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Los días, los hombres, las ideas/De inercias y comezones ancestrales

Francisco José Amparán

A propósito de lo escrito el domingo pasado, algunos lectores manifestaron su sorpresa ante la estadística que fue usada como epígrafe: que una buena parte de la Humanidad, hasta hace muy poco, rara vez se desplazaba más de quince kilómetros del lugar en que nacía. El mundo era, para muchos el vecindario, el río más cercano, lo que abarcaba el horizonte. Más allá estaba lo incierto, lo incognoscible, lo misterioso. Bien visto, es un tema interesante, como para hincarle el diente.

Por supuesto, habría que recordar que el viajar en estos tiempos no implica mayores molestias que llevar a un crudo roncando en el asiento de al lado, las consabidas sobreventas de boletos, o el atraco de los precios de Aeroméxico. Pero viajar mil kilómetros (en autobús, avión o ferrocarril… si es que ese medio aún existe en este país) es un suceso al que nadie le dedica ni un segundo de reflexión.

Pero hace siglo y medio, viajar desde la Ciudad de México a lo que hoy es Torreón era arriesgar la vida. En 1855 ese viaje duraba semanas y había que enfrentarse a los más diversos obstáculos: la inexistencia de caminos, los retrasos o posibles naufragios de las carretas por las descomposturas, los numerosos bandidos que infestaban las rutas más transitadas y el muy posible ataque de los apaches ahí nomás al norte de Zacatecas. Una razón por la que Juárez dejó los Archivos de la Nación en la Cueva del Tabaco es porque sus escoltas le dijeron que ni locos iban a andar cargando ese peso muerto cuando atravesaran el Bolsón de Mapimí. De hecho, una buena parte de los militares que cuidaba al (aún no) Benemérito murieron de sed de aquí a Chihuahua cuando se perdieron, creo que por agarrar la libre. Quién les manda andar ahorrándose lo de las casetas.

Más o menos lo mismo ocurría en todo el Continente Americano. Por supuesto estamos acostumbrados a la visión hollywoodense de la Conquista del Viejo (¿por qué Viejo? ¿Qué no lo estaban estrenando?) Oeste, con sus largas caravanas de carretas, repletas de bravos pioneros sonrientes y chapeteados buscando la tierra prometida, con la esperanza de fundar un pueblo que luego tuviera franquicia de la División Oeste de la Liga Nacional. Ya sabemos que, pese a tan brillante organización y luminoso optimismo, resultaban inevitables los ataques de apaches, cherokees, cheyennes y otros tipos con nombre de pick-up, los cuales eran repelidos mediante una maniobra consistente en acomodar las carretas en un círculo mejor coreografiado que un ballet acuático.

Lo que no se ve en las películas es que mucha gente en esas expediciones moría de hambre, exposición a los elementos y enfermedades de todo tipo. Una mala tormenta, tomar una ruta equivocada, una demora porque los chiquillos querían ir al baño cada veinte kilómetros, podían ser fatales. El famoso caso de la expedición Donner es un buen botón de muestra: en el otoño de 1846, una caravana conducida por un tal George Donner quiso atravesar las Rocallosas, entre Nevada y California, por un puerto de montaña inexplorado pero que, en teoría, serviría de atajo. Les cayó una ventisca que les impidió seguir avanzando, de manera que quedaron atrapados en las montañas al norte de Lake Tahoe durante todo el invierno. Cuando llegó la primavera, de los 87 que habían subido, sólo descendieron 47… habiendo sobrevivido algunos de ellos gracias a la amena práctica del canibalismo.

(Dos acotaciones: Primera: Donner tenía razón. El paso en donde quedaron varados él y sus cachanchanes hoy es atravesado por la carretera federal norteamericana 80, que comunica a Reno con Sacramento. Segunda: nótense las fechas: ya había colonización gringa de California años antes que se firmara el Tratado Guadalupe Hidalgo y creo que ya andaban construyendo casas-muestra de los fraccionamientos. De hecho, la primera ruta este-oeste de caravanas a California la había establecido Joseph Walker en 1833-34. ¿Y los mexicanos qué hacían ante esta intrusión? Nada, por supuesto. Muy ocupados estábamos en nuestras eternas, inútiles querellas, nuestros cuartelazos y asonadas, nuestras heroicas guerras civiles que sólo empobrecían y desordenaban más al país, nuestro culto a militarotes que hoy tienen nombre de calle y no sirvieron nunca para la maldita cosa. Lo que nunca se dice es que, en gran medida, California estaba perdida MUCHO ANTES que empezara siquiera la guerra y sin que se disparara un tiro, debido a la incuria, el abandono y el desinterés hacia esa parte del país. Y a que, en un cuarto de siglo de vida independiente, el país no había logrado un ordenamiento institucional (ah, ni reformas estructurales) que le permitieran funcionar. Pero eso sí, ¡qué héroes tan patriotas los mexicanos dedicados a matar mexicanos! Sí, ya me desahogué).

La visión romántica que se tiene de los grandes desplazamientos de población en muchos casos forma parte de las mitologías nacionales y sirve para los aviesos fines de políticos y regímenes. Pero a nivel humano, generalmente de lo que nos habla es de miserias humanas, desesperanzas más allá de todo consuelo, el volado de arriesgar la vida en el viaje o morirse de hambre viendo partir los barcos. Lo que movía a la gente era la pobreza más atroz, la persecución religiosa o política, la opresión y la vil falta de oportunidades. Por ello los grandes espacios vacíos, donde no habría ni estado latoso ni quién anduviera fiscalizando pensamiento y moral, fueron tan favorecidos. Por eso hubo millones que sobrellevaron viajes de varios meses, en condiciones infraanimales (lo de infrahumanas es decir poco) para instalarse en Argentina, Australia, Canadá, Estados Unidos y así empezar una nueva vida. Hay quienes se ríen mucho de la ingenuidad de las películas en que aparece la gente encantada de ver la Estatua de la Libertad, en pos del American Dream. Pero lo que resulta indiscutible es que Estados Unidos se llenó de inmigrantes en el medio siglo entre 1870-1920. Y se sigue llenando y por las mismas razones: pregúntenle a los cientos de miles de paisanos que desafían el desierto, la Migra y los Minutemen. O a los chinos embarcados como ganado y condenados a trabajar durante años para las mafias orientales en San Francisco. O a los magrebíes que se arriesgan en lanchas Onappafa en las aguas de Gibraltar y cuyos cadáveres salpican las playas de la Costa del Sol un día sí y otro también, en su vano intento de alcanzar España (y la Unión Europea). La miseria sigue siendo el principal motor de las emigraciones.

Insisto: aquellos viajes eran todo menos de placer. El trayecto entre Gran Bretaña y Australia, a principios del siglo XIX, duraba seis meses. Se podrán imaginar las condiciones de higiene en esos barcos. O el sabor de las galletas (llenas) de animalitos, podridas semanas antes de ser consumidas. O el escorbuto prevalente por la ausencia durante meses de verduras frescas. Y la sed, siempre la sed, el agua usualmente corrompida al ser almacenada en barriles de madera.

Con otra: los españoles que llegaron a conquistar América no eran los feroces y bien alimentados conquistadores, que se lanzaron a cruzar el mar por simple avaricia, que quiere la leyenda: eran pobres diablos, desempleados y sin un quinto, la canalla de Extremadura y Andalucía, muertos de hambre cuya desesperación los hacía arriesgar el viaje transatlántico (que durante los tres siglos virreinales nunca fue cosa segura) con la esperanza de, o sacar algo, o terminar en la panza de un animal, fuera caimán o sacerdote azteca, que ya ven que a eso también le hacían.

¿Por qué no era seguro el periplo transatlántico, incluso en el siglo XIX? Porque ese océano tiene la cochina costumbre de generar huracanes seis meses al año. Y sin decir agua va. Y sin avisar por dónde van a ir. Si ahorita, con fotos satelitales, quién sabe cuántos meteorólogos y simulaciones por computadora, sabe Dios… (a George Clooney de todos modos se lo llevó Pifas) imagínense los tripulantes de los galeones españoles, encomendándose a todos los santos, mientras veían juntarse los nubarrones en los Cayos de la Florida. No, de que tenían agallas, eso que ni qué… incluso más de las requeridas hoy en día para entrarle a la comida de ciertas aerolíneas.

Consejo no pedido para entretenerse de aquí a la Patagonia: Lean “Ritos de paso” (Rites of passage, 1980), de William Golding, sobre un viaje Inglaterra-Australia, y un más tortuoso viaje a la maldad y la sevicia humanas. Provecho.

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