La gran fuente del placer es la novedad
Por más adultos que seamos, siempre tendremos dentro de nosotros al niño que una vez fuimos. ¡Claro, que el niño ya creció y el joven o el adulto alcanzó un determinado grado de madurez emocional! Pero todos los adultos, sin excepción, seguiremos conservando rasgos del niño inmaduro que una vez fuimos. Cuando alguno de esos rasgos infantiles surgen en nosotros en forma de sentimientos, actitudes o conductas, nos sentimos avergonzados, desorientados o llenos de temor. Y casi siempre cuando esto sucede, maltratamos a nuestro niño que llevamos en el corazón, en vez de acariciarlo, comprenderlo y llenarlo de ternura.
Si dejamos de consentir al niño que en ocasiones brota de imprevisto, podemos ir formando un petrificado sentimiento de autoaverción. Y si esto sucede, nuestro equilibrio está amenazado. Nada más irracional que exigirnos ser siempre personas maduras y estables. Nuestra madre Tierra nos presenta desiertos, lozanos campos, punzantes plantas con espinas, la magia de una enorme variedad de flores, aguas estancadas, y arroyos de agua pura y cristalina. Y así es nuestra personalidad: un conjunto de rasgos contradictorios y un sinfín de sentimientos que como la sístole y diástole del corazón, así también nos hacen ver la vida con tristeza y con encanto.
No temamos a nuestra variedad de sentimientos y conductas, al menos que atenten contra el sistema de valores de los demás; sino que vivamos nuestra diversidad tratando de alcanzar mayores grados de madurez, siempre y cuando no creamos que el remedio esté en asfixiar a nuestro niño que para siempre vivirá con nosotros.
Ese niño que a veces es caprichoso, egoísta, terco, posesivo; pero que también es juguetón, divertido, creativo, impulsivo e impetuoso. Bien decía el sabio BALTAZAR GRACIÁN: “La alternación de contrariedades hermosea el universo y lo sustenta”.
Y cuánta razón tuvo el doctor SAMUEL JOHNSON, al escribir en su obra Vida de los poetas ingleses: “La gran fuente del placer es la novedad”. Y la variedad del niño que vive en nosotros, es la fuente de grandes creaciones del adulto. Por esto, es cierta la afirmación del estadista inglés BENJAMÍN DISRAELI: “La variedad es la madre del entendimiento”.
Si nuestro niño fue infeliz y desgraciado, aún podemos curarlo, siempre y cuando lo dejemos salir, le quitemos los grilletes y cadenas y lo acariciemos con ternura. A ese niño lastimado todavía lo podemos alentar, mimar y decirle que la vida está llena de oportunidades. Si no lo hacemos, el niño sufriente aparecerá con rostro de adulto amargado y triste. Esta idea la acuñó con precisión PAUL BRULAT, al escribir: “Las desgracias de la infancia repercuten en la vida entera y dejan en el corazón una fuente inextinguible de melancolía”.
No pretendamos ser siempre adultos; o al menos en el concepto que de adulto tenemos: formalidad, seriedad, ambición, perfeccionamiento constante, impasibilidad emocional, etc.
Esta caracterización de adulto no deja espacio para el niño que siempre es fuente de creatividad y de alegría. Que sabia reflexión la de ARTURO GRAF en su obra Ecce Homo: “¡Pobre del hombre en el que quedan pocos rasgos de la infancia!”. Y es que realmente es contrario a la vida empecinarnos en ser siempre adultos y si no, veamos lo que pensaba ALGERNON CHARLES SWINBURNE: “Donde no hay niños no es posible el cielo”.
¿Queremos madurar? Pues muy bien, pero recordemos que jamás podremos lograrlo si no permitimos que en algunos aspectos, debemos dejar retozar siempre nuestro niño. Para Critilo, nuestra infancia no es una estación de nuestras vidas que debemos suprimir y de la cuál debamos de avergonzarnos. Más bien, debemos rescatar de esta etapa lo más puro y auténtico que de ella tuvimos y de sus manchas de dolor y desamparo, debemos traerlas a nuestra conciencia, para decirle a nuestro niño que está bien asustarse y avergonzarse, pero que aquí está el adulto parta curar su alma y que él es para nosotros una inagotable fuente y un ejemplo nuestro para vivir la vida con autenticidad y gozo.
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