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La muerte del primer joven/Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

Es una de esas anécdotas infantiles que, por alguna razón, se le pegan a uno y son recordadas décadas después sin entender qué relevancia tuvieron o por qué se quedaron en un rincón del armario neuronal. Tendría yo unos seis o siete años, a principios de los años sesenta, cuando en compañía de mi madre pasé caminando (en aquellos entonces caminábamos a casi todas partes, no entiendo cómo) por donde se hallaba, recargado con indolencia en un automóvil (quién sabe si suyo) un mozalbete de aspecto patibulario, cigarro en las comisuras, mirada retadora y chamarra de cuero. Mi madre casi me empujó para que no viera aquel mal ejemplo y para justificar la emergencia murmuró: “¡Vámonos, vámonos! Es un rebelde sin causa”. Así tuve conocimiento (aunque no comprensión) de uno de los iconos fundamentales de la segunda mitad del siglo XX: la del adolescente revoltoso, descontento con el orden existente, perennemente desdeñoso del mundo adulto y dispuesto a escandalizar al establishment hasta fuera de horas de oficina. Y que recibía su nombre genérico, otra novedad, del título de una película que había sido esteralizada por James Dean en 1955. Que mi madre usara el término por ahí de 1963 o 1964 no habla bien de sus referencias cinematográficas, sino mal de lo atrasado y cerrero que era el México de esos años: probablemente el filme apenas se estaba estrenando por entonces, casi una década después, en Gómez Palacio. Así nos las gastábamos en la premodernidad (que en este país rejego aún no termina, especialmente por San Lázaro). Y para entonces, James Dean, el epítome del joven rebelde y justiciero, atenazado por un mundo injusto e incomprensiblemente insulso, ya tenía el mismo tiempo de muerto, dado que había quedado hecho puré, en un accidente automovilístico, el 30 de septiembre de 1955. O sea que este viernes se cumplirá medio siglo de la muerte del primer joven, en el sentido contemporáneo de la palabra.

Ya habíamos comentado en este espacio que el concepto de adolescente es una absoluta novedad. Antes de nuestro siglo, la gente era o niña o adulta. La etapa intermedia no tenía modas, ropa, música, arte ni tratos especiales. ¡Ah!, y la gente de esa edad tampoco se traumaba ni tenía déficit de atención ni el aura color índigo; y si algo así ocurría, curiosamente se les quitaba a chicotazos. Y tan efectivo tratamiento salía más barato que los psiquiatras de ahora.

No fue sino hasta la segunda posguerra que, gracias al Baby Boom norteamericano y su enorme prosperidad, la mercadotecnia impuso la noción de que existía un subgénero humano, el de los atrapados entre los trece y los veinte años, que requería de un tratamiento especial… para que consumiera e hiciera gastar como Cresos a sus papás. Ello condujo a la Jovenmanía de aquellos años, fenómeno comprobable en una serie de películas playeras infumables (con Annette Funicello y Frankie Avalon), y los espantosos covers que de canciones en inglés hacían en un precario español Enrique Guzmán y César Costa, con chicas a go-go y la sangre de Tlatelolco goteando sobre la Plaza de los Sacrificios.

Junto a esas muestras de la fresez a donde se quería empujar a los recién descubiertos adolescentes, existía una veta oscura que se presentó sobre todo en dos ámbitos: el recién nacido rock ‘n’ roll, que resultaba una música insultantemente incomprensible para la momiza; y ciertas películas que presentaban el mundo atormentado de los jóvenes incapaces de integrarse a un mundo materialista y sin sentido, que los pretendía obligar a comportarse como muy monos robotitos. Los más claros exponentes de este tipo de cine fueron “El salvaje” (The wild one, 1953), con Marlon Brando antes de pesar 250 kilos; “Blackboard Jungle” (1955) con Glenn Ford, que incluyó la primer a rola de rock como tema de película y por supuesto, “Rebelde sin causa” (Rebel without a cause, 1955), con un James Dean que nos dejó una caracterización sencillamente clásica.

“Rebelde sin causa” fue el segundo estelar de Dean, siendo el primero su papel de Cal Trask en “Al Este del Paraíso” (East of Eden, 1955), en donde estrenó con gran éxito su perfil de joven atormentado, descontento, gañán pero con cara de niño bueno e imposible de odiar; todo ello actuado con una naturalidad apabullante y que nadie de su edad y carisma había conseguido hasta entonces. Después filmó “Gigante” (Giant, 1956), estrenada póstumamente, en donde riza el rizo de la rebeldía en la muy petrolera y capitalista Texas y con el mismo éxito. Luego procedió a imitar la posición de mariposa en radiador y morir a los 24 años, cuando su Porsche 550 Spyder se hizo pinole en una autopista californiana.

Sí, en efecto: James Dean sólo hizo tres películas, se petateó antes de cumplir un cuarto de siglo y sin embargo se convirtió en un icono universal y tal vez el norteamericano más joven en aparecer en una estampilla postal de Estados Unidos. Y lo recordamos cincuenta años después. ¿Por qué?

Bueno, primero que nada, porque fue un gran actor y uno sólo puede imaginar lo que podría haber llegado a ser tras ese arranque precoz. Además, tenía un carisma que hoy en día se podría llamar metrosexual, atractivo para todo el mundo: las mujeres lo adoraban, los hombres estarían encantados de echarse una cheve con él… y claro, darse un rol en el Porsche de su cuate.

Por supuesto, parte del encanto es que nunca lo vimos envejecer, ni degradarse haciendo sátiras de sí mismo o ahogándose en su propia grasa como Brando. Como ocurre con la iconografía de “El Che”, siempre lo vamos a recordar como era cuando murió: carismático, vibrante, lleno de ideales, con una mirada irresistible y una fibra (y aire socarrón) de conejo de Energizer. No lo vemos convertido en la momia decrépita en que se transformó Fidel Castro, totalmente corrompido por el poder total que ha mangoneado más de 45 años.

Son las ventajas de morir joven: que no hay que pasar por las penalidades de volverse adulto y las secuelas que ello deja. Y su muy particular partida, justo cuando se hallaba en la cúspide del éxito, le confirió a su vida un aura muy especial… como pasó con “El Che”.

La atracción especial que la muerte (especialmente ese tipo de muerte) juega en las mentes juveniles, sin duda tuvo algo qué ver con su popularidad post mortem. Después de todo, se fue de este mundo como todo un Rebelde sin Causa. Digo, de morir de cáncer en la próstata, a estrellarse en un Porsche a 120 kilómetros por hora, quiero ver qué menor de treinta (o setenta) años escoge lo primero.

Pero creo que buena parte de la persistencia de James Dean tiene que ver con que, como decía antes, fue el primer joven en el sentido contemporáneo; o al menos, fue el primero en representar la importancia cultural y sociodinámica que iba a tener el joven en el resto del Siglo XX. Y en sus facetas más interesantes: las de la insatisfacción, la desmesura, la subversión.

Con otra: que al ser el primero, fue auténtico. Y esa autenticidad fue un factor que lo volvió tan magnético en primer lugar. La rabia y desilusión de sus personajes Jim Stark y Jett Rink es casi palpable y con la que uno se puede identificar… especialmente antes de pasar a la infausta condición de padre y tener que andar navegando con adolescentes insufribles… y que, para colmo, tienen la cara de uno.

Los cuales, a propósito, ahora se dejan llevar por la mercadotecnia pulposa de las televisoras, que les sirven chiquillos sin talento que se hacen llamar rebeldes, que salen de uniformito cuco en una telenovela y se supone son retadores patrones a seguir. ¿Esa es la rebeldía juvenil del siglo XXI? La verdad, prefiero a Annette Funicello, aunque según el mito (y por promesa directa a Walt Disney) nunca haya enseñado el ombligo en sus películas playeras. Al menos ella se sabía cursi y no andaba con pretensiones. Y tampoco aparecía en las fotos con cara de estar crónicamente intoxicada. Era legítima, pues, si es que todavía se comprende el término.

La Jovenmanía de hoy no tiene nada que ver con la de entonces. Los ídolos de hace décadas eran, en su mayoría, espontáneos y no fabricados. Y tal vez, por lo mismo, hacían mutis antes de tiempo. Quizá ésas sean las opciones: morir joven o caer en la obsolescencia.

No, hacerse lo que se hizo la maestra Elba Esther ¡No es opción!

Consejo no pedido para ser por siempre joven: Vea las tres de James Dean, que no tienen desperdicio. Lea “La muerte de James Dean”, de Aurora Correa Hidalgo, (Joaquín Mortiz, 1991), curiosa novela mexicana, muy lograda, sobre el asunto. Y para el desempance emocional escuche “Only the good die young” de Billy Joel y “Forever young” de Rod Stewart. Provecho.

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