obdulia una mujer que lleva ya una década como cafetalera.

En la Finca San Antonio, se cuenta con una serie de cuartitos separados para las familias -que se acomodan como pueden y dependiendo del número de integrantes- y una especie de nave industrial de lámina y sin ventanas para los hombres solteros.

Ahí se suceden hileras largas, con literas metálicas sin colchón de tres niveles.

Los trabajadores las recubren de plástico “para que no se cuele el frío”.

Pero pocos denuncian ante Migración sus condiciones laborales, sólo cuando el patrón decide reducir el monto del pago al fin del contrato.

“Encontramos a empleadores explotadores que quieren abusar de ellos y finalmente este círculo vicioso termina por completarse con una autoridad omisa tanto en la regulación, como en la aplicación de la Ley” expone Mauricio Farah de la CNDH, que a la fecha investiga una denuncia de una trabajadora agrícola guatemalteca.

Entre las prácticas más comunes en contra de los trabajadores agrícolas está la retención de sus documentos.

Lo peor es que cuentan con la complicidad de las autoridades migratorias que impiden la salida de los jornaleros de la estación de Casa Roja hasta que llegue el transporte de los finqueros para desplazarlos a la explotación.

“Lo que pasa es que hay personas que llegan un día y se retiran, entonces el finquero ya invirtió” intenta explicar la agente de Migración, Iris Marbella Mejía, quien a la pregunta expresa sobre la legalidad de retener documentos termina por responder con un “no, no sé”.

Y luego justifica: “muchas veces el trabajador confía en el patrón”.

Pero el visitador de Derechos Humanos, Mauricio Farah, aclara que “es ilegal y muy penoso que una persona del Instituto Nacional de Migración no conozca la Ley, porque eso implica permitir que el empleador pueda mantener al trabajador en condiciones de esclavitud”.

La Secretaría del Trabajo tampoco realiza verificaciones dentro de las fincas.

Y así persiste y se agrava la vulnerabilidad. En éste, que pareciera el país de nunca jamás.

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