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En defensa de John C. Reilly/Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

En la película “The Good Girl”, la actriz Jennifer Aniston (la Rachel de la serie de TV “Friends”, demostrando que puede actuar como algo más que comparsa de Ross o esposa de Brad Pitt) lleva una vida gris y tibia: es una empleada del montón en un supermercado, tiene una casa más bien furris, y un esposo fiel, proveedor y que la quiere; pero que tiene el encanto de una torta de aguacate de hace una semana y la brillantez intelectual de un diputado del PVEM. A fin de cuentas el personaje femenino cae en la tentación, y se deja llevar por instintos, hormonas y simple espíritu atrabancado a los brazos de un hombre más joven y guapo que su marido. Se supone que como espectadores debemos sancionar (o al menos comprender) esa actitud por lo poco satisfactorio que resultaba su matrimonio y lo pelmazo que era su esposo. El actor que hace el papel de cornudo es John C. Reilly.

En la genial película “Chicago” un ama de casa con aires de diva, interpretada por Renee Zellweger, tiene un tormentoso y adúltero amorío con el típico vivales que le promete ponerla ante las candilejas. Cuando el tipo revela su verdadera condición (e intención), la mujer le pega de plomazos en la mismísima recámara conyugal. Para salvar a su mujercita de la cárcel, el marido cornúpeta se echa la culpa del homicidio. Cuando sale a flote el affaire, y la policía mete a la esposa en chirona, el marido hace hasta lo imposible por contratarle el mejor abogado de la ciudad (Richard Gere, en un papel que ni mandado a hacer). Por supuesto, el marido era fiel, honrado, decente y la quería hasta las patas. Pero carecía del menor interés, carisma, encanto y, a juzgar por lo que hace por la ingrata, inteligencia. Al final de la película se supone que como espectadores debemos estar apoyando a la arribista (y a Catherine-Zeta Jones, mami) y despreciando al bruto que la sigue amando. El actor que hace el papel de cornudo es John C. Reilly, cuyo único número musical sirve para declararse “transparente”... alguien a quien los demás no ven ni toman en cuenta.

En la película “The hours” Julianne Moore desempeña el papel de un ama de casa clasemediera, suburbana y notoriamente aburrida en los años cincuenta. Su esposo es un hombre bueno, sencillo, trabajador, amoroso con su hijo y más plano y mediocremente previsible que el gabinete de Fox. La mujer se vuelve medio loca por la monotonía de su vida, le da por el suicidio y termina escapándose a Toronto (hasta eso, nada tonta) dejándole un hijo recién nacido al marido, que no supo ni por dónde le llegó el catorrazo. Se supone que como espectadores entendemos que la grisura de una vida como ésa justifica el abandono de hogar, hijos y familia. Ah, y el actor que hace el papel de marido abandonado es John C. Reilly.

Por supuesto, si yo fuera John C. Reilly, ya tendría entre ceja y ceja el cambiar de agente. Está bien que la facha de este actor (quien siempre ha salido en papeles secundarios, pero en este último año brincó a la fama haciéndola de alce, como ya hemos visto) da perfectamente el tipo de feo, bonachón, cumplidor y medio tonto. Pero como que ya estuvo suave, ¿no? Nada más faltó que saliera de esposo de Diane Lane en “Unfaithful”... aunque eso ya hubiera sido la obviedad al cuadrado.

Pero eso no es lo peor. Total, uno puede decir que muy su carrera. Y que de galán, eso sí, nunca va a salir. Así que está bien que le haga su luchita por donde pueda. Además, se embolsó una nominación para el Oscar como Mejor Actor de Reparto por “Chicago”. A mí me late que fue por acumulación.

Lo peor es que lo que le está ocurriendo a John C. Reilly marca una tendencia de Hollywood que, miembros del género masculino que somos, nos debería poner a temblar: la de fomentar el desprecio femenino hacia el hombre mediocre.

Y es que, como apuntábamos arriba, las tres cintas (dos de ellas justamente nominadas para la estatuilla de Mejor Película) juegan con el espectador de manera tal que echemos porras y hagamos la ola por las esposas aburridas que desean acción y emoción en su vida, mientras mandan a sus buenos pero oscuros maridos por el caño.

Lo cuál tampoco es así que uno diga una novedad: la esposa que avienta delantal y pañales para irse a la aventura (o de aventurera) es un tema ya viejito. Recordemos que, en cierto sentido, la una-vez-más-nominada Meryl Streep saltó a la fama con un papel de ese tipo en “Kramer vs. Kramer”, hace ya un cuarto de siglo; o a Jessica Lange matando a su lamentable marido (el actor John Colicos. Así se llama, en serio... pero como que no es razón suficiente) en “El cartero llama dos veces”. Pero aquí lo inquietante es la tendencia. Y los posibles resultados que pueda producir.

Y es que, claro, la inmensa mayoría de los hombres podemos ser John C. Reilly (aunque no tengamos a un lado ni a Jennifer Aniston ni a Julianne Moore, ¡bah!). Pero la mayoría del género masculino no tiene ni el maduro atractivo (esto último me lo hizo escribir mi mujer) de Richard Gere, ni los ojitos de Tom Cruise, ni el cuerpo de Denzel Washington, ni las muy masculinas arrugas de Harrison Ford, ni el dinero de Bill Gates, ni el bronco desparpajo de Félix Salgado Macedonio (quien jura que es actor), ni la chispa natural e ingeniosa bonhomía de Roberto Madrazo (de acuerdo, de acuerdo, olviden esto último). Muy pocos tienen para sacar a su mujer a restaurantes de lujo ni cómo darse una escapada con ella a Parras, ya no digamos París o Tahití. La inmensa mayoría no es broker de Wall Street (más bien, la mayoría está broke, si se me permite el mal chiste) ni piloto de pruebas ni médico misionero en El Congo. La mayor parte de los hombres que en esta Tierra viven se las dan de santos con sacar para “el chivo”, ver a los hijos terminar la prepa sin que los expulsen por vandalismo y cumplirle a la ñora de vez en cuando sin ver azul. Para ellos una aventura es ir al Estadio Corona cada quince días y salir de él no sólo vivos, sino además sin haberse contagiado de lepra o peste bubónica tras visitar los sanitarios (¿Por qué ese nombre, si son todo lo contrario?). Casi todos se conforman con vivir la dorada medianía de la estabilidad, y que los infelices de Hacienda no respiren demasiado cerca de su nuca.

Pero ahora Hollywood está mandando el mensaje nada subliminal de que las mujeres no tienen por qué apechugar con semejantes nulidades. Que la vida debe ser más emocionante que por fin pagar la hipoteca y lidiar con el Cloralex; o que el trabajo en la oficina o consultorio con el que tratan de lograr lo primero. Así que la humilde y tranquila domesticidad ya no debe ser suficiente: hay que ir más allá.

¿Y qué podemos hacer los pobres hijos de Eva? ¿Volvernos Indiana Jones? ¿Vivir en hoteles de lujo con voluptuosas camareras como Ralph Fiennes? ¡Brincos diéramos! Si no es por no querer...

Mucho me temo que esta última oleada de películas le añade un ingrediente extra a la pregunta fundamental que, creo, todos los hombres nos hacemos desde el momento en que se prende el foco azul en la maternidad: a fin de cuentas, ¿qué rayos quieren las mujeres?

Como si no tuviéramos ya suficientes problemas.

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