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Más Allá de las Palabras / M O L O K A I

Jacobo Zarzar Gidi

(Cuarta parte)

Al estar celebrando por primera vez el sacrificio de la Misa en Molokai, el padre Damián De Veuster observó que varios leprosos iban aglomerándose en torno al altar. Un insoportable hedor de miembros en descomposición y llagas purulentas comenzó a invadir la iglesia. Cada vez el fétido olor de la carne corrompida se hacía más y más insoportable. –Aire puro, necesito respirar aire puro un solo instante- pensaba el padre. -Esto se hace inaguantable-. Pero, haciendo un esfuerzo sobrehumano, logró sobreponerse. No, él no quería, por ningún motivo, huir de su monte calvario; los leprosos dudarían de su caridad si él abandonaba el altar. ¿No había soportado el Señor igualmente el hedor de la muerte ante el sepulcro abierto de Lázaro? No, no podía desfallecer. Al terminar la consagración, pareciole escuchar una voz que le decía: -¿Me reconoces, Damián De Veuster? Tú me conoces bajo los claros y puros accidentes del pan y del vino, pero ¿puedes reconocerme también bajo esta forma? ¿Me reconoces en tus hijos azotados, mutilados, desesperados...? ¿Me reconoces en los leprosos de Molokai?

Al día siguiente, uno de los enfermos condujo a Damián al hospital, diciéndole que allí se encontraban los enfermos graves. El sacerdote miró todo aquello con asombro, y preguntó: ¿Quieres decir que hasta ahora sólo hemos visto enfermos leves? En efecto, en ese lugar reinaba el horror sobre todo horror. Aquéllos no eran seres humanos, sino cadáveres vivientes, muchos con las órbitas vacías, y otros devorados por repugnantes gusanos. Aquellos hombres y mujeres estaban allí sin auxilio de ningún género. En “el hospital” de Molokai no había médico, ni enfermeras, ni piadosas monjas que mitigaran el dolor. No había medicamentos, ni mantas para los enfermos. Faltaba incluso el agua y por lo tanto muchos perecían de sed. Los miserables debían auxiliar a los más miserables. Horrorizado, Damián ocultó un momento el rostro entre sus manos.

En un rincón del nosocomio, un moribundo daba estertores de muerte. Damián vio un escapulario sobre su pecho y le administró la extremaunción. De pies a cabeza, el cuerpo del agonizante era una sola llaga. Apenas pudo hallar el sacerdote parte sana sobre la que pudo ungirle con el último sacramento.

-¡Agua! ¡Agua! Era el clamor de un enfermo que perecía de sed. Buscando con desesperación, Damián se dio cuenta que todos los recipientes estaban vacíos. -Yo traeré agua, le dice al moribundo con voz sofocada. Corrió Damián a las faldas del monte en busca de un manantial que había descubierto días antes. Llenó los dos recipientes y regresó a toda prisa para darle de beber al sediento. “No descansaré –dijo Damián, hasta canalizar el agua suficiente para todos mis hermanos”.

En la isla de Hawai, el Ministro del Interior, que al mismo tiempo era presidente de la Comisión de Sanidad, se hallaba sentado cómodamente ante su escritorio. En sus manos tenía el último ejemplar del diario protestante de Honolulu, que en gruesos titulares decía: “Un héroe cristiano”. “El padre Damián se ha quedado en Molokai, entre los leprosos, sin techo para guarecerse. Sea cual fuere la confesión de este hombre, hemos de reconocer que es todo un héroe”. El ministro –que era puritano, golpeó el escritorio lleno de rabia. Y añadió: “Justo en el momento en que estábamos muy cerca de dar el golpe definitivo a la misión católica, en nuestra propia prensa se hace entre la población tal ambiente favorable a los seguidores del Papa, que imposibilita nuestra intervención. Esto es escandaloso”. El secretario tomó la palabra y dijo: “Se rumorea -señor Ministro, que hoy ha sido visto en Honolulu el padre Damián De Veuster”. No podemos tolerar eso –contestó el ministro muy enojado- piense usted en lo fácil que es convertirse en un foco de contaminación para nuestra ciudad”.

En aquel momento llamaron a la puerta. Un ordenanza entró anunciando al padre Damián. De pronto, en el marco de la puerta se recortó la corpulenta figura del misionero de los leprosos. -¿Viene usted de Molokai? –Preguntó desconcertado el Ministro. –Efectivamente, vengo de Molokai –respondió tranquilamente el padre. Y vengo exclusivamente a pedir socorro para mis leprosos, que carecen de lo más indispensable.

-Probablemente usted lo habrá encontrado todo en perfecto orden allá en la isla. Nosotros nos preocupamos por ella y el mismo gobernador de Molokai nos manda los mejores informes –dijo el ministro.

-El gobernador vive al otro lado de las montañas y sólo va a la colonia de los leprosos de vez en cuando. No tenemos medicamentos –replicó Damián.

-Pero usted debe saber que no existe medicina alguna contra la lepra.

-Pero las hay que mitigan los dolores y cierran las horribles llagas.

-Nosotros no tenemos dinero para adquirir esos medicamentos de lujo –replicó el presidente de la Comisión de Sanidad.

El padre Damián sintió que la cólera le acometía, pero, haciendo un esfuerzo, se dominó y dijo: -Necesito madera para construcciones, carpinteros, albañiles y obreros. Las habitaciones donde ahora viven los leprosos son tugurios infectos llenos de chinches. Hemos de reducir a ceniza las viejas chozas y levantar nuevas moradas de madera o ladrillo. Necesito un médico y enfermeros para el lazareto, camas y buenas mantas, los leprosos pasan frío.

-Todo esto sobrepasaría en mucho nuestro presupuesto –contestó el ministro. -¡Pues sobrepase usted su presupuesto, con mil demonios! –tronó el misionero, mientras el ministro, desconcertado, respiraba con dificultad.

-Excelencia, haga instalar al menos una conducción de agua en Molokai. Una conducción de agua es mi último ruego.

-¡Una conducción de agua en Molokai, para gente sin civilización! Padre, usted no vive en el mundo de la realidad. ¡Es ridículo lo que usted pide!

¡En ese caso, nada me queda por hacer aquí! –dijo Damián. ¡Que el dolor de los leprosos de Molokai caiga sobre su cabeza, señor ministro! Así diciendo, volvió la espalda para abandonar la estancia...

-Antes de que se retire, quiero decirle padre, que no conviene que usted venga de Molokai aquí. Podría ser portador de gérmenes de contagio. Con gran pesar nuestro, nos vemos en situación de prohibirle que en lo sucesivo vuelva a abandonar nunca más la colonia de los leprosos.

El padre Damián quedó un instante como petrificado, y dijo: –Si no puedo salir de Molokai, ¿cómo podré mantener contacto con mis superiores y cómo podré recurrir al sacramento de la penitencia? ¡Ya me di cuenta! –gritó el padre Damián, usted quiere impedirme volver a Molokai porque no quiere ningún misionero católico entre los leprosos. Sin añadir más, Damián volvió la espalda y salió de la estancia a grandes pasos, dando tras de sí tan fuerte portazo, que la cal de la pared se agrietó. CONTINUARÁ EL PRÓXIMO DOMINGO.

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