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Caso Lydia Cacho, el dilema de los ministros

Para Lydia Cacho, la resolución de la Corte con la que absolvieron al gobernador Mario Marín se puede resumir en una palabra: impunidad. (Archivo)

Para Lydia Cacho, la resolución de la Corte con la que absolvieron al gobernador Mario Marín se puede resumir en una palabra: impunidad. (Archivo)

Gerardo Laveaga

La sentencia que emitió la Suprema Corte de Justicia de la Nación al determinar que no se violaron gravemente las garantías individuales de la periodista Lydia Cacho ni se llevó a cabo una confabulación de autoridades, encabezadas por el gobernador Mario Marín, dividió al foro académico de abogados de los principales centros de estudio del país.

La mayoría de las personas con las que he conversado, a últimas fechas, se muestra indignada ante la “exoneración” que hizo la Suprema Corte de Justicia de la Nación de Mario Marín, gobernador de Puebla. “Cómo es posible”, protestan, “que cuando todo mundo atestiguó el contubernio que se dio entre autoridades del Estado y el empresario Kamel Nacif, nuestro Máximo Tribunal haya tenido la desfachatez de declarar la inocencia del Gober Precioso”… “Era un caso de flagrancia inobjetable”, añaden otras: “el menos apto de los jueces pudo haberse percatado de ello. ¿Para qué sirve, entonces, la Corte?”.

Sus defensores han explicado que existen detalles técnicos, poco conocidos por la opinión pública, que permitieron que seis de sus ministros no descubrieran violación alguna a las garantías individuales de Lydia Cacho por parte de Marín. Pero, más allá de los detalles técnicos y de los argumentos que esgrimieron los ministros que se inclinaron por “exonerar” al poblano, hay que hacer una precisión: el problema es más grave de lo que parece. Tiene su origen en la propia Constitución Política de México.

El Artículo 97 de nuestra Carta Magna establece que la Suprema Corte “podrá nombrar alguno o algunos de sus miembros o algún juez de Distrito o magistrado de Circuito, o designar uno o varios comisionados especiales, cuando así lo juzgue conveniente o lo pidiere el Ejecutivo Federal o alguna de las Cámaras del Congreso de la Unión, o el gobernador de algún estado, únicamente para que averigüe algún hecho o hechos que constituyan una grave violación de alguna garantía individual”.

El párrafo, aparentemente inocuo, tergiversa la función de la Corte, confiriéndole facultades que no tiene forma de desempeñar. Al menos, no de manera eficaz. La Corte no fue diseñada para investigar sino para dirimir controversias con base en los datos que le ofrecen las partes en un conflicto. Lejos de fortalecer a nuestro Máximo Tribunal, la atribución para “investigar” lo vulnera. Lo desvía de su misión. Si las Fuerzas Armadas pudieran diseñar la política monetaria del país en ciertas circunstancias, o si el Instituto Federal Electoral pudiera determinar la política exterior de México —así fuera en algunos casos—, nos hallaríamos ante un caso de debilidad institucional que podría acarrear graves consecuencias para el país.

Lo acabamos de ver. Pensemos, por un momento, que los once ministros de la Corte hubieran condenado a Marín… El hecho no habría tenido ninguna consecuencia. “Cómo no”, han saltado algunos medios de comunicación: “lo hubiera condenado en términos morales”. Pero éste tampoco es el papel de la Corte. La pretendida condena moral habría servido de poco para acallar a la opinión pública, la cual miraría aún con mayor desconfianza al Máximo Tribunal: ¿Para qué sirve una Corte cuyas decisiones nadie acata?, se preguntaría.

Como bien lo advirtió el ministro Mariano Azuela, desde un principio, el descrédito de ésta iba a ser mayúsculo, decidiera lo que decidiera en el caso del Gober Precioso. En su momento, propuso no aceptar la intervención. Después de todo ¿qué podían investigar los ministros, que carecen de Policía, peritos y agentes del Ministerio Público? Y, suponiendo que pudieran efectuar una investigación impecable ¿a quién le importaría sus resultados? ¿Qué consecuencias acarrearían? Ante la falta de un poder vinculatorio, en el supuesto del Artículo 97, la Corte habría hecho el ridículo señalando con dedo flamígero a quien, de cualquier modo, no iba a sufrir ninguna retribución por lo que hizo o dejó de hacer. Citar el caso de Aguas Blancas, como antecedente, no resulta apropiado. En ese caso, la “investigación” de la Corte sólo sirvió para legitimar una decisión que —todo lo indica así— ya se había adoptado.

Aunque pueda o no coincidir con el punto de vista de algunos ministros, estoy seguro de que cada uno de ellos resolvió este asunto con la honestidad que, hasta hoy, ha caracterizado su gestión. Pero la honestidad es sólo una parte. La facultad de investigación que tiene la Corte debe desaparecer del texto constitucional lo más pronto posible para que ésta se pueda concentrar en lo que auténticamente le corresponde. Esta es la opinión de docenas de observadores —lo mismo jueces que académicos, políticos que servidores públicos— a los que yo me sumo. La permanencia de esta atribución sólo puede significar la tentación de algunos grupos para que el Máximo Tribunal cargue con las insuficiencias de otras instancias y sea la que, a fin de cuentas, pague los platos rotos.

Hacia delante, se anuncian nuevas solicitudes para que la Corte “investigue”. Desde mi punto de vista, ésta no debe aceptar. Su dilema se antoja cruel: complacer a la opinión pública, pero mostrarse como una institución ineficiente, cuyos fallos nadie acata, o desafiar a la opinión pública, pero no comprometerse para que, así, nadie pueda aducir que no se respetan sus decisiones. En ambos casos, el desgaste resulta costoso.

*Director del Instituto Nacional de Ciencias Penales

Ni Suprema, ni de Justicia, ni de la Nación

Juan Carlos Arjona Estévez, José Luis Caballero Ochoa, Alan García Campos, Rodrigo Gutiérrez Rivas Loretta Ortiz Ahlf y Miguel Rábago Dorbecker.

Llama la atención que ninguno de los siguientes elementos haya pesado en la decisión que tomaron el jueves pasado cuatro ministros y dos ministras de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en torno al caso Lydia Cacho: ni las conclusiones de una investigación realizada por profesionales de la justicia; ni la constatación de la persecución política, haciendo uso ilegal de la fuerza pública (tortura), a la que se está sometiendo -no sólo a Lydia Cacho- sino a un conjunto muy amplio de personas que están luchando en el país por denunciar las peores formas de corrupción y violencia; ni las irregularidades en el proceso que se le inició a la periodista con el objeto de impedir su libertad de expresión; ni el flujo evidente de llamadas entre funcionarios públicos y pederastas (reconocida por uno de sus locutores y verificadas por las compañías telefónicas), y que demuestra el concierto entre autoridades para violar los derechos fundamentales de una persona. Nada.

De acuerdo con la opinión de los ministros y ministras que conformaron la mayoría, no hubo elementos suficientes para concluir que la actuación de las autoridades de Puebla, constituyeron una violación grave de derechos, tal y como lo exige el Artículo 97 de la Constitución.

Variedad de argumentos deleznables fueron esgrimidos en el transcurso de las audiencias: que no había hechos ciertos ni pruebas idóneas (Aguirre); que la gravedad a la que alude el Artículo 97 es extraordinaria, y que en este caso no se cumplió (Azuela); que ninguno de los funcionarios y funcionarias que participaron reconoció haber recibido instrucciones del gobernador, y que las acciones contra la periodista no fueron una inquisición administrativa o judicial (Sánchez Cordero); que la grabación que dio origen a la investigación es ilegal, y que, aún cuando hubo violaciones a los derechos, éstas pudieron haber sido resarcidas a través del Amparo (Luna Ramos).

Tales argumentaciones delatan una comprensión muy estrecha y anodina de la legalidad y sientan un precedente muy negativo para el Estado Constitucional de Derecho, en el ámbito de la justicia mexicana, que crea un clima de indignación y profundo malestar en amplios sectores de la población. Parece de nuevo confirmada la tesis de que la Corte toma sus decisiones guiada por intereses cupulares y de orden político y sobre todo, de que no estamos aún ante un Tribunal Constitucional.

Para empezar, el Artículo 97, párrafo segundo de la Constitución, habilita una investigación lo más amplia posible cuando se trata de violaciones graves de derechos humanos, sin importar si incide en un grupo de personas o en un individuo, especialmente si esto tiene implicaciones relevantes para el resto de la sociedad, como es sin duda la tentativa de reprimir el ejercicio periodístico, que además denuncia hechos tan graves como los que son materia del caso que nos ocupa.

Es decir, al tratarse de un procedimiento de investigación, y no de un proceso vinculatorio -como el juicio de amparo- deben tomarse en cuenta los mayores elementos en su integración, a fin de considerar todas las dimensiones de una problemática social en la que se ha producido violación de derechos fundamentales.

Es precisamente la naturaleza jurídico-constitucional de este mecanismo, la que debe permitir su eficacia garantista, abriendo un gran margen de actuación para la Corte. Ahí reside la contradicción del Tribunal máximo: utilizar una figura con amplias posibilidades de investigación y acción jurídica para acabar ofreciendo un paupérrimo resultado, que insatisface a una gran parte de la sociedad mexicana.

La facultad de investigación se fue llevando a una excesiva sofisticación que choca con la previsión del Artículo 97, así como con la reflexión doctrinal que se ha realizado en torno a ella. De esta manera, desde la propuesta inicial para generar una serie de reglas para su aplicación -sin considerar que dicha facultad se agota precisamente en la investigación lisa y llana- se entorpeció la puesta en práctica de un recurso sencillo, rápido y efectivo, como deben ser los mecanismos de protección de los derechos, según el Derecho Internacional de los Derechos Humanos.

El pronunciamiento de la mayoría obvió la oportunidad de poner un dique a la gran impunidad por la que transitamos en México; también de señalar con claridad cómo los servidores públicos, en el ejercicio de sus atribuciones, no adquieren una patente de corso para poner el aparato de justicia al servicio de sus intereses personales o de facción. Lejos de lo anterior, los ministros y ministras se han defendido con un argumento falaz: que su servicio a la sociedad y al Estado de Derecho se demuestra en una actuación apegada a la norma, a pesar de que sus decisiones conforme a Derecho, no sean del agrado de todos. Tales razones de tipo técnico-formal o para garantizar “seguridad jurídica” son frecuentemente invocadas por la Corte en su intento por construir un trabajo que no logran conciliar con los fines a los que deberían servir, manteniendo un estado de cosas que no se encamina a que amplios sectores sociales alcancen justicia en sus derechos.

*Académicos de la Universidad Iberoamericana y del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM

Una sentencia impecable

Jorge Nader Kuri.

La decisión que adoptó la Corte en el caso de la periodista Lydia Cacho se puede resumir en cinco puntos:

1. La sentencia de la mayoría es jurídicamente impecable. Cualquier Tribunal de Justicia del mundo debe ser muy cuidadoso en aplicar la Ley más allá de criterios extralegales, consideraciones públicas y sin miramientos derivados de la simpatía o antipatía que merezcan los fallos.

El mejor antídoto a la incertidumbre jurídica consiste en que los Tribunales apliquen las leyes vigentes, aunque éstas pudieran parecer injustas a los ojos de alguna persona.

2. La Constitución vigente elimina de manera absoluta el valor probatorio que tienen las intervenciones ilegales de comunicaciones. Las despoja de todo valor, y cuando utiliza la expresión “todo” ello implica que incluso son inútiles para formular hipótesis.

3. Tratándose de decisiones tan importantes como las establecidas en el Artículo 97 constitucional, las pruebas deben ser suficientes y contundentes. Aquí no se aplica el principio penal de la prueba indiciaria, mucho menos si los indicios surgen a partir de pruebas contenidas ilegalmente.

4. El sistema jurídico nacional establece un conjunto de vías y fórmulas para que los gobernados hagan valer las violaciones a sus garantías individuales. Esos procedimientos siempre han estado a disposición de la periodista y el que los haya hecho o no valer depende de ella.

5. En este caso, las opiniones de los Ministros de la minoría parecen fundarse más que en pruebas sólidas y argumentos técnicos, en consideraciones políticas y de conveniencia

*Director de la Facultad de

Derecho Universidad La Salle. Correo electrónico: [email protected]

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