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Adiós DF, hola... ¿?

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

Falta mucho para conocer la Constitución de la Ciudad de México y, aún en esa condición, ya presenta manchas. Lamparones de grasa política que perfilan una ley fundamental ilegítima (en 40 por ciento, para ser exactos) y una entidad sui géneris que no será un estado ni un distrito federal.

El concepto que orienta el documento, la composición de la Asamblea Constituyente que habrá de sancionarlo y la práctica de trapacerías electorales encabezadas por el perredismo y solapadas por la administración, advierten el peligro de arrojar por resultado un régimen híbrido que, a ver, si no termina por dificultar aún más el gobierno de la metrópoli.

Tales manchas no son desconocidas por la diversa gama de actores involucrada en la hechura, la sanción y la implementación del proyecto constitucional. De muchos actores, no asombra su silencio. Sí de quienes, además de contar con prestigio político-social y ser dignos de respeto, dieron la batalla cuando se destrabó en su parte medular la antidemocracia en la capital de la República y, ahora, participan de una estratagema.

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Toda ley fundamental deriva de una necesidad o de una doctrina que responde a un ideal político, no a un capricho. Y su establecimiento puede responder tanto a un clamor democrático como a un dictado autoritario, dejando en el entremedio muchos otros motivos.

Al proyecto de Constitución de la Ciudad de México lo vician de origen dos elementos: uno, derivar de la necesidad de los partidos, no de la ciudadanía; dos, partir de una transa, se canjeó por la reforma fiscal aprobada por priistas y perredistas, cuando en aras de concretar la reforma petrolera, la administración federal concedió a la oposición, es un decir, otras reformas que culminaron en un mazacote legislativo. Ahí está la reforma electoral concedida a Acción Nacional, ahí está la reforma energética concedida al priismo.

La reforma política del Distrito Federal no tendrá un destino distinto tanto por carecer del respaldo ciudadano, como por reproducir -sin llamarla por su nombre- la célula de gobierno de nuestro régimen que, hoy, está en crisis: el municipio. No es aventurado pensar que en vez de resolver, se complicarán los problemas de gobierno que la metrópoli ya tiene y se añadirán otros.

La pobre imaginación de quienes pactaron, transaron, esa reforma no dio sino para calcar a medias viejas fórmulas de gobierno.

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Delicado no tomarse en serio la reforma que requiere una ciudad de la magnitud de la capital de la República y determinar el límite y el horizonte de su democracia; las administraciones federal y local así como los partidos se fueron por la vía fácil.

No sólo eso, diseñaron un procedimiento y un órgano legislativo que Franz Kafka jamás hubiera concebido. Todo, por darle a los partidos mayores posibilidades en la administración de la capital que, a la postre, incrementarán el gasto corriente a costa del de inversión. Gasto que, desde luego, sufragará la ciudadanía sin ver crecer sus derechos.

De muy difícil digestión pensar en un Congreso Constituyente donde sesenta diputados son electos por la ciudadanía y cuarenta diputados selectos, que no es lo mismo, por el Congreso de la Unión, el presidente de la República y el jefe de Gobierno. Si por diputado se entiende a un representante popular, cómo denominar a los cuarenta producto del dedazo. Esa composición refleja miedo a la ciudadanía, como también lo refleja el aplanar artificialmente la correlación de fuerzas políticas en la ciudad. Eso no ocurrió cuando Baja California y Quintana Roo se convirtieron en estados.

Tal el descuido en la redacción de la reforma política de la capital que el artículo séptimo transitorio dice a la letra que los diputados constituyentes serán elegidos del siguiente modo: "sesenta se elegirán según el principio de representación proporcional..." y cuarenta designados por las instancias ya señaladas. ¿Quién explica el antidemocrático gazapo?

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Extraña a la democracia esa composición del Constituyente, éste tendrá por función discutir, modificar, adicionar y votar el proyecto de Constitución que, al efecto, le envíe el jefe de Gobierno. Vamos, tiene límites más que horizontes ese Constituyente.

Pues bien, ese proyecto lo encargó Miguel Ángel Mancera a un grupo de notables, acompañado por un grupo de asesores y todos elaboran el documento dentro de los márgenes establecidos por la reforma política aprobada por el Congreso de la Unión... Lo curioso del asunto es que, a pesar de esos límites, la propaganda de los partidos en pos de ganar el mayor número de asientos en el Constituyente promete a los capitalinos hacer una Constitución lo más parecido a un directorio telefónico.

¿Cuál será la legitimidad del documento si el cuarenta por ciento de los diputados fueron designados y al resto los debilita el abstencionismo?

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Un conocido, político de cepa, argumenta que, ni modo, esos son los términos en los cuales es menester elaborar la Constitución. Sin embargo, cuando se le hace notar que los problemas de la metrópoli son de tal magnitud que, difícilmente, encontrarán solución bajo el esquema de la creación de ayuntamientos, reconoce que, quizá, éstos se compliquen más.

Y, cuando se le advierte que la coordinación entre la jefatura de Gobierno y las delegaciones funcionó mientras un solo partido dominaba la capital y, ahora, se advierte desentendimiento entre esas dos instancias y, por esa vía, ambas resbalan la responsabilidad ante la ciudadanía, encoge los hombros.

En fin, la transa, el capricho, la miopía y la ambición de los partidos impulsan la Constitución de la capital que ya no será un distrito federal, pero tampoco un estado... a ver qué resulta.

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