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México y el ratón de Kafka

Jesús Silva-Herzog Márquez

La estructura de un noticiero da cuenta de lo que consideramos ordinario y aquello que constituye novedad. Las sorpresas y extrañezas ocupan un lugar central en los informativos, pero se rodean siempre de referencias de familiaridad. Son sorpresas la victoria electoral de un candidato; el terremoto que destruyó alguna ciudad; la aprobación de una Ley. Cada una de estas notas encuentra envoltura en el recordatorio de ciertas rutinas. Como obra de alguna necesidad, el periodismo suele compensar la novedad con la repetición, alternando así lo asombroso con lo previsible. La información de la sorpresa ha de comunicarse con entonación de asombro. Indignación por lo injusto, celebración de lo correcto, gusto por lo divertido: todo es enmarcado con signos de admiración. El listado de lo ordinario, por el contrario, se repasa con el tedio de la repetición. No hay signos exclamativos, sino reiteración de comas. Imperio de la muletilla y la frase gastada. Es el caso de los segmentos del clima. La temperatura máxima será de 20 grados centígrados la mínima de 15 grados centígrados. Lluvias moderadas aquí, tormentas por allá. En ese segmento de los informativos se han instalado los avisos más macabros de la vida mexicana. Hoy llovió en Villahermosa. Por la tarde ejecutaron a cuatro policías. Día soleado en Guadalajara con humedad relativa de 45 por ciento. Dos decapitados con mensaje intimidatorio en Veracruz, tres ejecuciones en Tijuana; un par de balaceras en Guerrero y descubrimiento de seis cadáveres en carreteras federales. Pronóstico para mañana: tormentas dispersas; temperatura máxima de 23 grados centígrados, 15 o 16 ejecuciones probables en el noreste con dos emboscadas dispersas por la tarde. La sangre y el crimen se han convertido en insumo de reportes rutinarios. Nos habituamos a las noticias más siniestras, desplazándolas muy pronto del foco de nuestra atención.

Estamos en guerra, ha dicho el presidente. La palabra que tanto tiempo se rechazó es hoy incorporada (con ciertas reticencias) al vocabulario gubernamental. Ya no hablamos de una simple campaña de aplicación de la Ley. No se trata ya, como sostenía el avestruz foxista, de pleitos locales, de violencia entre criminales. Esto es una guerra. Se trata, como la describe Leo Zuckermann, de una guerra no-convencional en contra del crimen organizado. No es claro para mí si la campaña emprendida por el Gobierno Federal va en dirección correcta.

No sé si el recrudecimiento de la violencia es síntoma de que la estrategia ha lastimado a la delincuencia y avanza de acuerdo al plan. No sé si existe ese plan, ni si existe una ruta realista para combatir el narcotráfico. Apenas advierto que, además de una estrategia inteligente del Gobierno para librar esta batalla es indispensable prepararse para lo que viene. La Administración calderonista debe contar con objetivos claros y responsabilidades precisas; debe tener un mapa de navegación para diagnosticar la gravedad del problema y evaluar el impacto de sus acciones. Pero más allá de ese plan para gobernar la ofensiva estatal, la sociedad mexicana debe prepararse para una contienda que se anuncia corrosiva y larga.

El día de ayer, el novelista israelí David Grossman publicó en la revista del New York Times una reflexión sobre las dificultades de escribir bajo el fuego de una guerra. Aludía a un cuento breve de Kafka recogido en sus Parábolas y paradojas. Se trata de “Una pequeña fábula”, donde un ratón se encuentra cercado entre una trampa y un gato. El ratón exclama: “¡Qué barbaridad! El mundo se vuelve cada día más chico”. El ratón tiene razón, apunta Grossman. El mundo se estrecha, se empequeñece cada día en que la violencia y la sin razón imponen su mando. El mundo exterior contrae la plataforma de vida y las reglas de una sociedad apresada por el miedo. La gente queda envuelta por la apatía, el cinismo y sobre todo, la desesperación. Ese sentido de derrota conforma una convicción gelatinosa de que las cosas simplemente no pueden cambiar.

Como sugiere la parábola kafkiana, la superficie de la convivencia se estrecha tras el contacto cotidiano –así sea por las imágenes de la prensa— con un mundo sangriento y amenazante. Es inmenso el precio que pagamos cotidianamente por el encogimiento de nuestro territorio.

La capacidad y la voluntad de identificarse, aunque sea limitadamente, con el dolor de otros se reduce. Los informes de la muerte se colocan confortablemente entre el horóscopo y los anuncios de detergente, lo que facilita la suspensión del juicio moral. Se esquivan de este modo las evaluaciones éticas de lo que acontece a nuestro lado. Con facilidad descartamos el fenómeno como asunto ajeno y distante. Es que, como apunta Grossman, la desesperación que sentimos bajo la oscuridad de la guerra es tan compleja moral y prácticamente que nos llegamos a convencer de que estaremos mejor si no pensamos en esas cosas. Así optamos casi conscientemente por no saber, votamos por no enterarnos de lo que sucede y dejamos la tarea de pensar y de fijar las normas morales en manos de quienes pueden “saber más” que nosotros.

Sobre todo, sigue el autor de La muerte como forma de vida, nos convencemos de que es mejor no sentir demasiado. Nos protegemos a través de una indiferencia voluntaria. La sensación de peligro destruye nuestra vitalidad, desactiva nuestro radar cognitivo y nuestro sensor moral. Quedamos envueltos en capas de protección y evasión que terminan sofocándonos. Nos volvemos de este modo cómplices de quienes se ostentan como nuestros protectores.

Reconocer el dramatismo de nuestra condición no puede significar una abdicación al juicio autónomo y crítico. Por el contrario, es indispensable aguzar el examen independiente de lo que se hace en nuestro nombre. Puede pedírsenos paciencia, nunca aprobación de lo que sea.

http://www.reforma.com/blogs/silvaherzog/

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