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Familia y corrupción

Gabriel Zaid

cuando Gustavo Díaz Ordaz fue destapado como presidente de México, mandó llamar a todos sus parientes (según cuenta uno de ellos), que llegaron alborozados sólo para recibir un baño de agua fría: “No quiero que me pidan favores. No voy a permitir que usen mi nombre para hacer negocios. Mucho cuidado con que alguno se acerque a un funcionario, buscando tratos especiales. La patria es primero”, les dijo.

El honor de tener a un presidente en la familia y además un presidente de esa rectitud, debió estallar en una ovación. Pero no fue así.

Todos salieron indignados ante la traición. ¿Para eso eran parientes? ¿Para eso los había mandado llamar? Fue un acto sádico, que sirvió para afirmar su autoridad, dejando claro que no tenían derecho a los favores que de hecho les iba a conceder. Una cosa es la familia, otra la Ley y todavía otra el poder personal.

“La familia es primero”, fue el primer nacionalismo, la norma milenaria anterior a “primero yo” y “la patria es primero”. La aparición histórica fue en ese orden: surge la familia, luego la afirmación individual y finalmente las instituciones no familiares, que se presentan como una especie de familia de otro orden, digna del “amor a la camiseta” y los correspondientes nacionalismos: de la patria al alma máter.

Hay una extensa literatura sobre las tensiones entre el individuo y la familia, el individuo y la comunidad, el individuo y el Estado. En la perspectiva tradicional, la tensión es culpa del individuo: egoísta, arrogante, protagónico, traidor a la familia o la comunidad a las que debe todo. La familia y las instituciones siempre han tenido más legitimidad que el individuo, aunque modernamente se ha extendido la visión contraria: la culpa es de la familia o de la comunidad que sofocan a quienes luchan heroicamente por la justicia, la verdad o simplemente, su realización personal.

Se habla menos de los conflictos entre instituciones y familias, pero no es raro que las familias usen a las instituciones para aprovecharse, ni tampoco lo contrario: que las instituciones destruyan la vida familiar, bajo el imperativo de “la institución es primero”.

El conflicto es trágico en la Antígona de Sófocles, donde la protagonista rechaza la justicia del Estado contra su hermano (muerto como traidor a la patria) y desobedece el orden de no enterrarlo dignamente. Albert Camus, poco después de recibir el premio Nobel, respondió a un estudiante de Estocolmo: siempre he condenado el terrorismo. También condeno el que pone bombas en las calles de Argel y puede un día matar a mi madre. Creo en la justicia, pero defenderé a mi madre antes que la justicia.

Camus no defiende al Estado colonial frente a la guerrilla. Antígona no defiende la traición a la patria. Lo que defiende es casi corporal: primero son las personas físicas que las personas morales. Ni la guerrilla ni el Estado son más importantes que mi madre o mi hermano.

En México, la familia ha pesado más que la Ley, no sólo por el peso de los genes y la tradición, sino porque las leyes han sido poco rentables. La familia es una realidad, la Ley ha sido una fantasía que da soluciones simbólicas a los problemas reales. Ni los legisladores (cuando llegan a enterarse de lo que legislan) suponen que la Ley es en serio. A la hora de la verdad, pesan las personas, no la Ley impersonal.

Hijo, nos sacrificamos para inscribirte en una escuela donde hicieras buenas relaciones. Nos quemamos las pestañas haciéndote las tareas para que quedaras bien. Presionamos o compramos a los maestros para que te pusieran mejores calificaciones y a la escuela para que te diera el título. Te mandamos al extranjero. ¡Y ahora sales con que no puedes ayudarnos, aunque estás en el poder! Eres un ingrato. Tú llegaste, ¿y nosotros qué?

En el siglo XX, se multiplicaron las burocracias públicas y privadas. Paralelamente, se extendió el cinismo sobre las instituciones, la exaltación del cuerpo y el “primero yo”. O, en una corrupción más generosa: primero mi familia, mis compadres, amigos, compañeros de escuela, vecinos y paisanos, a costa de la empresa, la institución o el país.

Debe reconocerse que la Ley y las instituciones no son más importantes que las personas. Por el contrario, son meros instrumentos que deben estará al servicio de una mejor convivencia de todas las personas. Pero esto no quiere decir: al servicio de mi persona y los cercanos a mí. Ni las personas, ni las familias, ni la sociedad, llegan muy lejos sin instituciones y leyes respetables y respetadas.

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