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Breve historia de la evolución de la basura| Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

(Fragmento de la ponencia expuesta en el Foro de la Paz, organizado por los Rotarios el pasado septiembre)

Cabría recordar que, cuando nacimos como especie, éramos tan frugales y poco desperdiciados como las demás bestezuelas que nos acompañaban en este planeta. En aquel entonces éramos cazadores y recolectores y no dejábamos nada a nuestro paso: todo era aprovechable. Hasta los huesos de los animales cazados eran rotos a pedradas para usar el tuétano, una inmejorable fuente de proteína. Siendo nómadas, el llevar poco equipaje era de rigor, de manera tal que había poco o nada que pudiera considerarse prescindible.

Las cosas cambiaron notablemente cuando alguno de nuestros antepasados sumó dos más dos, y cayó en la cuenta de que una semilla que tiempo atrás había escupido, se había convertido en una planta comestible. No sé cuánto tiempo habrán escupido semillas por todos lados, pero de esa forma descubrieron la agricultura: por primera vez, para alimentarse el hombre no dependería del azar, el deambuleo y las erráticas costumbres migratorias de los bisontes.

Claro que ello tuvo otras consecuencias. La más importante, que para sembrar, regar, cuidar y cosechar, había que permanecer mucho tiempo en el mismo lugar. Si las condiciones eran ideales, de hecho, se trataba de quedarse permanentemente en el sitio. Ello implicaba la construcción de viviendas con materiales poco perecederos, para no tener que estarlas reparando y reconstruyendo cada año, como si fueran de Infonavit. Con ello, el hombre se hizo sedentario y se enfrentó a dos importantes problemas que (otra vez) antes no había tenido que enfrentar:

El primero tiene que ver con el éxito del fenómeno agrícola: la relativa certidumbre de que se tendría alimento para el futuro, determinó que más y más gente se dedicara a lo mismo. ¿El resultado? Que las comunidades sedentarias empezaron a crecer, y con frecuencia esa expansión no correspondía a miembros de la misma familia, clan o tribu. De nuevo, por primera vez el hombre tuvo que enfrentarse al conflicto de convivir con personas cuyo origen, nombre y malas mañas desconocía. Para enfrentar las complicaciones fruto del urbanismo, que es como llamamos al rozarnos diariamente con cientos de desconocidos, se crearon el Estado y las religiones oficiales. Sólo a garrotazos legítimos, y con el temor de un posible diluvio, era posible tener un cierto sentido del orden morando entre desconocidos.

El segundo problema importante del sedentarismo fue que, debido a la permanencia de comunidades relativamente grandes en un mismo lugar, el qué hacer con los desechos se volvió un asunto serio. Empezando por la cuestión de los despojos dejados por las necesidades más perentorias. Habría que recordar que esos beneméritos inventos que son el excusado y el drenaje sanitario tienen menos de 160 años. Ese reto en particular lo resolvió cada civilización de la manera en que Dios (o dioses) le dio a entender. De hecho, en algunos casos esas tecnologías definían a la civilización. Durante varios siglos, la obra que los romanos le presumían a los visitantes no era un templo, foro o edificio público, sino la Cloaca Máxima, el drenaje profundo de la Ciudad Eterna… sistema que aún se utiliza… y se nota.

De los desechos de otro tipo se disponía también según el ambiente y necesidades de la colectividad. A partir de cómo se hacían cargo de sus basuras, se ha desarrollado toda una rama de la arqueología: ya existen especialistas en determinar hábitos, costumbres, alimentación y hasta tendencia a fallar pénalties entre las culturas antiguas sólo a partir del tipo de desechos, la ubicación de los basureros y la forma que tenían de lidiar con ellos. Es a través de la basura, por ejemplo, que hemos sacado en claro no pocas cosas de Jamestown, Virginia, la primera colonia inglesa permanente en la costa oriental de Norteamérica.

Ahora bien, cabe hacer notar que durante milenios la basura como tal era más bien escasa. Y es que aunque el sedentarismo había cambiado las circunstancias, la vida humana, como dijera Thomas Hobbes ya en el siglo XVII, seguía siendo “solitaria, pobre, sucia, brutal y corta”. Muchos de esos adjetivos se debían a que la mayor parte de la Humanidad no nadaba precisamente en la abundancia. Los recursos eran magros, la escasez frecuente y los desastres (naturales y humanos) imprevisiblemente presentes. No se desperdiciaba nada porque resultaba difícil hacerse de cualquier cosa, ya fuera de uso cotidiano o de aparente lujo. Un campesino europeo o hindú o novohispano del siglo XVII, el de Hobbes, podía aspirar a tener menos de una decena de cambios de ropa en su vida. En la existencia de buscones, pícaros y periquillos que nos narra la literatura castellana del XVI al XIX, no hallamos que anden buscando comida en la basura, porque nada comestible iban a encontrar en ella.

Lo cual no quiere decir que las ciudades fueran muy limpias. Al crecer éstas, la gente disponía de la basura en la calle misma. El grito de “¡aguas!” mostraba la buena educación de quien avisaba a sus coterráneos que desde la ventana iba a arrojar los productos líquidos de la noche anterior. Los sistemas sanitarios eran inexistentes, lo mismo que la recolección de basura. Lo mejor que le pudo pasar a Londres fue haber sido arrasado por un incendio en 1666, lo que acabó con el hacinamiento, la promiscuidad, las ratas y su principal consecuencia, los periódicos brotes de peste. Pero, leyendo a los clásicos, de Tácito al doctor Johnson, la basura nunca se presenta como un problema sino olfativo.

Pero por ahí del siglo XVIII llegó la mayor transformación civilizatoria de los últimos milenios: la Revolución Industrial; y con ella cambios tan abismales como los ocurridos con el paso del nomadismo a la sedentarización. Por primera vez se pudieron crear bienes, herramientas, enseres y armas de manera rápida y masiva. La camisa de algodón que tardaba semanas en su producción, de la pizca manual del capullo al despepite manual del mismo al cardado, hilado, tejido, cortado y ensamblado manuales de la tela y la camisa, ahora podía elaborarse en días. El caldero de hierro que el artesano tardaba días en hacer, ahora era fabricado en minutos. De pronto, el cielo era el límite en términos de a qué podía tener acceso un mundo que, en parte por el mismo fenómeno, se fue haciendo más chiquito y más poblado.

Con la Revolución Industrial vino la gran explosión en la generación de basura, por dos razones: los procesos industriales generan escorias y desechos en una escala muchísimo mayor que los artesanales. Y además, siendo los productos más accesibles y baratos, la tentación de echarlos a la basura cuando se dañaban o dejaban de funcionar correctamente, se volvía mayor.

Por supuesto que, en muchas partes del mundo, y ya en este siglo XXI, existen numerosas comunidades que no se pueden dar el lujo de desperdiciar nada, y de hecho reciclan en su provecho la basura de sociedades más prósperas. A veces, de maneras que para nosotros pueden resultar curiosas o irónicas. Recuerdo, por ejemplo, la foto de un niño vietnamita usando como barco el recipiente plástico de una bomba de napalm. Pero es un hecho de que incluso sociedades muy pobres están generando mucha más basura que hace apenas una o dos generaciones.

Para acabar de fruncir lo arrugado, hace medio siglo irrumpió la cultura de lo desechable: esto es, artículos que no se convertían en basura con el tiempo o el uso, no: estaban destinados, fabricados expresamente para serlo en un mínimo de tiempo. El resultado es notable: cada ser humano genera cada vez más basura. Las cantidades varían de acuerdo a la región, pero no dejan de ser abrumadoras. En un país con 500 millones de pobres como la India, cada habitante genera entre 200 y 600 gramos de basura al día. Las estimaciones para México (la mitad de cuya población también es de pobres) andan por ahí del medio kilo diario. En Estados Unidos, cada habitante crea casi dos kilos diarios de basura, o 60 toneladas en toda su vida. Echando números, y estimando que en 50 años habrá otros 4,000 millones de seres humanos en este planeta, algo me dice que tenemos que hacer algo. Pronto. A la voz de ya.

Consejo no pedido para que lo reciclen pronto: Lea “La Pianola”, de Kurt Vonnegut Jr., sobre un mundo futuro perfectamente ordenado… e inhumano. Provecho.

PD: ¡Al fin! Esta semana busque “XX: historia ligera de un siglo pesado”, una visión muy particular de un servidor sobre la centuria en que nacimos.

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