Reportajes

Experiencias| Vivir de la caridad

YOLANDA RÍOS RODRÍGUEZ, CUAUHTÉMOC TORRES ALVARADO Y CRISTAL BARRIENTOS

Al estar en las calles se conocen historias cotidianas de la gente.

“A dónde vas payaso”

EL SIGLO DE TORREÓN

En cuatro horas de “trabajo” en los cruceros es posible juntar hasta cien pesos

TORREÓN, COAH.- El frío es intenso y cala hasta los huesos. En un crucero cualquiera, no es fácil ganarse la vida, apenas sale “para pasarla”, entre la indiferencia y las miradas de hartazgo de los automovilistas, a cualquiera se le congela la sonrisa.

Trabajar con quienes día a día ocupan los cruceros, no es lo mismo que entrevistarlos, se siente, se vive y se ve el panorama diferente.

Adentrarse un poco en su mundo, permite conocer un mucho de su vida, la cual no tiene variantes, es de una sola forma: carente de oportunidades, plagada de rechazos sociales, y caracterizada por lo que las instituciones de asistencia social como el DIF llaman de manera eufemística, “pobreza urbana”.

Ser aceptada en su “área de trabajo”, no era tarea fácil, pues aunque se cree que la calle es libre, no es una verdad del todo. De manera que para entrar a los cruceros, al espacio de ellos, ése que no tiene ni paredes ni ventanas, sino que recibe los vientos de los cuatro puntos cardinales, era necesaria una transformación física.

El trabajo comenzó ese viernes 24 de diciembre de intenso frío, a eso de las 8:30 de la mañana con la cita para que un grupo de profesionales en fiestas infantiles, me vistieran con un llamativo traje color verde con rosa y bolitas blancas. Una peluca de rizos de colores adornada con una estrella, cubrió la cabeza, luego, cinco capas de maquillaje en tono blanco, rosa, rojo, gris y tonos negros, definieron lo que se buscaba, un payaso sonriente con gran nariz roja, que ese día recorrería algunos cruceros para pedir su Navidad o vender algunos chicles.

En compañía de una taza de café caliente y la mirada de por lo menos cinco personas que se dedican a las “payasadas”, dieron su visto bueno y se despidieron. El siguiente paso fue caminar hacia los cruceros elegidos.

Un payaso de aspecto alegre y jovial llama la atención, genera saludos de los adultos y la curiosidad de los niños, antes de llegar al crucero de la calzada Colón y el bulevar Independencia, el claxon de algunos vehículos demandaba un saludo, algunos niños querían que los cargara, “a dónde vas payaso”, gritaban.

Moisés, Saúl, Manuel, Rubén, Carlos, Andrés, son nombres con rostros juveniles que a diario están en algunos cruceros, desde hace varios años cuando aún no alcanzaban todavía el metro de estatura.

Ese día de intenso frío, las manos se me entumieron, el flujo nasal salía sin control, caliente y cristalino, eran las diez de la mañana y no sólo eran muy pocos los automóviles en la calle, en los cruceros la presencia de los trabajadores, era nula.

Nublado el día, de un color gris oscuro, con algo de aire, las diez de la mañana y el panorama empieza a cambiar, comienzan a llegar las “Marías” a un sitio, al rato como en parvada aparecen los “franeleros”, a los que parece no calarles las bajas temperaturas, con su clásico caminar al estilo “tumbao” sacan de un pequeño morral colgado a la espalda, sus instrumentos de trabajo que consisten en algunas franelas “curadas” en aceite y alguna botellita con agua para rociar y limpiar los parabrisas.

El chicle no falta y en esta ocasión algunos con gorras de estambre mostraron algo de frío.

Los preparativos son rápidos y en el cajete de una palma o en la base de un arbotante ahí guardan sus cosas, el trabajo de ellos empieza.

Mientras una mazahua arregla un nudo con grandes luces de bengala de ésas de “cuatro por veinte pesos”, un individuo se las provee de lejos, empieza a vender su mercancía mientras sus pequeños de cinco años con una cajita de chicles en su mano, los venden a peso, solitos se bajan la banqueta peligrosamente, nadie los cuida ni los protege, pues la madre está dedicada al comercio.

Realmente se siente uno mal ante la indiferencia de los automovilistas sobre todo los de evidente buena posición económica que no dan un centavo pero sí avientan los carros o camionetas a las personas para que se quiten, hacen mala cara y una que otra mentada de madre es su manera de saludar.

Y no es porque esperaba que ese día todo mundo estuviera invadido del llamado espíritu Navideño, pero cuando menos una actitud diferente, aunque nada pasó, la expectativa se quedó sólo en lo que se ve en las películas donde en Navidad suelen ocurrir milagros.

Pocos conductores bajaban el vidrio de sus vehículos y uno de ellos de tan mal modo que prácticamente me atrapó los dedos, tal vez a él le pareció torpe mi andar, mi manera de vender chicles, pero no se dio cuenta que no es lo mismo abajo en la calle que arriba en un auto.

Hay cruceros como el de Independencia y calle 12 en el que comerciantes de fuera estuvieron operando durante algunos días. Trajeron a su familia y con todo y camiones de modelo reciente, sacaron a plena banqueta muñecas, piñatas, pelotas, luces de bengala y hasta bolsas de nueces para venderlas en los cruceros, curiosamente a ellos no los molesta Plazas y Mercados, tampoco los policías municipales piden cooperación para dejarlos trabajar.

Ese viernes 24 de diciembre, entre el crucero del Independencia y calle 12, el de Independencia y calzada Colón, el del crucero llamado “Cuatro Caminos”, se obtuvieron 120 pesos, menos los 50 pesos que costó la cajita de chicles, la utilidad fue de 70 pesos, dividido en cinco horas de trabajo, cada hora resultó a 14 pesos.

Definitivamente vendiendo chicles, paletas de dulce, rosas, periódicos o piñatitas se obtienen algunos pesos, pero lo más redituable resulta de extender la mano para implorar la caridad o de plano abalanzarse sobre los carros parar limpiarlos a trapazos, ahí sí fluyen las moneditas de dos y de cinco pesos.

Entre 300 y 500 pesos puede ser la recompensa por cinco o seis horas de “ponerle al jale” como dicen ellos.

Para quienes “la giran “ en un crucero, el rechazo de quienes ven la vida diferente desde su vehículo, parece no generales ningún conflicto existencial, todo es cuestión de acostumbrarse, dicen y proporcionan la receta: no ser encimosos con los riquillos, saludarlos y sobre todo, no asomarse al interior de los carros para verle las piernas a las mujeres, son reglas básicas para irse haciendo de clientes.

No se puede decir que sea poco o mucho el dinero que se obtiene de estar en un crucero, todo depende de con qué se compare, es un trabajo relativamente cómodo por los horarios en que se trabaja, tarde por la mañana y temprano en las tardes.

Manos heladas

Son las diez y el frío apenas comienza. Es 24 de diciembre y el clima parece empeorar. Llego al crucero de bulevar Independencia, exactamente entre un centro comercial muy conocido y la manzana emblemática de un restaurante carísimo.

Nadie se percata de mi presencia, conforme me acerco hacia los pocos limpiadores de carros, éstos me miran con desconfianza, en defensa, ésta es la única forma en que pueden cuestionar la llegada de una persona nueva en sus territorios.

Uno de ellos asienta la cabeza preguntando ¿Qué haces aquí?, al menos eso entendí. Entonces le digo: oye carnal, vengo porque necesito chambear un rato, ¿puedes hacer el paro?

-¿Para qué?, contesta el chavo.

–Lo que pasa es que mi familia no tiene qué comer hoy en la noche, ¿me puedo quedar?

Sutilmente o diplomáticamente, el joven me corre de su crucero pidiéndome que me vaya a donde finalmente me quedé haciendo mi polla no sin antes recomendarme que vertiera en mis franelas un poco de diésel para limpiar mejor los autos. Nadie estaba allí. La vergüenza de acerarme al primer carro me obligó a dar media vuelta y esperar a que mi valor aflorara. Esto no sucedió sino a los diez minutos.

El semáforo está en intermitente preventivo. Alrededor de siete carros están por llegar al límite del paso peatonal. El primero de ellos es un taxi.

En el transcurso del camellón central hacia el automóvil evoco todas las remembranzas de cuando yo viajo en un carro y los limpiadores se lanzan encima de la unidad.

La primer señal que recibo de regalo es un "No" con el dedo índice. Eso realmente no me importó, decidí continuar con lo mío y el taxista al fin accede. Por la ventanilla contraria a la de él, me percato que entre sus cosas busca unas monedas; al fin mi insistencia tiene recompensa.

Son tres pesos. Ahora comprendo por qué los limpiadores son tan aferrados, insisten hasta el último momento en recibir unos centavos por su actividad. Luego de algunos carros limpiados, el reloj del centro comercial marca las 10:30 horas. De pronto, dos adolescentes llegan al crucero; son voceadores y parecen amigables.

De repente, la plática se hace obligación. Luego de unas palabras, convenzo al muchacho que se una a mí para limpiar juntos. Cada peso recibido se repartirá equitativamente. Su ropa parece no cubrir al 100 por ciento el frío y éste comienza a calar en las manos.

Él es Mario, un joven de alrededor de 22 años de edad. Consigo lo acompaña un primo. Mario es originario de San Pedro, pero ya tiene algún tiempo viviendo en Torreón. De las ventas de su periódico, Mario obtuvo como 50 pesos. Pero en menos de dos horas ya había rebasado esa cantidad limpiando carros.

Mario asegura que un día anterior, uno de los limpiadores logró reunir poco más de 300 pesos, de una jornada de 10:00 a 19:00 horas. La vida en los cruceros es agotante pero fructífera si se pone empeño y dedicación, al fin y al cabo la cuota que los policías municipales cobran a los que allí trabajan es de diez pesos.

Los desprecios y negativas de los conductores están a la orden del día.

Cada vez que un limpiador se acerca a ellos, su primera señal es un No.

Cuando nosotros insistíamos, la molestia se acrecentaba, muchos sonaban su claxon y muy pocos se resignaban, al final abdicaron.

El reloj marca 15 minutos para el mediodía. Una sola vez he ido al baño y la gente del centro comercial me miró con desprecio y extrañeza. La temperatura desciende de manera rápida, me doy cuenta no por el termómetro sino por las manos entumidas y casi petrificadas que tengo.

Reinicio mis labores y al llegar a un automóvil, la mamá de un amigo me mira desconcertada. Su asombro fue tal, que me dio una moneda de cinco pesos, pensando que había perdido mi trabajo, vergüenza y dignidad. Sin embargo, muchos de los limpiadores prefieren andar en los cruceros que andar robando.

El fotógrafo de El Siglo de Torreón se acerca y empieza a tomar imágenes. Hasta ese momento nadie de mis compañeros de chamba se imaginan que soy reportero. El fotógrafo empieza a retratarme y uno de ellos se molesta porque piensa que también lo tomaron.

De inmediato pide con cierto enojo que borre la foto, pero el reportero gráfico asegura no haber tomado nada. La insistencia del limpiador ocasiona que uno de sus compañeros se fastidie. El joven no quiere fotos porque al parecer en su colonia no saben que se dedica a esto.

El otro joven contesta que es mejor que lo vean en este “jale” a que lo vean en las páginas policiacas por robo o asalto. La mayoría apoya el comentario y el muchacho desiste. Ninguno de los limpiadores molesta a los conductores, al momento en que les piden que no limpien, dejan el automóvil y de inmediato se pasan al otro.

Es la una de la tarde y el frío es insoportable. El atuendo que elegí para vivir esta experiencia es mucho más ligero que el de algunos limpiadores.

Es 24 de diciembre, la Noche Buena se acercaba y Mario sólo quería juntar cierta cantidad de dinero para comprar el gas que utilizan él y su abuela.

Yo con mis ochenta pesos, me retiré del lugar pensando que en Navidad no toda la gente piensa en regalos y en una cena con pavo, sino que muchos otros sólo quieren pasar esta temporada sin frío, para poder seguir con vida y sentir que ésta vale la pena.

Ten para el café

Unos huaraches viejos y ropa desgastada, son suficientes para vivir de la caridad de la gente. Afuera de la iglesia del Perpetuo Socorro, ubicada en la calle Falcón y avenida Juárez, los indigentes subsisten de lo que “sea su voluntad” mientras extienden su mano.

Son las diez de la mañana y el termómetro marca cero grados centígrados. El frío cala hasta los huesos pero hay que trabajar. Al llegar a la entrada de la iglesia, los vendedores de imágenes religiosas y comida; lavacoches e indígenas, ya ocupan sus respectivos lugares.

- Necesito dinero ¿Habrá problemas si pido algunas monedas aquí? – pregunto a la vendedora de tamales.

- No, nada más siéntese junto a la indita –responde refiriéndose a una señora mazahua de edad avanzada que se encuentra postrada en una silla de ruedas. A su lado está una joven, al parecer su hija, y dos niños, tal vez sean sus nietos.

- ¿Pero no se enoja? –insisto mientras percibo que la señora me ve con cierta desconfianza, sin embargo, me siento en las escaleras a menos de dos metros de distancia. Minutos más tarde la joven que la acompaña se retira con los niños. Ella se queda sola y no deja de mirarme.

La gente entra y sale de la iglesia. Es 24 de diciembre, por eso los fieles acuden a pedirle a Dios por sus familias. Algunos se molestan si los interrumpen cuando rezan, es mejor sentarse afuera y esperar a que salgan.

Ha transcurrido una hora y en mi mano ya hay 30 pesos. La señora se molesta, no sé por qué, después de todo la gente prefiere darle más dinero a ella que a mí. Sus arrugas, su cabello blanco y su evidente incapacidad física, conmueven más que unos zapatos viejos y una ropa usada.

Antes de dar la limosna la gente observa, ve para un lado y luego para el otro. Algunos optan por darle su dinero a ella, otros a mí, y hay quien lo comparte entre las dos. Además la señora - así la llaman todos- hace temblar deliberadamente sus manos cada vez que se da cuenta que las personas se acercan, una vez que se van, las guarece en su rebozo.

Mientras el tiempo transcurre, los lavacoches hacen su trabajo y la vendedora de tamales se va. Ya no aguanta el frío, por eso su nieta llega a relevarla. Mis uñas están moradas y mi cuerpo tiembla por el frío: más gente se compadece.

Entonces la señora se enoja. Me pide, con palabras altisonantes, que me vaya: “estás joven, lárgate de aquí”... “Que te vayas, ¿no oyes?”, y sigue insistiendo, pero cuando se da cuenta que no tengo la menor intención de retirarme guarda silencio y me ve con cierto rencor, luego vuelve a hacer temblar sus manos para que la gente la vea mientras pasa a su lado.

La mayoría de las monedas que caen en mi mano son de personas que también usan zapatos viejos y ropa desgastada. No son indigentes pero sí tienen muchas necesidades, su vestimenta lo dice, pero a ellos no les importa compartir el poco dinero que llevan en las bolsas.

- Ten para que te compres un café y se te quite el frío – me dice un señor que apenas puede caminar, luego coloca una moneda de diez pesos en mi mano.

- Gracias – digo mientras observo que el señor le da otra moneda a la señora que está frente a mí, como él, tres personas más me dan la misma cantidad.

Minutos más tarde la joven que vende tamales se acerca y me dice que tiene algo de ropa y unos zapatos que están en buen estado, pero que ya no usa. Quiere regalármelos.

- ¿De qué número calzas?, tengo unos zapatos del seis que a lo mejor te quedan –me dice mientras observa mis pies y se da cuenta que me quedarán grandes.

- Bueno a lo mejor mi vecina tiene algunos que te pueden quedar, aunque estoy más llenita que tú, te voy a traer unos pantalones para que los arregles y los puedas usar –le doy las gracias y le digo que no es necesario que haga eso por mí.

- Es que me gusta compartir las cosas y se ve que tienes mucho frío.

Así no piensan los que llevan buena ropa y zapatos, apenas voltean a vernos, incluso caminan más rápido para no detenerse en las escaleras de la iglesia. Sólo uno que otro se arrepiente y saca una moneda de un peso o 50 centavos.

Ya son las 12:30 horas, en mis bolsas tengo 60 pesos. Esperaba el inicio de la misa porque así más gente acudiría a la iglesia, sin embargo, me dicen que a esa hora no se oficiará ninguna, entonces me traslado al crucero del bulevar Rodríguez Triana y bulevar Diagonal Las Fuentes.

Ahí les pido a los limpiaparabrisas que me dejen trabajar con ellos porque luego de media hora de tocar en los cristales de varios carros, la gente no me da dinero.

Me prestan una franela y comienzo a limpiar los automóviles. En unos minutos consigo 20 pesos, más los 60 de las limosnas, ya tengo 80. Y todo en menos de cuatro horas de extender la mano. Después de todo, unos zapatos viejos y una ropa usada, no son un mal negocio.

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