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El pivote de la izquierda

Sobreaviso

René Delgado

A las puertas de la recesión económica, entre el tiroteo del crimen organizado que tiene contra la pared al Estado, de cara a una canasta legislativa cargada de reformas importantes, frente a grupos tentados por la lucha armada y en medio de la contradicción que a veces lo disminuye o nulifica, el perredismo arrancó la competencia interna por la dirección de su partido.

Los dos principales competidores, Alejandro Encinas y Jesús Ortega, registraron ya su candidatura, mientras el perredismo se juega con ellos la posibilidad de ser partido y, a la vez, de ser Gobierno. No es poco lo que se juegan.

Importará desde luego determinar al sucesor de Leonel Cota Montaño en la presidencia del Partido de la Revolución Democrática, pero importará más saber si el perredismo le ofrece o no a una muy buena porción de la ciudadanía un instrumento político –como lo es un partido– para participar en la idea de construir otro tipo de país y otro tipo de Gobierno.

Si el perredismo no gobierna, civiliza y le da verdadero contenido a la elección de su próxima dirigencia, el peligro de ruptura en esa formación será algo más que una posibilidad. El radicalismo que confunde partido con movimiento o el reformismo que confunde política con negocio podrían terminar por hundir las posibilidades de una fuerza que, al menos hace año y medio, estuvo muy cerca de ocupar la residencia oficial de Los Pinos.

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Lo curioso del concurso por la dirección partidista es que tanto a Alejandro Encinas como a Jesús Ortega –ambos con personalidad y trayectoria política propia– los marca la distancia con Andrés Manuel López Obrador. A Alejandro Encinas, su cercanía; a Jesús Ortega, su distancia.

En ese marco, la disputa interna pareciera tener por eje la relación de ambos cuadros frente a ese factor de peso que es el ex candidato presidencial. Sin embargo, si Encinas y Ortega no son capaces de cambiar ese eje y colocar al centro del debate por la dirección del partido qué tipo de izquierda debe construirse, la elección perredista se reducirá a un ajuste de cuentas que colocará a esa fuerza al borde de la fractura.

Igual que Cuauhtémoc Cárdenas, Andrés Manuel López Obrador no ha sabido cómo invertir su capital. De pronto, el tabasqueño parece un político que se crece enormidades al castigo, pero se confunde terriblemente en la derrota. En esa última circunstancia, despilfarra su capital, debilita al partido y deja sin verdadera opción política a los millones de electores que, no sólo en las urnas, le manifestaron su simpatía.

Desde esa perspectiva, si los candidatos a la dirigencia del PRD caen en el garlito de reducir la competencia a definir su postura ante el caudillo convertirán la elección en un ejercicio de eliminación que, a la postre, golpeará las posibilidades del propio perredismo. Reducir el concurso electoral a una pugna entre “leales” y “desleales” al lopezobradorismo hará del perredismo una suerte de secta que, sin duda, provocará desinterés en el electorado. Y, a la vez, convertirá su elección en un espectáculo de acusaciones mutuas.

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A partir del 2 de julio de 2006, el perredismo ha perdido la oportunidad de hacer sentir su verdadero peso en la escena política como una fuerza organizada en un partido.

El lenguaje perredista se ha ido pervirtiendo, ya un colega lo decía. Dialogar es traicionar, negociar es transar, acordar es ceder, reconocer es sucumbir y, así, se reniega de la política sin optar por prácticas de participación mucho más radicales. Juegan en la raya, sin advertir que abandonaron el terreno de juego.

La falta de autocrítica y de definiciones serias sobre el qué hacer después de la contienda presidencial ha llevado al perredismo a una actuación política ineficaz, marcada por la contradicción e invariablemente por la reducción o la nulificación de su fuerza.

Andrés Manuel López Obrador parece haber olvidado que, en la adversidad, lo hizo crecer su capacidad e imaginación política para proponer y construir; ahora, en la derrota (tramposa o no), la capacidad de resistir y oponer no le ha dejado dividendos si, en verdad, quiere hacer política. Dicho metafóricamente, el lopezobradorismo ni se baja de la banqueta ni se sube a la montaña. Le apuesta a un movimiento sin tener verdaderamente claro a dónde va.

Reducir la contienda por la dirección del partido al campo de la pureza opositora no le reportará ganancia alguna al perredismo. Podrá purgar a los “desleales”, podrá construir monumentos a “los leales”, pero no podrá desplegar sus posibilidades. En otras palabras, llevar la contienda hacia dentro del perredismo y no hacia afuera, esto es, hacia al campo de las definiciones de la izquierda frente al cúmulo de problemas que el país arrastra, terminará por fijar el límite y no el horizonte del perredismo.

¿Qué hacer frente a la recesión estadounidense? ¿Cómo encarar al crimen organizado? ¿Cuál postura impulsar frente a la necesidad de sanear y reformar a Petróleos Mexicanos? ¿Cómo recomponer el Instituto Electoral? Son preguntas a las que se responde con lemas, coros y consignas, pero no con alternativas posibles.

Una y otra vez el perredismo ha dejado saber en contra de qué está, pero no siempre deja saber a favor de qué está.

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Si, en la elección interna, el perredismo no consigue rebalancear y reequilibrar oposición con proposición, dureza con flexibilidad, resistencia con apoyo, versatilidad con principios, el ejercicio se limitará a entronizar al grupo hegemónico, pero no fortalecerá al partido en su riqueza y su diversidad.

Si el perredismo, en verdad, pretende reubicarse en la escena y hacer política como un partido con vocación de poder y proyecto de nación, tendrá que cumplir, hacia adentro y hacia afuera de su organización, con los principios democráticos que tanto reclama y abandera, pero no siempre hace valer hacia adentro y hacia afuera.

Si el perredismo no rescata a su partido, caerá de nuevo en los dos vicios que han lastimado su posibilidad desde su nacimiento: echarse en brazos del caudillo en turno que termina por ver al partido como su patrimonio o fortalecer la política clientelar que, invariablemente, acaba por entramparlo.

Si el perredismo deja suplantar el debate de fondo por la denuncia de las irregularidades y las acusaciones o chapuzas de ida y vuelta o si deja convertir la movilización política en el acarreo de votos, perderá de nuevo la oportunidad de rehacerse y replantearse la posibilidad de ser Gobierno.

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Pueden los perredistas creer que la renovación de su dirigencia es un asunto de su exclusiva competencia. El problema, sin embargo, es que si fallan en el ejercicio le estarán faltando y fallando a la porción ciudadana que ve, en su partido, la opción política que le niegan las otras fuerzas. Le estarán fallando al país.

Si el perredismo no advierte la urgencia de reconstruir un instrumento político para la ciudadanía, podrá seguir jugando al testimonio y la denuncia, a las prerrogativas y las cuotas, a la resistencia y la razón histórica pero, en el fondo, tendrá que asumir la responsabilidad de quitarle un pivote al trípode de los partidos que dominan la escena: el pivote de la izquierda.

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