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Más Allá de las Palabras / M O L O K A I

Jacobo Zarzar Gidi

(Epílogo)

Ochocientas personas se habían congregado en el desembarcadero. En el mar flotaban multitud de pequeñas canoas, todas ellas adornadas de flores, que parecían esperar algo extraordinario que hubiera de surgir de las aguas. Poco tiempo después, dos mástiles emergieron de las aguas y luego también la chimenea de un vapor. Al aproximarse, fue botado al agua un bote muy engalanado. La princesa regente, hermana del rey Kalakaua, que se hallaba realizando un viaje alrededor del mundo, pisó la pasarela, seguida de los ministros y cortesanos, engalanados con sus vistosos uniformes.

Sonriente, la princesa fija su atención en los niños que la fueron a recibir, todos ellos vestidos con ropitas limpias y collares de flores. Al aproximarse, ya no ve solamente los uniformes, ahora ve los rostros. Ve la faz de la lepra, deforme, devorada, grotescamente desfigurada. Ve miembros mutilados. Súbitamente, un grito desgarrador. Una mujer del séquito de la princesa acaba de descubrir a su hijita. Levanta del suelo a una criaturita y la estrecha entre sus brazos, mientras cubre de besos y de lágrimas aquella carita desfigurada. Se trata de una niña, que los desalmados guardianes de sanidad se habían llevado a Molokai junto con otros leprosos a punta de pistola, y su madre no se había enterado.

Posteriormente, la princesa se aproxima hasta el Padre Damián y le dice: -¡Es usted un hombre de noble corazón! El misionero mueve la cabeza y contesta: -Soy un sacerdote... La princesa permanece todo el día entre los leprosos. Entra también en el santuario de Santa Filomena, y ella, de religión protestante, queda largo rato contemplando la imagen de la Madre de Dios. ?Sí -dice conmovida- ¡Esto es lo justo para Molokai. La imagen de la Madre para estos pobres huérfanos. E inclina profundamente su cabeza ante la Virgen!

Luego, el Padre Damián conduce a la regente hasta una pobre niña huérfana, ciega de nacimiento y completamente deforme por la lepra, que, sentada sobre una estera, juega con flores. La princesa habla cariñosamente a la infeliz criatura, que se queda escuchando, y luego dice: -Dime, ¿eres tú mi madre? ?Sí, hija mía; yo soy tu madre ?responde conmovida la princesa. -¡Madre! ?exclama, alborozada, la pequeña leprosa, batiendo palmas con sus manecitas deformes, mientras la princesa acaricia dulcemente sus cabellos. Luego, extenuada, la niña se sume en un pesado sopor. La princesa se retira llorando.

Por la tarde, la regente visita el lazareto, en compañía del Padre Damián. ?Todos éstos en breve llamarán a las puertas del cielo. ?Le dice en un susurro el misionero.

La noble princesa pasa de cama en cama, teniendo para cada uno un obsequio y una palabra de consuelo. -¿No hay aquí médicos ni enfermeros? ?pregunta horrorizada, al contemplar tanta miseria y tanto dolor reunidos. Ninguno, Alteza, excepto los mismos leprosos que hacen aquí ese servicio. Mil veces he gestionado de la Comisión de Sanidad el envío de un médico y demás personal competente, pero siempre sin resultado positivo-comentó Damián. -Yo me encargaré de enviar un médico ?asegura con firmeza la princesa.

Al caer la tarde, se despide de Molokai la noble señora. Sobre la cubierta del barco, encogida y llorosa, una madre mantiene la vista clavada en su hija que acababa de encontrar. Desde lo alto de una roca, la niña agita incesantemente las manos para despedirse. En el barco, llora la madre, presa de un dolor infinito. Una mano delicada se posa sobre su hombro; inclinándose sobre la infeliz madre, la princesa le dice: -¡no llores, hermana! Tu hija está bien amparada. Hay un hombre en Molokai que es para ella y para todos, más que un padre y una madre...

Un día, apareció en el lazareto un auténtico médico de grandes gafas y bata blanca, llevando consigo toda una farmacia de medicamentos. La isla del horror se había convertido en feraz campo de Dios, en el que valía la pena arar, sembrar y afilar la guadaña.

Una noche en la cual llovía a cántaros, entró repentinamente a la cabaña del Padre Damián una joven mujer. Ella insistió en quedarse, pero el sacerdote le contestó con firmeza ?que se fuera, que se fuera a su casa, porque no quería que le desgraciara la vida?.

Con el cambio del Ministro de Sanidad, el nuevo obispo de las islas Sandwich, monseñor Kochemann, visitó Molokai llevando un hermoso mensaje de amor y esperanza para todos los enfermos: -¡Hijos míos! Vosotros estáis muy cerca del Señor, puesto que lleváis su cruz. El más pobre entre vosotros, es el que más se asemeja y más próximo está a Jesucristo. En vuestros miembros heridos y sangrantes, sangra el mismo Cristo, que vuelve a ser crucificado en vosotros. Un día, vosotros, los que tanto habéis llevado sobre vuestros cuerpos la tortura de una lenta muerte, habréis de resucitar con Él, glorioso e incorruptible. Al terminar su mensaje, el obispo hizo entrega al Padre Damián de una radiante cruz de oro que enviaba la princesa regente; esa cruz era el mayor honor terreno que se ofrecía en el Archipiélago Hawaiano. -¡Damián De Veuster! En nombre de Su Alteza, la princesa regente de Hawai, le impongo a usted la Cruz de Comendador de la Real Orden de Kalakaua I.

-Mi pobre y vieja sotana se siente avergonzada ?sonrió perplejo el sacerdote, y añadió en voz baja: siento como si Dios hubiera de enviarme pronto otra cruz desde el cielo.

Y no se equivocaba... En los primeros días de diciembre del año 1884, Damián regresó de una penosa cabalgada por las montañas. Había visitado a un misionero al otro lado del Pali, y en el camino fue sorprendido por un formidable aguacero. -¡Señora Ana! ?gritó, al tropezar en el umbral. Prepáreme un baño de pies, pero bien caliente. Jadeando, Ana ?mujer que atendía con esmero al sacerdote y madre de un niño leproso, llevó al misionero una humeante palangana. ?Ten cuidado, Padre. Está muy caliente. ?Mejor, así se desentumecerán mis ateridos pies ?rió Damián.

Para probar, introdujo en el agua el dedo gordo de un pie. No; no estaba demasiado caliente. E introdujo los dos pies. -¡Valiente agua me has traído, madre Ana! Humea, pero no calienta. ¡Tráeme agua más caliente, para añadir a ésta! La mujer se adentró en la cocina y volvió luego con un gran caldero. -¡Cuidado, ésta está hirviendo!

Al mezclarla, Damián observó que humeaba como el infierno, pero apenas la sentía tibia. Extrañado, Damián metió la mano en el agua y la retiró al momento, dando un agudo grito. Se había abrasado. Pero ¿y los pies? ¡Gran Dios! Sobre la piel se habían formado gruesas ampollas. Sacó los pies del agua y quedó contemplándolos, estupefacto... ?Me he quemado y, sin embargo, no he sentido absolutamente nada. Madre Ana, ¿sabes tú lo que esto significa? A la mujer se le soltaron las lágrimas y sollozando asintió con la cabeza.

-¡Al fin leproso! ?gimió el padre, y dejó caer la cabeza en su mano derecha. ¡Señor, cuán pesada es tu mano! ?Padre nuestro... hágase tu voluntad...! Gracias te doy, Señor, por tu regalo de Navidad; gracias de todo corazón por la cruz de la lepra. Tú has dado al padre Damián el rostro de sus hijos...

Pasó el tiempo, y el Padre Damián no se dio por vencido. Continuó trabajando incansablemente en la construcción de más viviendas para los nuevos leprosos que seguían llegando a Molokai. De todas partes se recibían grandes cantidades de dinero. El mundo entero contribuía a la edificación de una nueva iglesia. Aquel mismo año arribaron, por fin, a Molokai, las primeras religiosas, tres de ellas franciscanas. Tardaron un mes para llegar de Nueva York a Honolulu, y cinco años para viajar de Honolulu a la isla de Molokai que se encuentra a unos cuantos kilómetros. Lo que sucedió es que el anterior obispo de Honolulu, al verlas llegar, les dijo a las religiosas que el Padre Damián no las necesitaba, que tenía todo lo necesario para ejercer su ministerio con los leprosos, y no las dejó partir hasta que transcurrieron cinco largos años. Cuando llegaron a Molokai, se encontraron al Padre Damián agonizando. Se arrodillaron junto a su lecho y le pidieron perdón por no haber llegado antes como era su deseo. El misionero las bendijo y les dijo que no se preocuparan, que lo importante es que ya estaban allí.

Como le sucede a todos los santos cuando van a morir, el Padre Damián sufrió ?la noche oscura del alma?, en la cual sienten que todo lo que hicieron por Jesucristo, no fue suficiente. -¡Dios me ha abandonado! Me muero y no soy digno de ir al cielo ?gimió De Veuster. Pero, fue la Madre de Dios la que le dio la paz que un hombre necesita antes de morir. Por la tarde, llegó a la isla un sacerdote para escuchar la confesión del enfermo. Le encontró radiante de dicha. Damián estaba preparado para la muerte como para una fiesta.

-¡Vea mis manos, Padre! ?dijo Damián-. Todas mis llagas se van cerrando. Es el anuncio de la muerte. -Padre ?susurró el leproso-, ¡qué consolador es morir como hijo de los Sagrados Corazones de Jesús y de María! En esos precisos momentos se encomendó a la Madre de Dios y se dispuso a viajar al cielo... su nueva y definitiva patria. El lunes 15 de abril de 1889, Dios llamó a su gloria a su esforzado misionero. Murió dulcemente, con la paz reflejada en su rostro, del que había desaparecido casi toda huella de lepra. Bajo el árbol del pandano ?el mismo que le sirvió de refugio la primera noche cuando llegó a Molokai, prepararon sus hijos el lecho para su último reposo. Sobre su cruz fueron escritas estas palabras: ?Nadie tiene mayor amor que aquél que da su vida por sus amigos?.

En el año de 1994, el Papa Juan Pablo II después de haber comprobado milagros obtenidos por la intercesión de este gran misionero, lo declaró beato, y patrono de los que trabajan entre los enfermos de lepra. FIN DE LA HISTORIA.

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